Egilsstadir no es una ciudad bonita pero es una ciudad práctica
para visitar los fiordos. Como nuestro tiempo aquí era limitado, elegimos visitar
el Seydisfjördur.
Menos de 30km nos separaban de él, pero 600 metros de altitud a superar, hacían
demasiado grande esa separación. Llovía un poco y el bus no salía hasta tarde,
así que decidimos hacer autostop. No pasaron más de 10 minutos cuando un 4x4 paró a nuestro
lado invitándonos a subir. Lo conducía un ingeniero checo de unos 40 y pelo
enmarañado, al que llamaremos él y le
acompañaba una checa de unos 20 con rastas, que estaba haciendo unas prácticas
en una galería de arte, a la que llamaremos ella.
Ambos residían en la isla y se habían conocido cuando él recogió a ella de la
misma manera que hacía ahora con nosotros. Nos dejaron en el pueblecito que
recibe el mismo nombre que el fiordo al que planta cara y nos despedimos.
Este pueblo es conocido por la cantidad de artistas que lo
habitan y por sus casas que alegran la vista con sus vivos colores, para que la
nieve en invierno no las condene a la invisibilidad. En el mismo tiempo que habíamos tardado en conseguir coche,
dimos la vuelta al pueblo y sin saber muy bien qué hacer, visitamos la
exposición que nos habían recomendado nuestros compañeros de viaje. En la puerta del edificio, estaban él y ella charlando con
un chico con pintas de español llamado Guille. A éste, también lo había
recogido nuestro conductor, mientras hacia dedo. Nos pusimos a hablar y ella,
nos invitó a un café en su estudio. Es curioso lo de los nombres y los viajes; muchas veces te
cruzas con gente de la que no conoces ni el nombre y sin embargo, la
conversación y las palabras te permiten hacer un dibujo de su alma. En el café todos
juntos trazamos un plan: Cuando ella
acabara de trabajar a las 18h, iríamos todos en el coche. Ellos a otro fiordo a
continuar un viaje que improvisaban sobre la marcha, y nosotros de vuelta a
Egilsstadir. Y ahí estábamos los cinco, hablando y haciendo planes, sin
conocer nuestros nombres, con él como
nexo de unión, imbuidos del aura artística de Seydisfjördum,
apoyando nuestras tazas de café sobre una mesa llena de pegotes de pintura como
si de una paleta se tratara.
Como quedaba mucho tiempo hasta las 18h fuimos a visitar Tvísöngur, una construcción que había a
las afueras de la ciudad, en la que la acústica hacía magia y permitía a dos
personas susurrarse al oído, mirando a la pared y dándose la espalda. Al salir
vimos a Guille, un madrileño que está viajando durante un mes alrededor de la
isla de autostop, y recogiendo arándanos como una cabra montesa, ensimismado en
su objetivo, estaba él.
Intentamos hacer autostop de nuevo para recorrer el fiordo,
pero esta vez no hubo éxito y después de una hora, con el frío tocándonos los
huesos, volvimos a nuestra casa de Seydisfjördum.
La exhibición de arte moderno que acogía, era sobre las Hiperbóreas, un lugar más allá del viento boreal del norte, que el
poeta griego Pindar definió como idílico, donde la gente vive en completa
felicidad y el sol ilumina 24h. Fotos y vídeos acompañaban a un palé iluminado que
había sido el escenario de una performance y pedía a gritos ser usado,
como banda sonora, un hombre cantaba una y otra vez repitiendo las mismas
palabras acompañadas de una pegadiza melodía “Oh why do I keep hurting you”
en un loop interminable,. Dimos una vuelta a la exposición y matamos el tiempo.
Cuando llegó la hora, subimos al coche; viajábamos juntos sin conocer nuestros
nombres, admirando el paisaje recubierto de cascadas y hablando al enfilar la
bajada, sobre la superstición islandesa y sus creencias en elfos, espíritus,
monstruos…y es que Egisstadir está rodeada por un lago que dicen, es habitado por
un monstruo como el del Lago Ness. En el camping se separaban nuestros caminos y nos
despedíamos con abrazos de nuestros amigos desconocidos.
El día siguiente empezó con lluvia una vez más. El bus
abarrotado de gente de caras conocidas hacía su primera parada. Detifoss es una cascada de 44 metros que alberga el título de
“cascada de mayor volumen de Europa”, cada segundo se precipitan 193 m³ de agua al vacío. Ver tal
espectáculo era ver el poder de la naturaleza, su belleza mezclada con la
brutalidad de la fuerza cruda.
Selfoss, sin embargo era más suave pero a lo lejos,
extremadamente bella por el paisaje con el que se vestía. Tenía ese velo de
irrealidad que tienen algunas obras de arte de la naturaleza. Islandia es un
museo repleto de este tipo de obras.
La región de Myvatn
es geológicamente rica, llena de campos de lava, pseudo cráteres, pozas de
barro, fumarolas y cómo no, el característico olor a huevo podrido del azufre.
Antes de acampar, visitamos Hverir, un lugar repleto de fumarolas, con algún que otro lodo
burbujeante, rodeados todos ellos por un paisaje de tonos ocres y amarillos.
Nos hubiéramos quedado un poco más de no ser por la temperatura y la amenaza de
lluvia. Fue montar la tienda, y empezar a llover, así que comimos y
esperamos con los dedos cruzados a que parase. Afortunadamente a las 17h nos
dio un respiro y pudimos visitar la zona.
Paseamos por los campos de lava de Dimmuborgir con sus
formaciones oscuras y su césped verde claro; subimos el volcán Hverfjall, un cráter casi simétrico de
2700 años de edad en el que nos visitó la golden
hour. Sólo nos quedaba visitar la cueva en la que John Snow pierde la virginidad en Game of Thrones, y entonces empezó a lloviznar, regalándonos un
atardecer coronado por un arco iris completo que cubría el Hverfjall.
Mientras
nos alejábamos con las bicis una familia se abrazaba feliz viendo el regalo que
nos hacían la lluvia y el sol. El cielo quiso aportar algo y se tiñó de una
naranja que efectivamente contagiaba felicidad y plenitud. Debíamos andar cerca
de las Hiperbóreas.
“Neither by land nor by water, will you find
the road to the Hyperboreans” Friedrich Nietzsche.
Que pasada....increíbles fotos,paisajes y relatos. Besos.
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