miércoles, 10 de agosto de 2016

Las huellas de Buda (Chiang Khong-Huay Xai-Río Mekong-Luang Prabang)

Con sólo el Mekong como frontera para acceder a Laos, madrugamos con el propósito de pasar cuanto antes los controles fronterizos, pues el slow boat desde Huay Xai (Laos) sale a las 11:30h. La culturista del restaurante nos había dicho que la oficina de inmigración tailandesa estaba cerca, y eso decía la guía. Nos pusimos los chubasqueros y las mochilas y empezamos a andar con la lluvia de incordio. 20 minutos más tarde nos decían en la oficina de inmigración que el nuevo puesto fronterizo se encontraba a 10 km en la dirección opuesta. Al segundo, un tuk-tukero se ofrecía a llevarnos por 200 bahts cada uno. Nos negamos en rotundo y cuando girábamos sobre nuestros pasos, aceptó los 50 por persona que le proponíamos.

Una vez en la nueva frontera, instalada tras la construcción de un “puente de la amistad”, uno de los funcionarios (primer paso para salir de Tailandia) se ofrecía a cambiarnos 2800 bahts por 70 dólares para pagar el visado, diciendo que en bahts nos pedirían 3000. Como a menudo, en los viajes has de tomar decisiones sin barajar la información completa. ¿Fiarse de que dice la verdad o saldremos perdiendo? Y en estos momentos debes decidir, pues los datos de la guía son limitados. Esta vez preferimos no aceptar el cambio. Con un pie fuera de Tailandia y en tierra de nadie hasta cruzar Laos, otra funcionaria nos hizo una nueva oferta que creíamos mejor: nos cambiaba 2340 bahts por 60 dólares, pues según decía, el visado era 30 cada uno.

Llegados al paso con Laos, el visado resultó ser 70 los dos y el tipo de cambio peor que el que nos proponían; resumen: hubiéramos salido ganado con el primero. Es lo que hay…

10h de la mañana. Estamos a unos cuantos kilómetros del muelle del que parten los slow boats pero el tuk-tuk nos pide 150000 kips a cada uno (unos 17 euros) por salir ya; eso o esperar a que se llene y pagar sólo 20000 cada uno (unos 2 euros). ¿Perder dinero y asegurarse llegar al bote o arriesgarse y esperar? Esta vez decidimos arriesgar. Pasaban muchísimos mochileros, pero todos tenían contratado el “bus turístic laosiano” que les llevaba directos al muelle. ¿Nos habíamos equivocado de decisión? Y en el último momento, 11h de la mañana, a punto de claudicar, aparecieron tres jóvenes que viajaban de forma independiente y querían coger el mismo barco.

A cinco minutos de que zarpase el slow boat, conseguimos comprar los billetes, dos bocatas y una Beerlao para el trayecto, que nos llevaría durante seis horas por el río Mekong, entre Laos y Tailandia hasta Pak Beng, camino de Luang Prabang.

Estábamos en el barco, sí, que era lo importante, pero llegados a la escala nos dijimos que a la mañana siguiente debíamos madrugar para conseguir mejores lugares desde los que poder disfrutar de las vistas y de las ocho horas que quedarían de navegación; pero por lo visto, 30 minutos antes no eran suficiente, pues el barco estaba ya casi lleno el día de después. Por suerte conseguimos dos lugares aceptables.

Las siguientes horas entre los turistas: libros de lectura para la espera y cabezas buscando el viento que regala la navegación. En el paisaje: troncos altísimos e irregulares, con bruma en sus copas; bosque frondoso, lleno de verdes oscuros, fosforescentes y hasta amarillos; árboles que no crecen paralelos sino casi en abanico, disputándose una vista privilegiada a la serpiente embarrada; ramas que crecen hacia abajo a modo sauce llorón y a ratos, calvos de la carne arcillosa de la tierra; bosque virgen. Cada cierto tiempo, una cabaña, una canoa. Hasta que el caudal empezó a ensancharse y llegamos a la antigua capital de Laos. Allí cenamos con vistas a la puesta de sol desde el río que nos había servido de carretera durante dos días. Al día siguiente el despertador sonaría a las 4:50h; era hora de descansar.

A las 5:30h, minutos antes de amanecer, las calles cercanas a los templos se llenan de un río muy diferente; filas de color anaranjado fosforescente: son los monjes, que en silencio hacen su procesión recopilando en sus cestas las ofrendas de los fieles; los cuales les esperan dispuestos en la calle con un cesto del que van sacando su limosna a repartir entre la hilera de monjes descalzos que pasan delante de ellos. “Tak Bat” es el nombre de esta ceremonia diaria, que va perdiendo su belleza con el inapropiado comportamiento de algunos turistas que acercan los objetivos de sus cámaras a la cara de los monjes, cegándolos con sus flashes. La calle desde que lo contemplamos estaba serena, por suerte; sólo paseando más allá podía verse este tipo de conducta.

Aprovechando la hora, nos acercamos al mercado matutino, desde el que no sólo se venden frutas, verduras y especies, sino también ranas, larvas de gusano, ratas asadas y jaulas de pájaros que utilizan en las ofrendas.


Tras una breve pausa en el hostal haciendo tiempo a que los templos abriesen, subimos al monte Phu Si, punto más alto desde donde se puede contemplar toda la ciudad.

Luang Prabang aún conserva reminiscencias de su pasado colonial francés; una de las más celebradas, además de la arquitectura, es la existencia de pan y bocadillos por las calles. Los templos también son diferentes con respecto a los tailandeses: son más sencillos en su decoración y más auténticos, pues muchos no están restaurados.

Bajando hacia los templos del sur, que no parecían tener nada de especial, fuimos atraídos por un cántico; y entrando en el Wat Aham nos encontramos con un grupo de monjes rezando al unísono sus oraciones. Nos sentamos detrás de ellos para que nuestras mentes se dejasen llevar por sus melodías. Saliendo renovados, acabamos el día paseando por el mercado nocturno.

A las 7:30 de la mañana del día siguiente, estábamos esperando un tuk tuk que habíamos negociado el día anterior por 40000 kips cada uno, para llevarnos a las cataratas Kuang Si. Cuando llegó, la oferta seguía en pie a pesar de nuestras dudas, pero insistía en ponerse el dedo en la boca indicándonos que era un secreto entre nosotros, pues a los siguientes que viniesen les pediría un precio mayor.

La parte positiva de madrugar es que te adelantas a los grandes grupos de turistas. Al entrar en el parque, nos recibía un centro de rescate de osos tibetanos que son confiscados a cazadores furtivos para mantenerlos allí en cautiverio a salvo de depredadores bípedos. Llegamos a la hora en que les dan de comer, por lo que parecían dar la bienvenida mostrando sus habilidades para encontrar la comida donde se la habían escondido.

Las Tat Kuang Si, unas cataratas de 50 metros de altura, recuerdan a uno la espectacularidad de la naturaleza y la pequeñez del hombre. Pudimos disfrutar de los interminables saltos casi en solitario y las ascendimos y descendimos rodeándolas, comprobando la fuerza del agua que, en estación de lluvias, inunda los caminos para acceder a lo más alto.

Una escalera para llegar era invadida por un torrente que escapaba al caudal central. Pasar por allí notando la fuerza sumativa de las libertades de lo que fueron gotas separadas, no sólo era refrescante sino un aliento natural a seguir subiendo sin saber si podríamos colonizar la cima. Cuando nuestro sudor ya era parte del río que saltaba al vacío desde arriba, descendimos por una cuesta embarrada para comprobar como los que ahora habían colonizado la base, eran los otros turistas.

Nos quedaban unas horas en la ciudad y Shu, el recepcionista del hostal, se ofreció a llevarme en moto hasta la estación, mientras Violeta esperaba, para comprar los billetes del sleeping bus que salía a las 20:30. Gracias a eso, el resto del tiempo pudimos aprovecharlo para ver lo último que nos quedaba de la ciudad: la “huella” de Buda, una huella en la roca del tamaño de una persona tumbada.

Pero la verdadera huella está en la entrada, con los monjes que esperan la llegada del turista para poder conversar y practicar su inglés. Estuvimos charrando con ellos un rato, con vistas al Mekong y descubriendo que quizás no haya tantas cosas que nos unen, pero seguro que son más profundas e importantes que las que nos separan: el deseo de aprender, de conectar, de viajar… en definitiva, de salir de uno mismo y descubrir lo que espera fuera.

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