Todo parecía más sencillo (siempre
lo parece); google maps marcaba dos
minutos andando desde donde nos dejaba el sleeping
bus que habíamos cogido en Phnom Penh hasta nuestro hostal; las fotocopias
que llevábamos de Camboya no incluían mapa de Siem Reap, así que nos habíamos
hecho un croquis de cómo llegar. El problema, que aún no habíamos descubierto,
es que no estábamos donde creíamos, por lo que los dos minutos se convirtieron
en una hora y media dando vueltas, preguntando aquí y allá. El segundo
obstáculo venía por parte del hotel, pues muy pocas personas parecían
conocerlo; por suerte, los camboyanos son muy amables y un hombre que usó su GPS
nos hizo llegar a la calle en cuestión; pero la subimos y bajamos, y no había
cartel por ningún lado. En una gasolinera, un chaval trató de echar un cable
llamando al hotel, pero nadie lo cogía; subió a la moto siguiendo la señal de GPS;
había un restaurante. Se disculpó por no ser de más ayuda pero no entendía
nada; si habíamos reservado en Booking
el hotel debería existir. Nos señaló el lugar donde debería de estar (entre una
escuela y un orfanato) y entramos a preguntar en “otro” hotel. Resulta que
habían cambiado el nombre en la web pero seguía siendo la señalización antigua;
muy útil…
Dejamos las cosas y fuimos a
alquilar unas bicis para recorrer Angkor. Regateamos el precio y en seguida estábamos
pedaleando sobre unas mountain bike,
acercándonos al tercer inconveniente: tras 20 minutos en bicicleta, en el check point nos informan que a 8 km en
la otra dirección es donde se compran las entradas. “¿No habéis visto la señal?”, parece sorprenderse el policía al
tiempo que nos ofrece un tuk-tuk para
llevarnos hasta allí. Efectivamente, la venta de entradas estaba a tomar
viento; menos mal que aceptamos dejar las bicis allí y hacer uso del fortuito
taxista que esperaba; eso sí, no había rastro de “la señal”.
Por fin, a las 10h entrábamos en
el recinto de Angkor, ruinas de lo que fue el reino jemer entre los siglos IX y
XVI, cuando fue abandonado, engullido por la jungla que lo rodea permaneciendo
tres siglos escondido hasta su redescubrimiento. La visita a los templos
principales se divide en dos circuitos: uno de aproximadamente 15 kilómetros y
otro de unos 26. Pudimos aprovechar el tiempo y hacer el circuito corto antes
de que se hiciese de noche.
Las dimensiones de Angkor Wat son
espectaculares; primero se cruza por un paso elevado que atraviesa el foso, y
al entrar en el templo, las tres torres erigidas en honor a Visnu reciben al
viajero imprimiendo en su retina, ahora en vivo y en directo, la famosa imagen
que tantas veces había soñado con tener delante.
Y no se malinterprete, el templo
es impresionante, pero su fotografía de entrada está tan manida que sorprende
poco; da más sensación de reencontrarse con un viejo conocido que de descubrir
una maravilla. Lo que llama la atención sobremanera es su detallado interior;
los bajorrelieves de apsaras (bailarinas
celestiales) y motivos florales que decoran casi cualquier rincón.
Bayón, sin embargo, sí que tiene la
magia de la sorpresa (al menos para nosotros); ubicada en el centro de Angkor
Thom (una ciudad fortificada), el templo está regado de 54 torres talladas con
200 rostros de Avalokiteshvara que observan el recinto desde todos los ángulos
posibles como si de cámaras de seguridad se tratasen. Las caras, cubiertas
algunas de ellas de un verde óxido adquirido con
el tiempo, dan una idea del poder que llegó a concentrar el reino.
Por la noche, parece que está
habitado por monos, porque tanto al amanecer como al atardecer los encontramos
por la carretera volviendo o viniendo de los árboles que rodean al templo.
Disfrutamos brevemente de la
puesta de sol frente a Angkor Wat y emprendimos el camino de vuelta. Alquilamos
una moto para hacer el circuito largo al día siguiente y nos fuimos pronto a
descansar para poder empezar nuestro segundo día viendo amanecer sobre Angkor
Wat.
El sol se daba paso entre las
nubes, convirtiendo las tres largas sombras difusas, en las tres conocidas torres
dándoles nitidez. Nuestro mirador desde las 5h era perfecto hasta que una
pareja de guiris decidió fastidiarnos
a todos la foto y plantarse en medio, sonrientes, inmóviles y sin importarles
que todo el mundo hubiese respetado el turno de llegada. Amaneció nublado y con
las primeras luces tenues comenzamos nuestro circuito para poder visitar Ta
Prohm relativamente solos.
Antes de la colonización francesa,
los templos de esta parte sufrieron una colonización más lenta pero también más
bella: la perpetrada por los ficus y los árboles que hunden sus raíces entre
las piedras y los muros; esta imparable conquista silenciosa puede disfrutarse
sobre todo en los templos Ta Prohm, Ta Som y Preah Khan.
En el primero están los más
populares pero no los más fotogénicos; pues la afluencia de visitantes ha
supuesto que haya cuerdas que separen al viajero del árbol. Caminando por estos
parajes, mientras muchos de los turistas vuelven a desayunar a Siem Reap, uno
se siente Indiana Jones; incluso parece que vaya a salir Tomb Raider de alguna
de las puertas adornadas de raíces-liana.
En Ta Som, los pasadizos
desembocan en una salida con sombrero vegetal. Parece que las apsaras talladas de estos templos muevan
sus caderas y manos en imágenes congeladas, pintadas de verdes, grises y
morados; y parece también que la jungla esté dormida, posando para la foto;
pero aunque controlada, avanza extendiendo sus enmarañados músculos.
En un muro olvidado, derruido de Preah
Khan, un árbol teje su telaraña de madera en abstractas figuras, posándose
paciente cual pulpo; abrazando a la roca que le obstaculiza el camino hacia los
nutrientes, esquivándola y alargando sus tentáculos hasta llegar a tierra
firme.
Y ésta es la magia de Angkor: el
ver cómo la vida se abre paso ante lo olvidado; cómo recupera, vencedora, su
espacio. No había mejor manera de despedirnos de Camboya que comprobando que
sus raíces, como sus gentes, se comportan igual.
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