El siguiente destino era Kong
Lor; lugar al que había que llegar haciendo escala en Vientiane, actual capital
de Laos. Cogimos un sleeping bus para
matar el trayecto de diez horas que empezó prometiendo marcha: luces
supersónicas de estilo prostíbulo, una mujer que se encerró en el baño 30
minutos ignorando los porrazos del encargado y un niño que entró obligado por
su padre con el lloro al borde de la arcada. Afortunadamente, todo acabó
calmándose.
Al amanecer, ya en la gran
ciudad, teníamos que desplazarnos de nuevo a otra estación de buses, pues en
Laos casi todas las ciudades tienen dos estaciones (como mínimo); una para las
salidas hacia el norte y sus llegadas, y otra al sur con el mismo cometido pero
dirigido, obviamente, al sur. Allí, tras tres horas de espera, cogimos el bus a
Kong Lor.
Al hacer el trayecto por el día
pudimos contemplar los verdes paisajes, que no cesan en este país; y casi a la
llegada, los baches, que hacían tambalear al bus, propiciaban las expresivas
risas de los nativos. La carretera se iba adentrando entre dos cordilleras
hasta que consiguió enrocarnos, y los pueblos-aldea que iban pasando eran cada
vez más básicos, más “Libro de la selva”. Y así nos sentíamos al llegar.
Habíamos leído que una de las
experiencias más chulas de esta zona es alojarse en una homestay o casa de locales para poder vivir más de cerca el país.
Así que cuando nos apeamos tras casi 20 horas de viajes en bus, desubicados por
no saber cómo encontraríamos casa, empezamos a andar por el pueblo, preguntando
en el inglés más gesticular y primigenio posible: “Homestay?”; los lugareños
señalaban con sus dedos el camino; “Mowglis” sin taparrabos correteaban por los
senderos embarrados; gallos y gallinas corrían a esconderse al paso de
cualquiera, cruzando espantados; y mientras tanto, la tormenta acechaba.
Al fin nuestros pasos toparon con
la mirada de un abuelito sonriente que desde su puesto de vigía nos hacía señas
para subir. Si el conductor de Mae Salong entendía poco, este no entendía nada;
eso sí, asentía y se reía continuamente; con lo que acabamos entrando en su
juego y sonreíamos también.
A los diez minutos nos trajo un
cesto con cuatro pulseras blancas; se sentó frente a nosotros y empezó una
especie de ritual, que más tarde averiguaríamos que se llama bąasǐi. La ceremonia se hace para atar a
los espíritus guardianes a las muñecas de los invitados; su nombre es traducido
como “llamada del alma” y suele celebrarse para desear salud y un viaje seguro.
Nuestro anfitrión empezó a recitar una oración mientras acariciaba nuestras
muñecas con las pulseras y cuando nos las ató, abrió el cesto, que contenía kòw něeo (un arroz especialmente
apelotonado para ser comido con la mano) esperando que empezásemos a comer. El
abuelito nos miraba y sonreía.
La noche ya era cerrada a las 19:30h
y el hombre nos hizo señas de que se iba a descansar; con la poca luz que había
en el pueblo tampoco había muchas más posibilidades, así que nos unimos. A las
22h empezó a llover torrencialmente hasta las 6h; tanto, que daba la sensación
de que la ducha de lluvia que parece exagerada en las películas, era
completamente real y por lo que oíamos, ocurría en ese momento. Nada hacía sospechar
que la mañana siguiente haría bueno y estaría despejado, pero así fue.
A las 6:30h nuestros cuerpos ya
estaban descansados, desayunando y una hora después salíamos a visitar Tham
Kong Lo, una cueva de 7km traspasada por un río por el que puede cruzarse a la
otra parte de la montaña.
El verde de los campos, luminoso
e inmaculado tras la limpieza a fondo nocturna, nos daba la bienvenida con su
refrescante olor a recién regado; su color alfombraba la cordillera de montañas,
una de las cuales, exhibicionista, deja sus entrañas a la vista de quien quiera
cruzarla.
Llegamos tan pronto, que íbamos
guiados por el camino a la entrada de la cueva por los barqueros que empezaban
su jornada; laosianos que conocen a la perfección cada recoveco del ojo de la
aguja que enhebran de turistas, día a día, con sus barcas.
Nos adentramos con una italiana
que viajaba sola y con la que volveríamos a coincidir en Pakse; las linternas
iluminaban las paredes de la garganta, abierta incansablemente en un “aaah”
cuya voz era la corriente del río. La cueva escondía las agallas,
pudorosa, con su oscuridad, y sólo las luces podían explorar las dimensiones de
catedral subterránea de las que podía presumir.
A la ida, la barcaza paró en un
islote para apearnos a descubrir en tierra firme los órganos creados con caliza
y tesón. Columnas de estalactitas y estalagmitas construidas gota a gota; un
paisaje sobrecargado de gotelé en el techo; velas y cirios ya desgastados y
petrificados como exposición.
La vuelta fue más movida; quizás
porque al barquero le costó más readaptarse a la oscuridad tras salir a la luz
exterior, quizás porque la corriente del río iba ahora a nuestro favor y la
velocidad de la barca era mayor; el caso es que hubo un momento en que tras chocarnos
con una de las paredes, nos acercábamos peligrosa y rápidamente al hueco que
había entre un tronco clavado verticalmente con la pared derecha; había
calculado mal la ruta y nos preparó con un “oh oooh…” para lo peor.
Afortunadamente, como en las películas de acción cuando un coche utiliza sus
dos ruedas laterales para salvar el obstáculo, la barca se ladeó lo suficiente
como para pasar sin volcar y sin tirarnos. Los cuatro empezamos a reír mientras
reencontraba la ruta y sólo quedó por pagar el precio del chaparrón que
producía pasar por debajo de las venas abiertas de ríos subterráneos y
acuíferos que vierten su lluvia vertical sobre el río de la cueva.
Una vez en tierra exterior, en la
orilla opuesta a la salida, solo quedaba remar; pero en algún momento el
barquero había perdido su remo. Su primer intento de remedio fue probar
utilizando sus dos chanclas, lo cual, por supuesto, no tuvo éxito; la segunda
fue probar un pedazo de bambú seco que partió para la ocasión y que se rompió a
la primera remada, desatando la risa del barquero; al tercer intento, justo a
tiempo para que no probase con un palo, un compañero le prestó su remo. Se
despidió de nosotros riendo y rehicimos el camino a la homestay para despedirnos del abuelito antes de salir empalmando
tuk-tuks hasta Tha Khaek desde donde salían los buses a Pakse.
En Tha Khaek teníamos cinco horas
de espera para poder coger el sleeping
bus a Pakse y evitarnos aparecer allí a las 3 de la mañana. Para que no
fuese interminable decidimos acercarnos al pueblo a cenar algo, aunque la guía
marcase que estaba a 3km, pues normalmente, de camino, siempre hay algún
puestecito de comida callejera. Pero en esta ciudad no cayó esa breva. Empezaba
a anochecer y estábamos en una carretera rodeada de garajes para camiones y perros
ladrando. Tras tres cuartos de hora con las mochilas a cuestas, apareció un restaurante
de paso; no esperamos ni a comprobar el menú. Absolutamente nadie hablaba un
mínimo de inglés, así que volvimos a los gestos. Nos enseñaron un cesto de kòw něeo, asentimos; nos señalaron un
plato de verduras en una imagen de google desde el móvil, tenía buena pinta,
volvimos a asentir; y para beber, una Beerlao,
que eso se entiende.
La comida estaba buenísima (especialmente
las verduras), pero estaba tan repleta de guindillas que parecía un plato de
guindillas con verduras en salsa de soja. Al acabar les preguntamos si podían
llamarnos a un tuk-tuk porque ya era noche cerrada y el camino por carretera estaba
inundado de camiones. Menos mal que algunos gestos son universales… Eso sí, la
mujer seguía hablando en laosiano como si le entendiésemos y ella sonreía, toda
feliz.
Una vez en el tuk-tuk, a punto de
dejar atrás Tha Khaek, descubrimos cómo usar las luces de posición cuando tu
moto no dispone de ellas: pide a un compañero que suba y que aguante la
linterna por ti.
Y es que a veces nos complicamos mucho. Viajando uno entiende que para comunicarse sólo son necesarias cuatro cosas. Las tres primeras se aprenden y son universales aunque cambie el envoltorio: se aprende a saludar, a despedirse y a dar las gracias. La cuarta es lo que quizás trataba de atarnos nuestro anfitrión la primera noche; se lleva escrita en el alma y es la sonrisa, que aquí de eso son ricos.
Y es que a veces nos complicamos mucho. Viajando uno entiende que para comunicarse sólo son necesarias cuatro cosas. Las tres primeras se aprenden y son universales aunque cambie el envoltorio: se aprende a saludar, a despedirse y a dar las gracias. La cuarta es lo que quizás trataba de atarnos nuestro anfitrión la primera noche; se lleva escrita en el alma y es la sonrisa, que aquí de eso son ricos.
Ayer hice comentario y....no está. ..otras veces se duplica lo que pongo....enfin q no me aclaro.
ResponderEliminarVioleta y tú estáis geniales en las fotos....y siento la humedad del ambiente...jeje.
Además acabas con mensaje y...eso ya es lo más mi querido sobrino. Besos a los dos.