Comenzamos nuestra visita a
Chiang Mai planificando el recorrido mientras desayunábamos en el Green Tulip,
nuestro hostel; y buscando la manera
de salir al día siguiente al Wat Phra That Doi Suthep, se nos presentó Stella,
una trabajadora del hostal, con la cara maquillada de blanco y una sonrisa
perpetua ofreciendo la excursión por 600 bahts cada uno (unos 15 euros).
Decidimos esperar, ver qué proponía la ciudad y tomar la decisión más adelante.
La parte antigua de Chinag Mai,
donde nos alojábamos, es una ciudad repleta de los típicos templos tailandeses
(algunos con chedis incluidas en su
recinto), con sus tejas de colores en sus tres tejados superpuestos, a cada
cual más pequeño, sus filigranas en forma de llamas, sus nagas (serpientes-dragón que flanquean la entrada), sus Budas y sus
monjes. Los colores se intercalan especialmente en puertas, ventanas y pilares
interiores de forma caleidoscópica en espejos-celofán azules, verdes, rojos y amarillos, predominando
como nexo común el dorado.
En Chiang Mai además, los monjes
suelen estar interesados en aprender inglés; así que muchos de estos templos
ofrecen charlas con ellos; el único inconveniente es que su marcado acento
suele complicar en ciertos momentos lo que podría ser una conversación
distendida. En el Wat Chedi Luang nos sentamos a la sombra con un grupo de tres
monjes, uno de ellos novicio, a que nos explicaran algunas dudas que teníamos
sobre el budismo (las distintas posiciones de la mano de Buda, los méritos, el
porqué del color naranja de sus túnicas, etc.). El encuentro fue agradable,
pues las ganas de comunicarse, la tranquilidad con la que hablan y el hecho de
que no paren de sonreír, anima a seguir preguntando y aprendiendo.
Vistos los templos principales,
volvimos a descansar un rato antes de salir de nuevo a visitar el mercado
nocturno, siendo bienvenidos por un “Kikaaaaaaa” lleno de efusividad de Stella
al vernos llegar, en un intento fallido de pronunciar mi nombre con su sonrisa
empolvada.
Como era domingo, se celebraba el
mercado más importante de la semana: el Sunday Market; donde las calles se
llenan de abundantes puestos de venta, grupos de invidentes actuando a cambio
de donativos y mucha, muchísima gente paseando. Se vende de todo: ropa y
artesanía; insectos comestibles; jabones tallados en forma de frutas, flores o
verduras; arroces con tintes; sushi; heces falsas “como decoración”… casi
cualquier cosa.
Para acabar la noche, nos topamos
con el Wat Phan Tao iluminado, un templo de madera de teca que junto con el
ambiente que confería el mercado nocturno se convertía sin duda en lo mejor de
la ciudad.
Al día siguiente nos dispusimos a
hacer la excursión al Doi Suthep por nuestra cuenta, ¡y menos mal!, pues de los
600 bahts que nos pedía Stella, ¡se redujo a 160! (unos 4 euros). La furgoneta
compartida nos dejó a los pies de 306 escalones que nos llevarían a lo alto del
wat, templo que guarda unas reliquias
de Buda y cuya ubicación fue elegida donde el elefante blanco que las transportaba
murió.
El templo es chulo, pero cuando
ya has visto varios parecidos, no tiene nada de especial más que las vistas
panorámicas de Chiang Mai y poder presenciar cómo las familias suben a
presentarle sus plegarias o agradecimientos a Buda, por intercesión de algún monje,
para luego ser rociados de agua con unos ramilletes de algo parecido al esparto.
Al bajar, negociamos con la
conductora que nos acercase al Talat Warorot, un mercado de dos edificios cerca
del barrio chino, cuyos alrededores están flanqueados por más puestos, la
mayoría de comida; para luego seguir desde allí nuestra ruta.
Lo último que nos quedaba ese día
era visitar el Wat Suan Dok (un templo que no tiene nada remarcable en comparación
con los demás), apartado al oeste de la zona antigua; pero antes quisimos refrescarnos
con un smoothie de mango que nos vino
que ni pintado, pues justo en el momento en que entrábamos en el local, empezó
a llover.
El último día en Chiang Mai, tras
hacer el check-out y dejar las mochilas
en el hostel, por fin nos fuimos a
dar un capricho tailandés con las presas del correccional, que tiene un
programa de reinserción chulísimo para mujeres que están a punto de acabar su
condena. Para poder hacerlo a la misma hora, pues están muy solicitadas,
Violeta se hizo un masaje tailandés y yo uno de pies. Como ya había probado
anteriormente el dolor del masaje nacional, disfruté del mío mientras veía a la
pobre Violeta siendo torturada “dulcemente”.
Para acabar nuestra estancia y
antes de coger el bus a Chiang Rai, visitamos, con los músculos más relajados, el
Wat Sisuphan; un templo al sur de la ciudad que está cubierto por completo de
plata; eso sí, Violeta tuvo que conformarse con las vistas exteriores, pues la
tradición budista Lanna no permite mujeres en el interior del templo. Quedaba
el consuelo de poderlo ver a través de las fotos.
Una vez en Chiang Rai, sólo nos
quedaba la llegada a nuestra nueva guest
house, pero como no todo puede salir a pedir de boca, tras 4 horas de bus y
20 minutos de caminata hacia el nuevo hostel,
nos vimos ante las puertas cerradas del mismo, Violeta proyectando sus “Excuse
meeee?” “helloooooo?” hacia las ventanas superiores buscando que algún huésped se compadeciese y nos ayudase, y yo tocando a la puerta sin parar. Por suerte, a los 5 minutos de
hacer el paripé para el vecindario (pero sin recibir respuesta de ningún vecino),
aparecieron en una moto los encargados del hostal pidiendo disculpas por la
demora y sonriendo. Así que seguimos el consejo de los pingüinos de Madagascar:
“Sonreíd y saludad”.
Que bueno Enrique. ..menos mal que os abrieron..jeje. oye eres malo....ese masaje debió dejar a Violeta....medio muerta.
ResponderEliminarBesos a los dos