lunes, 29 de agosto de 2016

Outside is in (Hjalli-Reykjavík)

Sólo 50km nos separaban de la meta final de nuestro Tour d’Island. Y los primeros 15km fueron todo un reto. Seguimos una carretera que parecía haber sido bombardeada y con nuestras bicis jugamos al buscaminas, intentando evitar caer en los baches. Una vez superada esta prueba, nos sentimos pilotos de aviones, pues las ruedas devoraban el firme asfalto y avanzaban zumbando a toda velocidad. Nos encontrábamos recorriendo los mismos kilómetros que nos habían iniciado en este viaje. Los que nos habían hecho sufrir la primera etapa nos parecían ahora pan comido. Para entrar a Reykjavík sin embargo, decidimos ahorrarnos nuestra primera hazaña y cambiar los 5km de autopista, por un carril bici que había que ir buscando como si de un GR de montaña se tratase.

Llegamos victoriosos a la capital que nos acogía, cómo no nublada, pero nadie estaba esperándonos en el podium ni con el ramo de flores para celebrar nuestros 800km. Aparcadas las bicis de manera definitiva, aprovechamos para descansar y reponer fuerzas en el camping, que a pesar de estar superpoblado y tener un aire de hostel internacional, tiene unas instalaciones increíbles.

Nos hemos hecho asiduos a la piscina contígua de Laugardalslaug. Hemos redescubierto las calles de la ciudad, vuelto a pasear por el lago Tjörnin, que hacía de espejo donde se miraban coquetos el Ráðhús (ayuntamiento), y algunas casas privilegiadas. Hemos descubierto el excepcional Museo Nacional que cuenta la historia de la Isla de manera interactiva y muy completa.

En la faloteca lucen orgullosos, sumergidos en formol, los penes de todas las especies animales que se encuentran en Islandia, excepto uno. Este curioso museo es fruto del duro trabajo de recolección de un profesor fascinado por los órganos de reproducción masculinos. Los hay de todos los tamaños y colores, desde la inmensidad del cachalote hasta la nimiedad (con todos mis respetos) que porta el ratón. No contento con tanto pene, la colección incluye juguetes, reproducciones, fotos, arte... todos ellos dedicados a tan estimado aparato reproductor masculino. El único pene que no se puede ver todavía, es el del Homo Sapiens Sapiens, y digo todavía porque ya hay varias cartas de posibles donantes. 


Hemos visitado también la iglesia que corona la ciudad, con su altura de más de 70 metros y su posición en lo alto de una colina. Su arquitecto, en un arrebato Gaudiano quiso imitar la naturaleza islandesa y a sus columnas de basalto y de ahí que sea escalonada. Esta iglesia luterana impacta desde fuera y contrasta con su humilde interior, sólo adornado por un enorme órgano.
Delante de ella, dándole la espalda, se haya una estatua del primer hombre que pisó Ámerica. No señores, no es el famoso Colón, es Leífur Eríksson, el primer europeo en descubrir las Américas. Este vikingo las bautizó, sin embargo con el nombre de Vinlandia.

Como todo final de temporada que se precie, nuestro viaje también nos reservaba un par de cameos de gente que había formado parte de esta experiencia. Vimos más de una cara conocida y agradecimos con especial ilusión cruzarnos con Guille, compañero de aventuras en Seyðisfjörður, y con el americano de sonrisa a lo John Wayne.

El último día con las compras ya hechas, nos despedimos de la ciudad e hicimos cola para no perdernos una delicia culinaria islandesa: El ¡hot dog! El plato más asequible a los bolsillos. Acabamos con broche de oro nuestra estancia en la isla, yendo a la Blue Lagoon para ver atardecer.

De camino se atraviesa un paisaje lunar cubierto por una alfombra de musgo pálido, que invita a soñar despierto. Islandia tiene algo de mágico. No sé si son sus paisajes, si es la luz ártica arrojada sobre ellos, si son los seres ocultos que lo habitan o el Snæfellsjökull que los vigila a todos y se asoma a lo lejos, recordándonos que está cargado de una energía especial. El caso es que hay un aura mágica característica.

Marinamos nuestros cuerpos en el agua azul claro de la Blue Lagoon, abarrotada de turistas, que expulsa su aliento de 38º al cielo helado recubriéndolo todo de humo. Esta laguna, se nutre de las aguas sobrantes de la central de energía geotérmica de Svartsengi. Su color se debe a unas algas que en ella viven y al sílice que abunda y se deposita en el fondo. Ambos sirven a los turistas para maquillarse de zombies aplicándose una máscara facial. No ha sido la piscina que más nos ha gustado, ya que no ofrece opciones de diferentes temperaturas, pero no se puede negar que su color y sus alrededores, la hacen excepcional. Tanto es así que está entre las 25 maravillas del mundo.

Atardecimos a remojo y a las 22h nos fuimos camino al aeropuerto. El bus se adentraba una vez más en el páramo lunar, esta vez cubierto por la negrura de una noche que 30 días después, permitía al sol descansar un poco más de tiempo. El viaje llegaba a su fin y ahora  tocaba reposar los recuerdos, porque cuando se vive tan rápido, no se puede degustar el poso que es lo que da sabor a la infusión. Decimos adiós a un país en el que no hemos necesitado más billete que nuestra tarjeta de crédito y donde hay tanta seguridad que ni siquiera las cajas de bicis que trajimos, habían sido retiradas de su dormitorio durante un mes. Hemos vivido el país de la mejor manera posible: desde fuera, disfrutando y sufriendo el tiempo, saboreando a la gobernadora, la madre naturaleza, que te hace sentir tan pequeño y especial a la vez.

El aeropuerto se acercaba y viendo más cerca el calor del hogar, me vino a la cabeza un anuncio islandés que había visto unos días antes:

“Don’t mind the weather. Discover. Experience. Don’t stay inside. Inside is out. Outside is in.”


Deconstruyendo el paraíso (Krabi-Phi Phi-Krabi-Railay-Bangkok)

Llegamos a Krabi tras coger un ferry, un bus y una minivan; sólo habíamos valorado si hacer Pukhet o Krabi; de hecho, en ningún plan entraba ir a las islas Phi-Phi, porque creíamos que estarían sobreexplotadas; pero tras escuchar los consejos de algunos amigos, readaptamos los planes. Descansamos en Krabi y compramos los billetes para salir al día siguiente a Ko Phi-Phi Don, la única de las islas que ofrece alojamiento.

Llegamos a puerto de mañana; dejamos las mochilas en nuestra guest house y subimos las escaleras que llevaban al mirador que teníamos allí cerca. 

Para poder salir a Phi-Phi Leh, popular por ser el paisaje de la película La Playa, teníamos que comprar los billetes con tiempo para encontrar una buena oferta; y creíamos haberla encontrado, hasta que la mujer que atendía rompió a chillar, furiosa e indignada porque le preguntamos si podía hacernos descuento. Nos batimos en retirada y encontramos otra oficina por el mismo precio pero más cargada de amabilidad y positivismo.

Con los planes ya cerrados para el día siguiente, y cruzando los dedos para que las nubes aguantasen serenas, nos dirigimos paseando hacia Playa Larga, donde pudimos disfrutar de mejores vistas que las del mirador a la isla destino; desde allí vimos atardecer y dimos una vuelta por la ciudad para comprobar que si no tenía más vida por la noche, sí que se soltaba más el pelo que por el día.

Como ocurriese en Laos, la noche anterior a adentrarnos en Tham Kong Lo, el aguacero de la madrugada no auguraba una mañana posterior sin lluvias; sin embargo tuvimos suerte y a las 9h que salíamos del alojamiento, ni caía una gota de agua ni había nubes amenazadoras en el cielo.

El día amaneció soleado contra todo pronóstico y un long tail boat (las barcazas más fotografiadas de Tailandia, con sus telas atadas en cabeza) nos esperaba para partir. Haríamos cuatro paradas, empezando por Maya Beach, una playa de arena blanca y aguas turquesas que descansa frente a dos peñascos calizos llenos de verde. La imagen que uno imaginaría del paraíso.

Entramos por la otra parte de la bahía, viento en popa pero sin vela, y cual piratas, tuvimos que trepar por una red instalada para poder acceder más fácilmente desde el agua, a nado; colocada como ayuda o para reírse del guiri, pues con la marea, los turistas éramos estampados contra la tela de araña a la que la gente trataba, muchas veces en vano, de engancharse antes de poder subirla. Así que, patéticos piratas al abordaje, algunos raspándose con las rocas de coral sobre las que la marea nos mecía, todos tratábamos de conquistar la isla de la forma más digna posible. El día anterior nos habíamos comprado una bolsa estanca para transportar cámara y móvil secos hasta la otra orilla; pero aquí la mala suerte y el agua del mar se nos colaron y perdimos en el asalto los instrumentos testigo de la batalla; así que a partir de ahora, basten de imagen las palabras.

La playa guarda su tono paradisíaco-apartado; y si bien es cierto que las lanchas que atronan intermitentemente con sus motores para evitar quedarse varadas afean la estampa, aún esperábamos una imagen más superpoblada. Quizás favorezcan en este aspecto las pocas expectativas previas de encontrarnos solos, así que compartir esas arenas blancas con lo que podrían ser unas cien personas, no nos molestaba en absoluto.

Tras una hora de contemplación, el barquero nos llevó a hacer snorkel rodeados de arrecifes donde los invitados especiales esta vez fueron los peces globo, que se negaban a mostrarse en todo su esplendor. Habíamos visto la belleza desde la orilla, bajo el agua, y sólo quedaba saborearla in situ, flotando sobre el mar verde-azul, envueltos por peñones llenos de vida vegetal.

Acabamos la ronda haciendo parada en la Monkey Beach, riendo al ver cómo uno de los monos que dan nombre a esta playa asaltaba una barca llevando como botín una bolsa de papas y unas chocolatinas que paladeó, atrevido y desafiante, sentado sobre la cola que sobresale en las barcas, mientras los compañeros de la víctima trataban de impedirlo empuñando el palo de una GoPro.

Justo cuando volvíamos, el mar era agujereado a tiros por la lluvia que había accedido a esperar paciente para no aguar la fiesta. Despedimos las islas Phi-Phi, de vuelta a Krabi, orgullosos de nuestra suerte, la que no corrió nuestra cámara, pero que nos permitió acercarnos al Edén. O eso creíamos, pues Railay puede rivalizar merecidamente.

El día que nos quedaba en Krabi como base, también pintaba borrascoso, pero era un día entero y todo el mundo alababa Railay, por lo que quisimos jugárnosla y conocerlo a pesar de los pronósticos. Debemos tener una flor en el culo, porque volvió a salir el sol. 

Al lugar se llega únicamente en barco, a pesar de ser una península, porque los acantilados kársticos que lo encierran amurallan otra posible vía de acceso. Como paisaje se nos antojaba tan espectacular como Phi-Phi; pero ganaba en autenticidad en la playa Hat Phra Nang, por ofrecer más posibilidades de encontrarse uno a solas bañándose en las aguas verde jade y entre los islotes calizos que surgen a escasos metros de la costa.

Hay un mirador a mitad trayecto entre Railay East y West, cuya base es frecuentada por monos, al que se accede remontando el acantilado prácticamente escalando, agarrándose a una cuerda para evitar resbalarse con el barro del camino. Las vistas quitan el aliento, el poco que quedaba antes de llegar.

Decididos a aprovechar hasta el último momento de nuestra estancia, fuimos hacia Ton Sai Beach, con el tiempo un poco justo. Nos señalaron un camino que subía y bajaba por medio de la jungla y temimos no llegar; pero como digo, la suerte nos acompañaba y con la playa ya frente a nuestros ojos descubrimos un atajo que subía por la roca que separaba la playa de Railay West, decisivo para llegar a la hora en que zarpaba el último barco.

Un avión nos acercó hasta la capital tailandesa, último destino de nuestro viaje, donde sólo pudimos visitar el mercado de fin de semana de Chatuchak, porque nuestros cuerpos pedían reposo.

Ahora esperamos en el aeropuerto para volar a casa, con la mirada re-construida; pues viajar es deconstruir; abandonar los prejuicios culturales y reescribir sobre ellos. Atrás queda mes y medio de cruzar fronteras, de saborear cada lugar mentalmente hasta que va adquiriendo diferentes significados; porque pisar un nuevo país es darle eco al nombre en tu pensamiento para poder llenarlo de la esencia que lo diferencia de los demás; viajar es imbuirte de su cultura, aprender de su historia y empezar a entender cómo se comporta la gente según su pasado; viajar es coger agilidad en el cálculo de los cambios de moneda y aprender a utilizar sus billetes; descubrir los platos típicos, los precios, los horarios, las costumbres... en definitiva, viajar es convertir lo extraño en cercano y hacer del extranjero tu hogar. 


sábado, 27 de agosto de 2016

Rumbo a la Isla Tortuga (Bangkok-Surat Thani-Koh Tao)

Llegamos en vuelo a Bangkok, donde hicimos escala de un día para bajar al sur de Tailandia. La parada más cercana a la guest house nos dejaba a 20 minutos andando; por el camino decidimos parar en una oficina de turismo para preguntar cómo llegar a Koh Tao desde Surat Thani (donde aterrizaría el avión). Una mujer nos recibió con una sonrisa y nos invitó a sentarnos. Ya habíamos buscado opciones antes, así que cuando la vimos teclear en google nuestra duda (Ferries from Surat Thani to Koh Tao), supimos que no sería de gran ayuda. Empezó a decirnos que Koh Tao era precioso y no dejaba de señalar Ko Samui en un mapa renombrándola a lo indio y afirmando: “Koh Tao; Koh Tao”. Luego nos preguntó procedencia; Violeta le dijo “Spain”; se quedó pensativa, frunció el ceño y preguntó “Sapén?”; Violeta repitió “Spain”; la mujer negó con la cabeza sonriente y afirmó repetidamente “Sapén, Sapén”. Pues eso, Sapén. Nos inundó a folletos, cargándonos de consejos para visitar el país y trató de convencernos para que cogiésemos un bus hasta el alojamiento; es cierto que nos quedaba un rato, pero 15 minutos a lo sumo; lo que pasa es que en Tailandia, cada vez que hemos preguntado distancias nos han contestado con un “Ooooooh, so faaaa” (reconvertid la cuarta nota musical en un far). Llegamos a la casa con 15 folletos encima y planificamos el día para seguir conociendo la capital.

Empezamos por el Sri Mariamman, un templo de estilo tamil, con sus torres llenas de coloridos ninots hinduistas. Para llegar hasta esa zona quisimos probar con el autobús. Parecía que nos hubiésemos montado en una discoteca, pues con la música a todo volumen, el cobrador se iba al final del pasillo y a ritmo de rock se pegaba sus bailes mientras reíamos con su reflejo en las puertas abiertas del bus, sin  girar la cabeza para que no advirtiese que tenía público; cuando el rock se hacía balada, el turno era del conductor, que se desvivía cantando como cuando uno conduce solo. El trayecto se hizo breve.

Caminamos hasta el Parque Lumphini, un oasis de calma verde que no parecía cuadrar bien en medio del caos, los pitidos y el humo de Bangkok. En este recinto cerrado residen varanos (unos reptiles gigantes que campan a sus anchas sin necesidad de esconderse).

Seguimos el paseo por el parque, fijando especial atención en tratar de encontrar a estos lagartos, hasta que llegamos a una calzada donde resonaba la música techno y una mujer guiaba con pasos de aerobic al grupo que tenía delante. El grupo estaba compuesto tanto por lugareños como por extranjeros, todos intentando seguir el mismo ritmo con cuestionable resultado.

El atardecer nos encontró visitando los santuarios de Erawan y de Lingam; el primero se construyó para acabar con las desdichas que se sucedieron durante la construcción del hotel del mismo nombre; el segundo, para honrar a una diosa que concede fertilidad, por lo que está rodeado de ofrendas de falos de madera. Tras cenar en Sukhumvit, volvimos en autobús, coincidiendo con nuestro anterior conductor y su gogó, que nos dedicó una sonrisa al reconocernos.

La mañana siguiente llegamos a Surat Thani para empezar el recorrido hacia el sur desde Koh Tao; pero iríamos en el night boat y había que hacer tiempo porque íbamos cargados; nos fuimos a una heladería y probamos el helado de durian, una fruta asiática que desprende un olor tan intenso que en muchos lugares prohíben la entrada al local con ella; el sabor era fuerte y diferente, pero más suave de lo que amenazaba. Cenamos en el night market que había instalado al lado del puerto y zarpamos rumbo a la isla tortuga (que es la traducción de Koh Tao) en un barco con colchones completamente pegados unos a otros, tipo campamento.

Koh Tao nos recibía amaneciendo, pero no así su gente, o al menos la recepción de nuestra casa, que nos hizo esperar una hora sentados fuera; en la isla las cosas se toman con calma. Ese mismo día quisimos empezar de playa en playa, haciendo snorkel; y es que, como mucha gente dice, aunque la isla tenga su encanto, el verdadero tesoro está bajo la superficie, donde “La tortuga” hace gala de todo su esplendor.


Hicimos tres playas diarias disfrutando de la fauna marina; tan abundante, gracias a la cercanía del arrecife donde se despliega un universo de matices multicolores e infinitas tonalidades: erizos, pepinos de mar, viejas florida, lábridos luna, almejas gigante mostrando sus labios pintados de fosforescente que se retraían tímidas al acercarnos, peces loro, peces estandarte de aleta larga con sus tupés blancos a lo John Travolta, peces anémona jugando al escondite entre los tentáculos de su hospedador, agujones cocodrilo nadando a ras de la superficie, peces lagarto, peces mariposa, píntanos curiosos destacando con su dorso amarillo, gusanos árbol de navidad de diferentes colores que se ocultaban cobardes cuando querías verlos de cerca… y hasta pequeños tiburones de arrecife; la fauna era inagotable.

Lo agotador era llegar a las playas caminando, porque aunque no distaban mucho unas de otras sobre la costa, el camino por el interior era empinadísimo; tenías que subir prácticamente a lo más alto para luego bajar de golpe; es tan abrupto, que se recomienda no alquilar moto si no se es experto, pues si a la inclinación del sendero le sumas gravilla y carreteras con tramos de arena, las caídas están aseguradas; tanto es así que no parábamos de ver heridos y vendados. Y es que el recuerdo de la isla te lo llevas en el cuerpo; si no es por la moto es por el coral, que en más de una ocasión te sorprende, cortante, con un rasguño en la mano o una raspadura en la planta del pie.

El buceo más espectacular fue el de Tanote Bay; y el atardecer, el de Sai Nuan, solos, sentados en una roca frente al mar. El sol, ayudado por las nubes, hizo su truco diario de la desaparición.


Estuvimos tres días en Koh Tao, desde donde planificamos la próxima hoja de ruta; así que el último día cargamos las mochilas sobre los hombros y zarpamos rumbo a Krabi, base para visitar las islas Phi Phi. La Tortuga seguía con la cabeza escondida, guardando su tesoro, celosa, mientras nos alejábamos de su costa.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Paisajes perdidos (Arnastapi-Hjalli)


Empezamos nuestro viaje desde el centro de la tierra. El Snæfellsjökull lucía orgulloso de su grandiosidad y tomaba el sol en un día espléndido.

Mientras preparábamos las bicis el pájaro que nos había amenazado el día anterior, nos regaló la imagen del día cuando se abalanzó sobre una pareja que caminaba muy cerca de su cría. Ver a un pájaro ganando la batalla contra dos humanos que retrocedían y se agachaban gritando, nos hizo llorar de la risa.  Esta escena y el azul del cielo, nos ayudaron a afrontar las subidas todavía sonriendo. 

Nos esperaba un día largo, ya que después de los 50km, en Vegamót cogíamos un bus para ahorrarnos los 60km que lo separan, y ya habíamos recorrido previamente, de Borgarnes.
Una vez llegamos a Vegamót tras unas 4 horas en bici, conocimos a un hombre de unos 60 años americano y con una sonrisa de John Wayne, que también iba en bici. Llevaba 80 días en la isla y era su tercera visita. Era profesor de matemáticas y no podía ocultar sus ganas de hablar, así que nos ayudó a que se hiciera la hora de partir casi sin darnos cuenta.
En Borgarnes soplaba un viento de esos que despeinan y tuvimos el tiempo justo para hacer una visita antes de que cerrasen el Bónus (el supermercado más barato), para reponer víveres y rellenar las alforjas. Con todos los objetivos del día cumplidos, no podíamos fallar a nuestra visita a la Sundlaug. Observé algo que hacían los lugareños: después de estar en remojo a 42º, aguantaban unos tres o cuatro minutos en una bañera de agua helada sumergidos hasta el cuello. Este sufrimiento placentero, que tras dudar un poco probé, te sumía en una relajación tan profunda que te hacía sentir flotar en lugar de andar.

Al día siguiente antes de salir con la bici fuimos a visitar un mercado que marcaba la guía como muy interesante. Se ve que era un mercado de elfos, porque no apareció por ningún lado, excepto por el letrero con el nombre.
Con todo preparado, quien sí apareció fue el americano, exhausto por el día anterior haber hecho 120km y decidido a quedarse descansando, atraído por los placeres de la Sundlaug.
Si el día anterior el viento soplaba fuerte, este día se decidía a subir el nivel y evolucionar en huracán. Borgarnes se hacía pequeño a nuestras espaldas pero sentíamos que pedaleábamos en una bici estática. A unos 20km de la ciudad, nos adentramos en una carretera alejada del tráfico y los turistas y empezamos a recorrer un fiordo camino del camping.

El día se alargó de manera desesperante pero mereció la pena cuando llegamos a Bjarteyjarsandur y vimos lo que nos esperaba: Una granja, encallada en un paisaje maravilloso, con techo donde cocinar, duchas, baños, sillón…el paraíso, alejado del maldito viento que soplaba incansable.

Por la mañana a regañadientes, abandonamos la granja gozando del buen tiempo una vez más, con el sol apagando el viento e iluminando una carretera que serpenteaba a orillas del fiordo. Las recorrimos como si de una montaña rusa se tratara, sin poder evitar mirar el paisaje a cada pedalada.

Almorzamos con unas vistas al fiordo, de las que quita el aliento y le hace a uno dar gracias al cielo, por esconder estas tierras de ensueño del circuito turístico.
Obviamente el camping donde dormiríamos estaba igual de abandonado de las visitas internacionales. Mientras nos preparábamos un suculento arroz blanco, degustamos nuestra soledad rodeados de naturaleza, y del sol, el magnifico sol que alegra el día a cualquiera, solo con dejarse caer por los alrededores. Un pájaro cruzaba el horizonte y se lanzaba en picado, en busca de alguna presa.


Las raíces de la tierra (Siem Reap)

Todo parecía más sencillo (siempre lo parece); google maps marcaba dos minutos andando desde donde nos dejaba el sleeping bus que habíamos cogido en Phnom Penh hasta nuestro hostal; las fotocopias que llevábamos de Camboya no incluían mapa de Siem Reap, así que nos habíamos hecho un croquis de cómo llegar. El problema, que aún no habíamos descubierto, es que no estábamos donde creíamos, por lo que los dos minutos se convirtieron en una hora y media dando vueltas, preguntando aquí y allá. El segundo obstáculo venía por parte del hotel, pues muy pocas personas parecían conocerlo; por suerte, los camboyanos son muy amables y un hombre que usó su GPS nos hizo llegar a la calle en cuestión; pero la subimos y bajamos, y no había cartel por ningún lado. En una gasolinera, un chaval trató de echar un cable llamando al hotel, pero nadie lo cogía; subió a la moto siguiendo la señal de GPS; había un restaurante. Se disculpó por no ser de más ayuda pero no entendía nada; si habíamos reservado en Booking el hotel debería existir. Nos señaló el lugar donde debería de estar (entre una escuela y un orfanato) y entramos a preguntar en “otro” hotel. Resulta que habían cambiado el nombre en la web pero seguía siendo la señalización antigua; muy útil…

Dejamos las cosas y fuimos a alquilar unas bicis para recorrer Angkor. Regateamos el precio y en seguida estábamos pedaleando sobre unas mountain bike, acercándonos al tercer inconveniente: tras 20 minutos en bicicleta, en el check point nos informan que a 8 km en la otra dirección es donde se compran las entradas. “¿No habéis visto la señal?”, parece sorprenderse el policía al tiempo que nos ofrece un tuk-tuk para llevarnos hasta allí. Efectivamente, la venta de entradas estaba a tomar viento; menos mal que aceptamos dejar las bicis allí y hacer uso del fortuito taxista que esperaba; eso sí, no había rastro de “la señal”.

Por fin, a las 10h entrábamos en el recinto de Angkor, ruinas de lo que fue el reino jemer entre los siglos IX y XVI, cuando fue abandonado, engullido por la jungla que lo rodea permaneciendo tres siglos escondido hasta su redescubrimiento. La visita a los templos principales se divide en dos circuitos: uno de aproximadamente 15 kilómetros y otro de unos 26. Pudimos aprovechar el tiempo y hacer el circuito corto antes de que se hiciese de noche.

Las dimensiones de Angkor Wat son espectaculares; primero se cruza por un paso elevado que atraviesa el foso, y al entrar en el templo, las tres torres erigidas en honor a Visnu reciben al viajero imprimiendo en su retina, ahora en vivo y en directo, la famosa imagen que tantas veces había soñado con tener delante.

Y no se malinterprete, el templo es impresionante, pero su fotografía de entrada está tan manida que sorprende poco; da más sensación de reencontrarse con un viejo conocido que de descubrir una maravilla. Lo que llama la atención sobremanera es su detallado interior; los bajorrelieves de apsaras (bailarinas celestiales) y motivos florales que decoran casi cualquier rincón.

Bayón, sin embargo, sí que tiene la magia de la sorpresa (al menos para nosotros); ubicada en el centro de Angkor Thom (una ciudad fortificada), el templo está regado de 54 torres talladas con 200 rostros de Avalokiteshvara que observan el recinto desde todos los ángulos posibles como si de cámaras de seguridad se tratasen. Las caras, cubiertas algunas de ellas de un verde óxido adquirido con el tiempo, dan una idea del poder que llegó a concentrar el reino.

Por la noche, parece que está habitado por monos, porque tanto al amanecer como al atardecer los encontramos por la carretera volviendo o viniendo de los árboles que rodean al templo.

Disfrutamos brevemente de la puesta de sol frente a Angkor Wat y emprendimos el camino de vuelta. Alquilamos una moto para hacer el circuito largo al día siguiente y nos fuimos pronto a descansar para poder empezar nuestro segundo día viendo amanecer sobre Angkor Wat.

El sol se daba paso entre las nubes, convirtiendo las tres largas sombras difusas, en las tres conocidas torres dándoles nitidez. Nuestro mirador desde las 5h era perfecto hasta que una pareja de guiris decidió fastidiarnos a todos la foto y plantarse en medio, sonrientes, inmóviles y sin importarles que todo el mundo hubiese respetado el turno de llegada. Amaneció nublado y con las primeras luces tenues comenzamos nuestro circuito para poder visitar Ta Prohm relativamente solos.

Antes de la colonización francesa, los templos de esta parte sufrieron una colonización más lenta pero también más bella: la perpetrada por los ficus y los árboles que hunden sus raíces entre las piedras y los muros; esta imparable conquista silenciosa puede disfrutarse sobre todo en los templos Ta Prohm, Ta Som y Preah Khan.

En el primero están los más populares pero no los más fotogénicos; pues la afluencia de visitantes ha supuesto que haya cuerdas que separen al viajero del árbol. Caminando por estos parajes, mientras muchos de los turistas vuelven a desayunar a Siem Reap, uno se siente Indiana Jones; incluso parece que vaya a salir Tomb Raider de alguna de las puertas adornadas de raíces-liana. 

Los árboles estrangulan a su presa con calma, sin prisa, como boas constrictor.

En Ta Som, los pasadizos desembocan en una salida con sombrero vegetal. Parece que las apsaras talladas de estos templos muevan sus caderas y manos en imágenes congeladas, pintadas de verdes, grises y morados; y parece también que la jungla esté dormida, posando para la foto; pero aunque controlada, avanza extendiendo sus enmarañados músculos.

En un muro olvidado, derruido de Preah Khan, un árbol teje su telaraña de madera en abstractas figuras, posándose paciente cual pulpo; abrazando a la roca que le obstaculiza el camino hacia los nutrientes, esquivándola y alargando sus tentáculos hasta llegar a tierra firme.


Y ésta es la magia de Angkor: el ver cómo la vida se abre paso ante lo olvidado; cómo recupera, vencedora, su espacio. No había mejor manera de despedirnos de Camboya que comprobando que sus raíces, como sus gentes, se comportan igual.

martes, 23 de agosto de 2016

Los seres ocultos (Laugagerdisskóli-Arnastapi)

Islandia está habitada por seres humanos, animales, y por los seres ocultos.

Dejamos atrás nuestra escuela para viajar hacia el Oeste y a unos 20km, paramos a tomar algo. Casualidades del destino, fuimos a parar al hotel-restaurante de un contacto que nos habían pasado; casualidades del destino, éste estaba precisamente en Valencia por unos días.

Continuamos nuestro camino atravesando las montañas hasta llegar a Grundarfjörður, un pueblecito cobijado a la sombra del Kirkjufell, la montaña más fotogénica de la isla.

La bici de Mireia había dado problemas y ya asentados, fui a ver si encontraba la tienda de bicis marcada por el mapa. En la oficina de turismo pregunté si había alguna tienda y me dijeron que lo más parecido era un hombre que arreglaba bicis. Me dejaron llamar en vano, pues estaba trabajando y no podía ver la bici hasta 3 días más tarde. La mujer no se dio por vencida y empezó a llamar a gente de uno y otro pueblo hasta dar con uno. Me dijo que tardaría unos 30 minutos y como había oído hablar de la puntualidad islandesa, me puse cómodo.

Más de media hora después, apareció un chico joven que se puso a saludar a las de la oficina, cogió un café y se me acercó. Miró todo un poco y detectó el problema: una de las piezas de la cadena estaba demasiado dura y no pasaba bien. Al final con las manos llenas de grasa, pareció conseguir resolverlo. Le ofrecí invitarlo a algo, pero se negó. Afortunadamente aún queda gente que no pone un precio a todo.

Para acabar la tarde como Dios manda, nos calentamos en la piscina del pueblo con fantásticas vistas a las montañas heladas, sólo nubladas por el vaho del agua que abandonaba el calor para unirse al aire .

Al día siguiente la cadena volvió a dar problemas y esta vez fui yo el que se pintó las manos de negro. A falta de aceite, arreglamos el problema con vaselina. Hacía un día estupendo y si Islandia es bonita de por sí, al sol reluce como un piedra preciosa. Llegamos a Ólafsvík y no pudimos resistir la tentación de visitar la Sundlaug. Nos relajamos, tomamos el sol y continuamos el viaje hasta Hellisandur. Si los anteriores eran pueblos, este era una urbanización de cara al mar con poco más que una gasolinera y un camping, en medio de un campo de lava. De instalaciones no hablamos, pero gozábamos de naturaleza pura.

Amanecimos con unas nubes sumidas en la tristeza y vestidas de luto, pero las ignoramos y nos dirigimos a la punta  más Oeste de la península.

Öndverðarnes, es conocida por dos cosas: ser un buen punto de avistamiento de ballenas y albergar un pozo mágico del que se podía sacar agua bendita y en ocasiones cerveza. Ni lo uno ni lo otro, pero lo cierto es que disfrutamos del almuerzo mirando al infinito, deseosos de ver algo que asomara en el horizonte. 

Llegar y salir de este lugar nos costó lo suyo, ya que la carretera muy lejos de estar asfaltada tenía tantos baches que a uno le entraba el hipo. Durante varios kilómetros pudimos tocar la luna, pues el paisaje solo se diferenciaba de uno lunar, en las alfombras de musgo que recubrían las rocas. A lo lejos se escondía el Snæfellsjökull, el volcán de “Viaje al centro de la tierra”, y en un lugar tan mágico uno sentía la presencia de Julio Verne.

La última parada fue la playa de Djúpalóssandur, la cual nos costó encontrar lo suyo, y consiguió nublarnos como el día. En esta playa hay una iglesia élfica pero como las ballenas y la cerveza del pozo, no pudimos ver ni la iglesia ni a sus miembros.
Aquí se hayan, eso sí a la vista, cuatro piedras que servían de examen a pasar por los aspirantes a pescadores si querían entrar en el gremio. La playa además es el cementerio de un barco inglés que naufragó en 1948 y sus restos de óxido cubren la arena negra como si de una fosa común se tratase.
Al final el cielo rompió a llorar, aunque fuese sin ganas y llegamos un poco húmedos a Arnastapi donde fuimos recibidos por un ave de muy mal humor que amenazaba con atacar para proteger a su polluelo que descansaba al lado del camino.
Esa noche fuimos a dormir rodeados de elfos y de un susurro que traía el viento:

 “Desciende al cráter del Yocul de Sneffels,
que la sombra del Scartaris acaricia,
antes de las calendas de julio, audaz viajero,
y llegarás al centro de la Tierra, como he llegado yo.”

domingo, 21 de agosto de 2016

Once upon a time… (Mývatn-Laugagerdisskóli)

Dejadme contaros una historia: Mývatn significa “lago de las moscas enanas “, y mientras nos alejábamos de la región descubrimos el porqué; una nube de moscas nos daba la lata y nos rodeaba sin parecer importarle que fuésemos en movimiento. Sin ningún pudor, alguna se escapaba del pelotón y se aventuraba a practicar espeleología en nuestras orejas o bocas. Para más inri, las desgraciadas parecían ser invencibles y no había manotazo que no acertase otra cosa que no fueran nuestras propias caras. Se reían de nosotros. Por muy graciosa que resulte la imagen, no lo era. La situación era desesperante y nos tuvimos que evadir en nuestros pensamientos para no acabar lanzándonos contra el primer coche que pasara (creo que ni así habríamos conseguido quitárnoslas de encima). Pensé en el porqué de estos malditos seres, cuya única función parece ser dar por saco. No pican, no se alimentan de nuestra sangre, estos dementores que habitan el mundo se alimentan de nuestra desesperación. No hay otra explicación que tenga sentido.
Con el calor, sí el calor, acariciando nuestras caras abarrotadas de moscas nómadas, recordé una anécdota que había leído sobre Mývatn; años atrás a alguien se le ocurrió la genial idea de probar con el cultivo de la patata en los alrededores. Debido a las altas temperaturas bajo tierra, tuvieron que abandonar la idea porque las patatas salían ya cocidas.
Cuando nos habíamos hecho inmunes a las moscas, no tuvieron más motivos para acompañarnos y se fueron en busca y captura de otra víctima.

Un fiordo se abría ante nosotros y Husavík asomaba la cabeza. El sol brillaba orgulloso y maquillaba con sus rayos esta ciudad ya de por sí bonita. Husavík está a solo 50km del círculo polar ártico y es conocida por ser el puerto desde donde embarcan lo turistas para avistar ballenas. Parece sin embargo, que éstas saquen tajada y se lleven parte de la comisión porque los precios están por las nubes, aunque Islandia en sí misma no es conocida por sus gangas. El caso es que nosotros nos contentamos con pasear por la ciudad y con un helado y tomarnos una cerveza celebrando habernos librado de las moscas.

Viajamos al día siguiente a Akureyri en bus para llegar a tiempo salvando la larga distancia entre las dos ciudades. Akureyri es la segunda ciudad más importante de Islandia con unos 18.000 habitantes. Tiene una iglesia moderna y una calle principal llena de tiendas, muy acogedora. Pero nosotros la recordaremos porque aquí, descubrimos los Sundlaug. En España los cotilleos nacen, crecen y evolucionan en los bares, aquí lo hacen en las piscinas. Las piscinas o Sundlaug no son como las conocemos, gracias a Dios. Son todas de agua caliente y con varias opciones de diferentes temperaturas. Como un spa al aire libre, abarrotado de gente poniéndose al día en el chismorreo. Estar en el agua a 38º con el frío azotando en la cara, es todo un placer.

Abandonamos Akureyri bien temprano, rumbo a Borgarnes y fue a tocarnos de chófer un antiguo pescador con muchas historias que contar. Dicen que a los islandeses les encanta contar historias, no me extraña con las largas temporadas que deben pasar en casa, subyugados por el invierno. La historia misma de la isla viene de una laga tradición oral y la influencia de las sagas. Sea como fuere, el chófer cumplía con el tópico y en una parada nos deleitó con varias historias de alta mar, en las que las ballenas no solo eran protagonistas, sino que actuaban como los humanos, comunicándose y vengándose. Porque si haces algo malo a una orca, decía, te lo devolverá en cuanto pueda. Era alucinante escuchar al hombre contar las historias de manera tan apasionada. El bus se había convertido en el escenario de un cuenta cuentos para desesperación de algunos pasajeros que miraban el reloj, pero alegría de otros que prefieren viajar parando el reloj para alimentarse de experiencias.

Llegamos a Borgarnes a la hora de comer y la Península de Snæfellsnes nos acogía con buen tiempo. Pedaleamos disfrutando del día hasta un pueblecito cerca de Eldborg y al llegar al camping sentimos a lo lejos a los dementores alados riéndose de nosotros cuando vimos que el camping estaba cerrado desde hacía dos días. El camping es en verdad la parte trasera de una escuela y aquí la vuelta al cole es a finales de agosto. 
Por suerte, un hombre (el alcalde, el director de la escuela o un simple vecino del pueblo), al vernos las caras de cansados, nos dio permiso para quedarnos esa noche a pesar de que todo estaba cerrado. 
Plantamos en el patio y nos maravillamos con las únicas instalaciones a nuestro haber: las paredes que protegían nuestra casa ambulante.

Continuará… 

sábado, 20 de agosto de 2016

Memoria, para no olvidar (Don Det-Phnom Penh)

Ya éramos conocedores de la corrupción fronteriza entre Laos y Camboya. Buscando información, nos habíamos aprendido de memoria precios y tretas; pero la vida siempre guarda un as en la manga y los agentes encuentran pretextos para añadir lucrativas trampas.

Primera parada: dos dólares por recibir el sello en el pasaporte que reconozca nuestra salida de Laos (estábamos avisados); renegamos un poco pidiendo el recibo, pero obviamente, sirvió de poco.

Segunda parada: esquivamos la caseta “médica” en la que presuntamente el extranjero debe hacerse “obligatoriamente” pruebas que demuestren que no tiene la malaria (1 dólar más), pero casualmente, por lo leído en otros blogs, el termómetro siempre marca la misma temperatura… y tampoco es necesario hacérselas.

Tercera parada (como en todos los videojuegos, el rival final siempre presenta más complicaciones): la visa para entrar en el país debería costar 20 dólares; resulta que ahora son 35; la información de internet informaba que los funcionarios pedían siempre entre 25 y 30 para sacar tajada, pero al decirle que eran 20, el hombre dice sin mirar a los ojos: “That was before”. Vaya… Empieza el tira y afloja, las miradas suplicantes, las mentiras piadosas afirmando que sólo teníamos 23 cada uno, pero los perros del gobierno estaban bien adiestrados. “No money, no tourist”. Tras 15 minutos de intentos, llevo mis dotes interpretativas un paso más allá; desaparezco de escena y hago como que un turista me ha prestado 20 dólares pero que es lo máximo que puedo pedir. “Please”. Conseguimos pasar por 33 dólares cada uno.

Habíamos comprado en Don Det un billete que nos llevaba hasta Phnom Penh, llegando a las 19h, y en un “VIP bus”, según el ticket. Por supuesto no llegamos a la hora prevista sino a las 22h (tras 13 horas y media de viaje) y cambiamos la friolera de cuatro veces (baja mochilas, sube mochilas) de bus (quien dice lo uno, dice minivan, furgoneta o como mucho minibus).

Llegar de noche a una ciudad sin un buen mapa convierte en una odisea tratar de orientarse; el chiste vino cuando preguntamos a un conductor de tuk-tuks por la dirección, sacó la linterna de su móvil para leer mejor y empezó a buscar la calle 23, donde nos alojaríamos; al momento empezó a pedir ayuda pero nadie sabía decirle dónde estaba nuestra guest-house. Ya eran cuatro frente al mapa con sus “móviles-linterna”, uno buscando en googlemaps, hasta que llegó un quinto que reconoció inmediatamente el nombre del alojamiento. ¡Llegamos!

La visita al día siguiente fue conocer una ciudad bastante desarrollada con grumos del sudeste asiático más pobre; una mezcla de ciudad sucia con buenos restaurantes justo en la otra esquina. Empezamos por el Monumento a la Independencia, una stupa de estilo jemer que recuerda a los torreones de Angkor.

El Wat Phnom es el templo más alto de la ciudad; cuenta la leyenda que una mujer llamada Penh encontró cuatro estatuas de Buda en el río Mekong y decidió guardarlas en esta pagoda; Phnom significa “colina” y de ahí el nombre de esta ciudad camboyana (la colina de Penh) y de este templo.

Seguimos el paseo con el mercado central (Phsar Thmey), más atractivo por su fachada art decó que por su interior, al que supera en autenticidad el otro mercado, el ruso (Phsar Tuol Tom Pong), al que iríamos al día siguiente.

Acabamos con el Palacio Real, residencia de la familia real camboyana que alberga la Pagoda de Plata, cuyo suelo está formado por 5000 baldosas de plata, tapadas casi por completo por una alfombra para conservarlas, por lo que a pesar de su belleza, la plata prácticamente la ha de deducir uno conforme pisa… La tarde la reservamos a ponernos al día estudiando la historia de Camboya como aperitivo para poder entender mejor el Museo del Genocidio.

Segundo día en la capital y nos zambullimos en su pasado más turbio, su pesadilla reciente. Entre 1975 y 1979 los jemeres rojos, liderados por Pol Pot exterminaron entre dos y tres millones de  camboyanos. ¡Uno de cada cuatro! La razón para esta masacre era la sospecha de traición; cuando esta existía, que podía existir sólo por llevar gafas (“signo de los intelectuales”), encerraban a los sospechosos y a sus familias en cárceles para torturarlos y “sacarles” la confesión de que las acusaciones eran ciertas. Encerraban a la familia entera para evitar futuros intentos de venganza (uno de sus lemas era: “la mala hierba hay que arrancarla de raíz”). A pesar de que Pol Pot había sido profesor antes de la revolución, la educación era perseguida, y se prohibieron los centros educativos, convirtiendo muchos de ellos en cárceles. Uno de ellos fue Toul Sleng, o conocido también como S-21, un ex instituto de secundaria reconvertido ahora en Museo del Genocidio.

Cuando los jemeres rojos llegaron al poder, marcaron el Año Cero y expulsaron a la gente de las ciudades para mandarlas al campo. En nombre del Angkar (La Organización) había que destruir a todo opositor, pues querían conseguir una sociedad 100% comunista (otro de sus lemas era “Más vale matar a un inocente por error que salvar la vida de un traidor”).

Leyendo las diferentes posturas, incluidas las de soldados de las prisiones (que en realidad eran adolescentes reclutados), sorprende darse cuenta que cuando se diluye la responsabilidad, las personas son capaces de apoyar cualquier atrocidad, no sólo con su inmovilismo y conformismo, sino a veces con sus acciones (“yo sólo hacía las fotos a los prisioneros”, “yo sólo les interrogaba”, “no tenía elección, si no, me mataban a mí”…). No es fácil juzgar a las personas “intermediarias”, pues no deja de ser curioso reconocer cómo, aunque en menor medida, en el día a día mantenemos esa complicidad silenciosa con las medidas que toman nuestros gobiernos o con las injusticias y diferencias de las que somos testigos.

Acompañamos el Museo con la visita al Choeung Ek Memorial, a 15 km de la ciudad, un monumento erigido en uno de los tantos campos de exterminio que había esparcidos por todo el país. El número de víctimas ya es aterrador en sí, pero ver las calaveras encontradas organizadas en pisos y por edades, bebés incluidos, deja entrever la magnitud de la barbaridad que se cometió.

Resulta increíble que los jemeres rojos continuaran siendo reconocidos como gobierno legítimo por la comunidad internacional hasta 1991, pues el resquemor de la pérdida occidental en la Guerra de Vietnam llevó a que el gobierno genocida fuera visto con mejores ojos que los vietnamitas que les sucedieron.

Es lógico entonces que la cicatriz continúe supurando; la memoria no se deja vencer, sigue viva; tan viva que las tierras que sirvieron de fosas comunes, siguen vomitando recuerdos del horror y si uno mira el suelo aún pueden verse trozos de tela, dientes o huesos saliendo de su entierro, pidiendo a gritos que no se olvide lo que sucedió, que no se escondan ni se maquillen las llagas ni las heridas abiertas.

El Museo en este sentido, y en extensión Camboya, tiene las propiedades que distinguen a la flor de loto de otras plantas: aunque parezca sorprendente, sus semillas pueden germinar incluso después de tres siglos de hibernación y por improbable que parezca, su flor crece incluso en el lodo, donde otras no encuentran modo de enraizar. Toul Sleng es un ejemplo de cómo vengar la memoria: construir desde la destrucción; usar el hedor del pasado como abono para hacer florecer conciencias y pensamiento crítico; retomar la utilidad de la antigua escuela corrompida en prisión y volver a mostrar el camino hacia la libertad que durante tres años fue privada y perseguida en estos muros.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Hiperbóreas (Egilsstadir-Myvatn)

Egilsstadir no es una ciudad bonita pero es una ciudad práctica para visitar los fiordos. Como nuestro tiempo aquí era limitado, elegimos visitar el Seydisfjördur. Menos de 30km nos separaban de él, pero 600 metros de altitud a superar, hacían demasiado grande esa separación. Llovía un poco y el bus no salía hasta tarde, así que decidimos hacer autostop. No pasaron más de 10 minutos cuando un 4x4 paró a nuestro lado invitándonos a subir. Lo conducía un ingeniero checo de unos 40 y pelo enmarañado, al que llamaremos él y le acompañaba una checa de unos 20 con rastas, que estaba haciendo unas prácticas en una galería de arte, a la que llamaremos ella. Ambos residían en la isla y se habían conocido cuando él recogió a ella de la misma manera que hacía ahora con nosotros. Nos dejaron en el pueblecito que recibe el mismo nombre que el fiordo al que planta cara y nos despedimos.

Este pueblo es conocido por la cantidad de artistas que lo habitan y por sus casas que alegran la vista con sus vivos colores, para que la nieve en invierno no las condene a la invisibilidad. En el mismo tiempo que habíamos tardado en conseguir coche, dimos la vuelta al pueblo y sin saber muy bien qué hacer, visitamos la exposición que nos habían recomendado nuestros compañeros de viaje. En la puerta del edificio, estaban él y ella charlando con un chico con pintas de español llamado Guille. A éste, también lo había recogido nuestro conductor, mientras hacia dedo. Nos pusimos a hablar y ella, nos invitó a un café en su estudio. Es curioso lo de los nombres y los viajes; muchas veces te cruzas con gente de la que no conoces ni el nombre y sin embargo, la conversación y las palabras te permiten hacer un dibujo de su alma. En el café todos juntos trazamos un plan: Cuando ella acabara de trabajar a las 18h, iríamos todos en el coche. Ellos a otro fiordo a continuar un viaje que improvisaban sobre la marcha, y nosotros de vuelta a Egilsstadir. Y ahí estábamos los cinco, hablando y haciendo planes, sin conocer nuestros nombres, con él como nexo de unión, imbuidos del aura artística de Seydisfjördum, apoyando nuestras tazas de café sobre una mesa llena de pegotes de pintura como si de una paleta se tratara.

Como quedaba mucho tiempo hasta las 18h fuimos a visitar Tvísöngur, una construcción que había a las afueras de la ciudad, en la que la acústica hacía magia y permitía a dos personas susurrarse al oído, mirando a la pared y dándose la espalda. Al salir vimos a Guille, un madrileño que está viajando durante un mes alrededor de la isla de autostop, y recogiendo arándanos como una cabra montesa, ensimismado en su objetivo, estaba él.
Intentamos hacer autostop de nuevo para recorrer el fiordo, pero esta vez no hubo éxito y después de una hora, con el frío tocándonos los huesos, volvimos a nuestra casa de Seydisfjördum.

La exhibición de arte moderno que acogía, era sobre las Hiperbóreas, un lugar más allá del viento boreal del norte, que el poeta griego Pindar definió como idílico, donde la gente vive en completa felicidad y el sol ilumina 24h. Fotos y vídeos acompañaban a un palé  iluminado que  había sido el escenario de una performance y pedía a gritos ser usado, como banda sonora, un hombre cantaba una y otra vez repitiendo las mismas palabras acompañadas de una pegadiza melodía “Oh why do I keep hurting you” en un loop interminable,. Dimos una vuelta a la exposición y matamos el tiempo. Cuando llegó la hora, subimos al coche; viajábamos juntos sin conocer nuestros nombres, admirando el paisaje recubierto de cascadas y hablando al enfilar la bajada, sobre la superstición islandesa y sus creencias en elfos, espíritus, monstruos…y es que Egisstadir está rodeada por un lago que dicen, es habitado por un monstruo como el del Lago Ness. En el camping se separaban nuestros caminos y nos despedíamos con abrazos de nuestros amigos desconocidos.

El día siguiente empezó con lluvia una vez más. El bus abarrotado de gente de caras conocidas hacía su primera parada. Detifoss es una cascada de 44 metros que alberga el título de “cascada de mayor volumen de Europa”, cada segundo se precipitan 193 m³ de agua al vacío. Ver tal espectáculo era ver el poder de la naturaleza, su belleza mezclada con la brutalidad de la fuerza cruda.

Selfoss, sin embargo era más suave pero a lo lejos, extremadamente bella por el paisaje con el que se vestía. Tenía ese velo de irrealidad que tienen algunas obras de arte de la naturaleza. Islandia es un museo repleto de este tipo de obras.

La región de Myvatn es geológicamente rica, llena de campos de lava, pseudo cráteres, pozas de barro, fumarolas y cómo no, el característico olor a huevo podrido del azufre.

Antes de acampar, visitamos Hverir, un lugar repleto de fumarolas, con algún que otro lodo burbujeante, rodeados todos ellos por un paisaje de tonos ocres y amarillos. Nos hubiéramos quedado un poco más de no ser por la temperatura y la amenaza de lluvia. Fue montar la tienda, y empezar a llover, así que comimos y esperamos con los dedos cruzados a que parase. Afortunadamente a las 17h nos dio un respiro y pudimos visitar la zona. 

Paseamos por los campos de lava de Dimmuborgir con sus formaciones oscuras y su césped verde claro; subimos el volcán Hverfjall, un cráter casi simétrico de 2700 años de edad en el que nos visitó la golden hour. Sólo nos quedaba visitar la cueva en la que John Snow pierde la virginidad en Game of Thrones, y entonces empezó a lloviznar, regalándonos un atardecer coronado por un arco iris completo que cubría el Hverfjall. 

Mientras nos alejábamos con las bicis una familia se abrazaba feliz viendo el regalo que nos hacían la lluvia y el sol. El cielo quiso aportar algo y se tiñó de una naranja que efectivamente contagiaba felicidad y plenitud. Debíamos andar cerca de las Hiperbóreas.


“Neither by land nor by water, will you find the road to the Hyperboreans” Friedrich Nietzsche.