Empezamos nuestro viaje desde el centro de la tierra. El
Snæfellsjökull lucía orgulloso de su grandiosidad y tomaba el sol en un día
espléndido.
Mientras preparábamos las bicis el pájaro que nos había
amenazado el día anterior, nos regaló la imagen del día cuando se abalanzó
sobre una pareja que caminaba muy cerca de su cría. Ver a un pájaro ganando la
batalla contra dos humanos que retrocedían y se agachaban gritando, nos hizo
llorar de la risa. Esta escena y el azul del cielo, nos ayudaron a afrontar las
subidas todavía sonriendo.
Nos esperaba un día largo, ya que después de los
50km, en Vegamót cogíamos un bus para ahorrarnos los 60km que lo separan, y ya habíamos
recorrido previamente, de Borgarnes.
Una vez llegamos a Vegamót tras unas 4 horas en bici,
conocimos a un hombre de unos 60 años americano y con una sonrisa de John
Wayne, que también iba en bici. Llevaba 80 días en la isla y era su tercera
visita. Era profesor de matemáticas y no podía ocultar sus ganas de hablar, así
que nos ayudó a que se hiciera la hora de partir casi sin darnos cuenta.
En Borgarnes soplaba un viento de esos que despeinan y
tuvimos el tiempo justo para hacer una visita antes de que cerrasen el Bónus
(el supermercado más barato), para reponer víveres y rellenar las alforjas. Con
todos los objetivos del día cumplidos, no podíamos fallar a nuestra visita a la
Sundlaug. Observé algo que hacían los
lugareños: después de estar en remojo a 42º, aguantaban unos tres o cuatro minutos
en una bañera de agua helada sumergidos hasta el cuello. Este sufrimiento
placentero, que tras dudar un poco probé, te sumía en una relajación tan
profunda que te hacía sentir flotar en lugar de andar.
Al día siguiente antes de salir con la bici fuimos a visitar
un mercado que marcaba la guía como muy interesante. Se ve que era un mercado
de elfos, porque no apareció por ningún lado, excepto por el letrero con el
nombre.
Con todo preparado, quien sí apareció fue el americano,
exhausto por el día anterior haber hecho 120km y decidido a quedarse descansando,
atraído por los placeres de la Sundlaug.
Si el día anterior el viento soplaba fuerte, este día se
decidía a subir el nivel y evolucionar en huracán. Borgarnes se hacía pequeño a
nuestras espaldas pero sentíamos que pedaleábamos en una bici estática. A unos
20km de la ciudad, nos adentramos en una carretera alejada del tráfico y los
turistas y empezamos a recorrer un fiordo camino del camping.
El día se alargó
de manera desesperante pero mereció la pena cuando llegamos a Bjarteyjarsandur
y vimos lo que nos esperaba: Una granja, encallada en un paisaje maravilloso,
con techo donde cocinar, duchas, baños, sillón…el paraíso, alejado del maldito
viento que soplaba incansable.
Por la mañana a regañadientes, abandonamos la granja gozando
del buen tiempo una vez más, con el sol apagando el viento e iluminando una
carretera que serpenteaba a orillas del fiordo. Las recorrimos como si de una
montaña rusa se tratara, sin poder evitar mirar el paisaje a cada pedalada.
Almorzamos
con unas vistas al fiordo, de las que quita el aliento y le hace a uno dar
gracias al cielo, por esconder estas tierras de ensueño del circuito turístico.
Obviamente el camping donde dormiríamos estaba igual de
abandonado de las visitas internacionales. Mientras nos preparábamos un
suculento arroz blanco, degustamos nuestra soledad rodeados de naturaleza, y
del sol, el magnifico sol que alegra el día a cualquiera, solo con dejarse caer
por los alrededores. Un pájaro cruzaba el horizonte y se lanzaba en picado, en busca de alguna presa.
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