Ya éramos conocedores de la
corrupción fronteriza entre Laos y Camboya. Buscando información, nos habíamos
aprendido de memoria precios y tretas; pero la vida siempre guarda un as en la
manga y los agentes encuentran pretextos para añadir lucrativas trampas.
Primera parada: dos dólares por
recibir el sello en el pasaporte que reconozca nuestra salida de Laos
(estábamos avisados); renegamos un poco pidiendo el recibo, pero obviamente,
sirvió de poco.
Segunda parada: esquivamos la
caseta “médica” en la que presuntamente el extranjero debe hacerse
“obligatoriamente” pruebas que demuestren que no tiene la malaria (1 dólar
más), pero casualmente, por lo leído en otros blogs, el termómetro siempre
marca la misma temperatura… y tampoco es necesario hacérselas.
Tercera parada (como en todos los
videojuegos, el rival final siempre presenta más complicaciones): la visa para
entrar en el país debería costar 20 dólares; resulta que ahora son 35; la
información de internet informaba que los funcionarios pedían siempre entre 25 y
30 para sacar tajada, pero al decirle que eran 20, el hombre dice sin mirar a
los ojos: “That was before”. Vaya… Empieza
el tira y afloja, las miradas suplicantes, las mentiras piadosas afirmando que
sólo teníamos 23 cada uno, pero los perros del gobierno estaban bien adiestrados.
“No money, no tourist”. Tras 15
minutos de intentos, llevo mis dotes interpretativas un paso más allá;
desaparezco de escena y hago como que un turista me ha prestado 20 dólares pero
que es lo máximo que puedo pedir. “Please”.
Conseguimos pasar por 33 dólares cada uno.
Habíamos comprado en Don Det un
billete que nos llevaba hasta Phnom Penh, llegando a las 19h, y en un “VIP bus”, según el ticket. Por supuesto
no llegamos a la hora prevista sino a las 22h (tras 13 horas y media de viaje)
y cambiamos la friolera de cuatro veces (baja mochilas, sube mochilas) de bus
(quien dice lo uno, dice minivan,
furgoneta o como mucho minibus).
Llegar de noche a una ciudad sin
un buen mapa convierte en una odisea tratar de orientarse; el chiste vino
cuando preguntamos a un conductor de tuk-tuks por la dirección, sacó la
linterna de su móvil para leer mejor y empezó a buscar la calle 23, donde nos
alojaríamos; al momento empezó a pedir ayuda pero nadie sabía decirle dónde
estaba nuestra guest-house. Ya eran
cuatro frente al mapa con sus “móviles-linterna”, uno buscando en googlemaps, hasta que llegó un quinto
que reconoció inmediatamente el nombre del alojamiento. ¡Llegamos!
La visita al día siguiente fue
conocer una ciudad bastante desarrollada con grumos del sudeste asiático más
pobre; una mezcla de ciudad sucia con buenos restaurantes justo en la otra
esquina. Empezamos por el Monumento a la Independencia, una stupa de estilo jemer que recuerda a los
torreones de Angkor.
El Wat Phnom es el templo más
alto de la ciudad; cuenta la leyenda que una mujer llamada Penh encontró cuatro
estatuas de Buda en el río Mekong y decidió guardarlas en esta pagoda; Phnom significa “colina” y de ahí el
nombre de esta ciudad camboyana (la colina de Penh) y de este templo.
Seguimos el paseo con el mercado
central (Phsar Thmey), más atractivo por su fachada art decó que por su interior, al que supera en autenticidad el otro
mercado, el ruso (Phsar Tuol Tom Pong), al que iríamos al día siguiente.
Acabamos con el Palacio Real,
residencia de la familia real camboyana que alberga la Pagoda de Plata, cuyo
suelo está formado por 5000 baldosas de plata, tapadas casi por completo por
una alfombra para conservarlas, por lo que a pesar de su belleza, la plata
prácticamente la ha de deducir uno conforme pisa… La tarde la reservamos a
ponernos al día estudiando la historia de Camboya como aperitivo para poder
entender mejor el Museo del Genocidio.
Segundo día en la capital y nos
zambullimos en su pasado más turbio, su pesadilla reciente. Entre 1975 y 1979
los jemeres rojos, liderados por Pol Pot exterminaron entre dos y tres millones
de camboyanos. ¡Uno de cada cuatro! La
razón para esta masacre era la sospecha de traición; cuando esta existía, que
podía existir sólo por llevar gafas (“signo de los intelectuales”), encerraban
a los sospechosos y a sus familias en cárceles para torturarlos y “sacarles” la
confesión de que las acusaciones eran ciertas. Encerraban a la familia entera
para evitar futuros intentos de venganza (uno de sus lemas era: “la mala hierba
hay que arrancarla de raíz”). A pesar de que Pol Pot había sido profesor antes
de la revolución, la educación era perseguida, y se prohibieron los centros
educativos, convirtiendo muchos de ellos en cárceles. Uno de ellos fue Toul
Sleng, o conocido también como S-21, un ex instituto de secundaria reconvertido
ahora en Museo del Genocidio.
Cuando los jemeres rojos llegaron
al poder, marcaron el Año Cero y expulsaron a la gente de las ciudades para
mandarlas al campo. En nombre del Angkar
(La Organización) había que destruir a todo opositor, pues querían conseguir
una sociedad 100% comunista (otro de sus lemas era “Más vale matar a un
inocente por error que salvar la vida de un traidor”).
Leyendo las diferentes posturas,
incluidas las de soldados de las prisiones (que en realidad eran adolescentes
reclutados), sorprende darse cuenta que cuando se diluye la responsabilidad,
las personas son capaces de apoyar cualquier atrocidad, no sólo con su
inmovilismo y conformismo, sino a veces con sus acciones (“yo sólo hacía las
fotos a los prisioneros”, “yo sólo les interrogaba”, “no tenía elección, si no,
me mataban a mí”…). No es fácil juzgar a las personas “intermediarias”, pues no
deja de ser curioso reconocer cómo, aunque en menor medida, en el día a día
mantenemos esa complicidad silenciosa con las medidas que toman nuestros
gobiernos o con las injusticias y diferencias de las que somos testigos.
Acompañamos el Museo con la
visita al Choeung Ek Memorial, a 15 km de la ciudad, un monumento erigido en
uno de los tantos campos de exterminio que había esparcidos por todo el país.
El número de víctimas ya es aterrador en sí, pero ver las calaveras encontradas
organizadas en pisos y por edades, bebés incluidos, deja entrever la magnitud
de la barbaridad que se cometió.
Resulta increíble que los jemeres
rojos continuaran siendo reconocidos como gobierno legítimo por la comunidad
internacional hasta 1991, pues el resquemor de la pérdida occidental en la
Guerra de Vietnam llevó a que el gobierno genocida fuera visto con mejores ojos
que los vietnamitas que les sucedieron.
Es lógico entonces que la
cicatriz continúe supurando; la memoria no se deja vencer, sigue viva; tan viva
que las tierras que sirvieron de fosas comunes, siguen vomitando recuerdos del
horror y si uno mira el suelo aún pueden verse trozos de tela, dientes o huesos
saliendo de su entierro, pidiendo a gritos que no se olvide lo que sucedió, que
no se escondan ni se maquillen las llagas ni las heridas abiertas.
El Museo en este sentido, y en
extensión Camboya, tiene las propiedades que distinguen a la flor de loto de
otras plantas: aunque parezca sorprendente, sus semillas pueden germinar incluso
después de tres siglos de hibernación y por improbable que parezca, su flor
crece incluso en el lodo, donde otras no encuentran modo de enraizar. Toul
Sleng es un ejemplo de cómo vengar la memoria: construir desde la destrucción; usar
el hedor del pasado como abono para hacer florecer conciencias y pensamiento
crítico; retomar la utilidad de la antigua escuela corrompida en prisión y
volver a mostrar el camino hacia la libertad que durante tres años fue privada
y perseguida en estos muros.
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