lunes, 29 de agosto de 2016

Deconstruyendo el paraíso (Krabi-Phi Phi-Krabi-Railay-Bangkok)

Llegamos a Krabi tras coger un ferry, un bus y una minivan; sólo habíamos valorado si hacer Pukhet o Krabi; de hecho, en ningún plan entraba ir a las islas Phi-Phi, porque creíamos que estarían sobreexplotadas; pero tras escuchar los consejos de algunos amigos, readaptamos los planes. Descansamos en Krabi y compramos los billetes para salir al día siguiente a Ko Phi-Phi Don, la única de las islas que ofrece alojamiento.

Llegamos a puerto de mañana; dejamos las mochilas en nuestra guest house y subimos las escaleras que llevaban al mirador que teníamos allí cerca. 

Para poder salir a Phi-Phi Leh, popular por ser el paisaje de la película La Playa, teníamos que comprar los billetes con tiempo para encontrar una buena oferta; y creíamos haberla encontrado, hasta que la mujer que atendía rompió a chillar, furiosa e indignada porque le preguntamos si podía hacernos descuento. Nos batimos en retirada y encontramos otra oficina por el mismo precio pero más cargada de amabilidad y positivismo.

Con los planes ya cerrados para el día siguiente, y cruzando los dedos para que las nubes aguantasen serenas, nos dirigimos paseando hacia Playa Larga, donde pudimos disfrutar de mejores vistas que las del mirador a la isla destino; desde allí vimos atardecer y dimos una vuelta por la ciudad para comprobar que si no tenía más vida por la noche, sí que se soltaba más el pelo que por el día.

Como ocurriese en Laos, la noche anterior a adentrarnos en Tham Kong Lo, el aguacero de la madrugada no auguraba una mañana posterior sin lluvias; sin embargo tuvimos suerte y a las 9h que salíamos del alojamiento, ni caía una gota de agua ni había nubes amenazadoras en el cielo.

El día amaneció soleado contra todo pronóstico y un long tail boat (las barcazas más fotografiadas de Tailandia, con sus telas atadas en cabeza) nos esperaba para partir. Haríamos cuatro paradas, empezando por Maya Beach, una playa de arena blanca y aguas turquesas que descansa frente a dos peñascos calizos llenos de verde. La imagen que uno imaginaría del paraíso.

Entramos por la otra parte de la bahía, viento en popa pero sin vela, y cual piratas, tuvimos que trepar por una red instalada para poder acceder más fácilmente desde el agua, a nado; colocada como ayuda o para reírse del guiri, pues con la marea, los turistas éramos estampados contra la tela de araña a la que la gente trataba, muchas veces en vano, de engancharse antes de poder subirla. Así que, patéticos piratas al abordaje, algunos raspándose con las rocas de coral sobre las que la marea nos mecía, todos tratábamos de conquistar la isla de la forma más digna posible. El día anterior nos habíamos comprado una bolsa estanca para transportar cámara y móvil secos hasta la otra orilla; pero aquí la mala suerte y el agua del mar se nos colaron y perdimos en el asalto los instrumentos testigo de la batalla; así que a partir de ahora, basten de imagen las palabras.

La playa guarda su tono paradisíaco-apartado; y si bien es cierto que las lanchas que atronan intermitentemente con sus motores para evitar quedarse varadas afean la estampa, aún esperábamos una imagen más superpoblada. Quizás favorezcan en este aspecto las pocas expectativas previas de encontrarnos solos, así que compartir esas arenas blancas con lo que podrían ser unas cien personas, no nos molestaba en absoluto.

Tras una hora de contemplación, el barquero nos llevó a hacer snorkel rodeados de arrecifes donde los invitados especiales esta vez fueron los peces globo, que se negaban a mostrarse en todo su esplendor. Habíamos visto la belleza desde la orilla, bajo el agua, y sólo quedaba saborearla in situ, flotando sobre el mar verde-azul, envueltos por peñones llenos de vida vegetal.

Acabamos la ronda haciendo parada en la Monkey Beach, riendo al ver cómo uno de los monos que dan nombre a esta playa asaltaba una barca llevando como botín una bolsa de papas y unas chocolatinas que paladeó, atrevido y desafiante, sentado sobre la cola que sobresale en las barcas, mientras los compañeros de la víctima trataban de impedirlo empuñando el palo de una GoPro.

Justo cuando volvíamos, el mar era agujereado a tiros por la lluvia que había accedido a esperar paciente para no aguar la fiesta. Despedimos las islas Phi-Phi, de vuelta a Krabi, orgullosos de nuestra suerte, la que no corrió nuestra cámara, pero que nos permitió acercarnos al Edén. O eso creíamos, pues Railay puede rivalizar merecidamente.

El día que nos quedaba en Krabi como base, también pintaba borrascoso, pero era un día entero y todo el mundo alababa Railay, por lo que quisimos jugárnosla y conocerlo a pesar de los pronósticos. Debemos tener una flor en el culo, porque volvió a salir el sol. 

Al lugar se llega únicamente en barco, a pesar de ser una península, porque los acantilados kársticos que lo encierran amurallan otra posible vía de acceso. Como paisaje se nos antojaba tan espectacular como Phi-Phi; pero ganaba en autenticidad en la playa Hat Phra Nang, por ofrecer más posibilidades de encontrarse uno a solas bañándose en las aguas verde jade y entre los islotes calizos que surgen a escasos metros de la costa.

Hay un mirador a mitad trayecto entre Railay East y West, cuya base es frecuentada por monos, al que se accede remontando el acantilado prácticamente escalando, agarrándose a una cuerda para evitar resbalarse con el barro del camino. Las vistas quitan el aliento, el poco que quedaba antes de llegar.

Decididos a aprovechar hasta el último momento de nuestra estancia, fuimos hacia Ton Sai Beach, con el tiempo un poco justo. Nos señalaron un camino que subía y bajaba por medio de la jungla y temimos no llegar; pero como digo, la suerte nos acompañaba y con la playa ya frente a nuestros ojos descubrimos un atajo que subía por la roca que separaba la playa de Railay West, decisivo para llegar a la hora en que zarpaba el último barco.

Un avión nos acercó hasta la capital tailandesa, último destino de nuestro viaje, donde sólo pudimos visitar el mercado de fin de semana de Chatuchak, porque nuestros cuerpos pedían reposo.

Ahora esperamos en el aeropuerto para volar a casa, con la mirada re-construida; pues viajar es deconstruir; abandonar los prejuicios culturales y reescribir sobre ellos. Atrás queda mes y medio de cruzar fronteras, de saborear cada lugar mentalmente hasta que va adquiriendo diferentes significados; porque pisar un nuevo país es darle eco al nombre en tu pensamiento para poder llenarlo de la esencia que lo diferencia de los demás; viajar es imbuirte de su cultura, aprender de su historia y empezar a entender cómo se comporta la gente según su pasado; viajar es coger agilidad en el cálculo de los cambios de moneda y aprender a utilizar sus billetes; descubrir los platos típicos, los precios, los horarios, las costumbres... en definitiva, viajar es convertir lo extraño en cercano y hacer del extranjero tu hogar. 


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