Con sólo el Mekong como frontera
para acceder a Laos, madrugamos con el propósito de pasar cuanto antes los
controles fronterizos, pues el slow boat
desde Huay Xai (Laos) sale a las 11:30h. La culturista del restaurante nos
había dicho que la oficina de inmigración tailandesa estaba cerca, y eso decía
la guía. Nos pusimos los chubasqueros y las mochilas y empezamos a andar con la
lluvia de incordio. 20 minutos más tarde nos decían en la oficina de
inmigración que el nuevo puesto fronterizo se encontraba a 10 km en la
dirección opuesta. Al segundo, un tuk-tukero se ofrecía a llevarnos por 200
bahts cada uno. Nos negamos en rotundo y cuando girábamos sobre nuestros pasos,
aceptó los 50 por persona que le proponíamos.
Una vez en la nueva frontera,
instalada tras la construcción de un “puente de la amistad”, uno de los
funcionarios (primer paso para salir de Tailandia) se ofrecía a cambiarnos 2800
bahts por 70 dólares para pagar el visado, diciendo que en bahts nos pedirían
3000. Como a menudo, en los viajes has de tomar decisiones sin barajar la
información completa. ¿Fiarse de que dice la verdad o saldremos perdiendo? Y en
estos momentos debes decidir, pues los datos de la guía son limitados. Esta vez
preferimos no aceptar el cambio. Con un pie fuera de Tailandia y en tierra de
nadie hasta cruzar Laos, otra funcionaria nos hizo una nueva oferta que
creíamos mejor: nos cambiaba 2340 bahts por 60 dólares, pues según decía, el
visado era 30 cada uno.
Llegados al paso con Laos, el
visado resultó ser 70 los dos y el tipo de cambio peor que el que nos
proponían; resumen: hubiéramos salido ganado con el primero. Es lo que hay…
10h de la mañana. Estamos a unos
cuantos kilómetros del muelle del que parten los slow boats pero el tuk-tuk nos pide 150000 kips a cada uno (unos 17
euros) por salir ya; eso o esperar a que se llene y pagar sólo 20000 cada uno (unos
2 euros). ¿Perder dinero y asegurarse llegar al bote o arriesgarse y esperar?
Esta vez decidimos arriesgar. Pasaban muchísimos mochileros, pero todos tenían
contratado el “bus turístic laosiano” que les llevaba directos al muelle. ¿Nos
habíamos equivocado de decisión? Y en el último momento, 11h de la
mañana, a punto de claudicar, aparecieron tres jóvenes que viajaban de forma
independiente y querían coger el mismo barco.
A cinco minutos de que zarpase el
slow boat, conseguimos comprar los
billetes, dos bocatas y una Beerlao
para el trayecto, que nos llevaría durante seis horas por el río Mekong, entre
Laos y Tailandia hasta Pak Beng, camino de Luang Prabang.
Estábamos en el barco, sí, que
era lo importante, pero llegados a la escala nos dijimos que a la mañana
siguiente debíamos madrugar para conseguir mejores lugares desde los que poder
disfrutar de las vistas y de las ocho horas que quedarían de navegación; pero
por lo visto, 30 minutos antes no eran suficiente, pues el barco estaba ya casi
lleno el día de después. Por suerte conseguimos dos lugares aceptables.
Las siguientes horas entre los turistas:
libros de lectura para la espera y cabezas buscando el viento que regala la
navegación. En el paisaje: troncos altísimos e irregulares, con bruma en sus
copas; bosque frondoso, lleno de verdes oscuros, fosforescentes y hasta amarillos;
árboles que no crecen paralelos sino casi en abanico, disputándose una vista
privilegiada a la serpiente embarrada; ramas que crecen hacia abajo a modo
sauce llorón y a ratos, calvos de la carne arcillosa de la tierra; bosque
virgen. Cada cierto tiempo, una cabaña, una canoa. Hasta que el caudal empezó a
ensancharse y llegamos a la antigua capital de Laos. Allí cenamos con vistas a
la puesta de sol desde el río que nos había servido de carretera durante dos
días. Al día siguiente el despertador sonaría a las 4:50h; era hora de
descansar.
A las 5:30h, minutos antes de
amanecer, las calles cercanas a los templos se llenan de un río muy diferente;
filas de color anaranjado fosforescente: son los monjes, que en silencio hacen
su procesión recopilando en sus cestas las ofrendas de los fieles; los cuales
les esperan dispuestos en la calle con un cesto del que van sacando su limosna
a repartir entre la hilera de monjes descalzos que pasan delante de ellos. “Tak
Bat” es el nombre de esta ceremonia diaria, que va perdiendo su belleza con el
inapropiado comportamiento de algunos turistas que acercan los objetivos de sus
cámaras a la cara de los monjes, cegándolos con sus flashes. La calle desde que
lo contemplamos estaba serena, por suerte; sólo paseando más allá podía verse
este tipo de conducta.
Aprovechando la hora, nos
acercamos al mercado matutino, desde el que no sólo se venden frutas, verduras
y especies, sino también ranas, larvas de gusano, ratas asadas y jaulas de pájaros
que utilizan en las ofrendas.
Tras una breve pausa en el hostal
haciendo tiempo a que los templos abriesen, subimos al monte Phu Si, punto más
alto desde donde se puede contemplar toda la ciudad.
Luang Prabang aún conserva
reminiscencias de su pasado colonial francés; una de las más celebradas, además
de la arquitectura, es la existencia de pan y bocadillos por las calles. Los
templos también son diferentes con respecto a los tailandeses: son más
sencillos en su decoración y más auténticos, pues muchos no están restaurados.
Bajando hacia los templos del
sur, que no parecían tener nada de especial, fuimos atraídos por un cántico; y
entrando en el Wat Aham nos encontramos con un grupo de monjes rezando al unísono
sus oraciones. Nos sentamos detrás de ellos para que nuestras mentes se dejasen
llevar por sus melodías. Saliendo renovados, acabamos el día paseando por el
mercado nocturno.
A las 7:30 de la mañana del día
siguiente, estábamos esperando un tuk tuk que habíamos negociado el día
anterior por 40000 kips cada uno, para llevarnos a las cataratas Kuang Si. Cuando
llegó, la oferta seguía en pie a pesar de nuestras dudas, pero insistía en
ponerse el dedo en la boca indicándonos que era un secreto entre nosotros, pues
a los siguientes que viniesen les pediría un precio mayor.
La parte positiva de madrugar es
que te adelantas a los grandes grupos de turistas. Al entrar en el parque, nos
recibía un centro de rescate de osos tibetanos que son confiscados a cazadores
furtivos para mantenerlos allí en cautiverio a salvo de depredadores bípedos. Llegamos a la hora en que les dan
de comer, por lo que parecían dar la bienvenida mostrando sus habilidades para
encontrar la comida donde se la habían escondido.
Las Tat Kuang Si, unas cataratas
de 50 metros de altura, recuerdan a uno la espectacularidad de la naturaleza y
la pequeñez del hombre. Pudimos disfrutar de los interminables saltos casi en
solitario y las ascendimos y descendimos rodeándolas, comprobando la fuerza del
agua que, en estación de lluvias, inunda los caminos para acceder a lo más
alto.
Una escalera para llegar era
invadida por un torrente que escapaba al caudal central. Pasar por allí notando
la fuerza sumativa de las libertades de lo que fueron gotas separadas, no sólo
era refrescante sino un aliento natural a seguir subiendo sin saber si
podríamos colonizar la cima. Cuando nuestro sudor ya era parte
del río que saltaba al vacío desde arriba, descendimos por una cuesta embarrada
para comprobar como los que ahora habían colonizado la base, eran los otros
turistas.
Nos quedaban unas horas en la
ciudad y Shu, el recepcionista del hostal, se ofreció a llevarme en moto hasta
la estación, mientras Violeta esperaba, para comprar los billetes del sleeping bus que salía a las 20:30.
Gracias a eso, el resto del tiempo pudimos aprovecharlo para ver lo último que
nos quedaba de la ciudad: la “huella” de Buda, una huella en la roca del tamaño
de una persona tumbada.
Pero la
verdadera huella está en la entrada, con los monjes que esperan la llegada del
turista para poder conversar y practicar su inglés. Estuvimos charrando con
ellos un rato, con vistas al Mekong y descubriendo que quizás no haya tantas
cosas que nos unen, pero seguro que son más profundas e importantes que las que
nos separan: el deseo de aprender, de conectar, de viajar… en definitiva, de
salir de uno mismo y descubrir lo que espera fuera.
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