sábado, 26 de agosto de 2017

Los delicados trazos de los apus (Montaña de los Siete Colores-Salineras de Maras)

Tras terminar de pasear por Cuzco y organizar los últimos días que nos quedaban en Perú, nos dispusimos a prepararnos para subir la Montaña de los Siete Colores. Esta ubicación multicolor fue descubierta hace relativamente poco (año y medio), y lo siguiente lo diremos con la boca pequeña, pero fue "gracias" al cambio climático que derritió la nieve que cubría este pico, como descubrieron el lienzo montañoso.

Íbamos un poco acobardados, pues mucha gente decía que la subida era muy dura; en el mirador se llega a los 5100 metros, por lo que la falta de oxígeno amenazaba con poner problemas para llegar a la cima. Violeta dudaba si subir a uno de los caballos que se alquilan, pero la mujer del hostal nos expulsó los miedos diciendo que poquito a poco se llegaba sin problemas.

La excursión empezaba a las 3am, cuando vino a recogernos al hostal uno de los guías. Bajamos en busca del bus rodeados de borrachos que celebraban la noche del martes con tanto ímpetu y efusividad que no dudábamos que hubiesen encontrado su propia montaña de colores; aunque a decir verdad, todas las noches las celebraban con la misma pasión que como las del martes.

A las 7 de la mañana, ya cerca del lugar, nos dieron el desayuno y las indicaciones necesarias con el planning detallado de las horas que dedicaríamos. 

Por delante teníamos 6 kilómetros de ascensión que podíamos subir hasta en dos horas. Las nubes de la incertidumbre y la inseguridad empezaban a disiparse. Las alpacas y llamas volvían a aparecer, pues estos camélidos acostumbran a habitar las alturas y nos encontrábamos a cuatro mil y pico metros.

Quizás fue porque las dudas nos habían hecho tener expectativas mucho menos alentadoras, o quizás porque Reyna (la mujer del hostal) había sabido infundarnos el suficiente ánimo; pero el hecho es que llegamos a la cima los primeros del grupo. Si bien es cierto que uno no siente la falta de oxígeno a la hora de respirar, sí que parecen pesar más los músculos, como si la fuerza de la gravedad se hubiese multiplicado y fuese mayor el esfuerzo que había que hacer cada vez que se levantaban las piernas.

Superados los últimos cien metros, la recompensa se abría ante nosotros. Las capas superpuestas de colores que teñían la montaña Winicunca se sucedían haciendo cola ordenadamente para aparecer una tras otra, en pirámide. La luz del día permitía ver los matices de cada capa y los resaltaba, haciendo patente que la clave está en la mezcla. 

A la derecha, las pinceladas seguían pero condensadas con matices de rojos, y habiendo utilizado aquí un pincel de brocha gorda. El premio por haber llegado los primeros estaba en poder disfrutar de la cima sin que estuviese abarrotada. Si Winicunca había sido pintada, sin duda el valle rojo había sido un primer boceto menos sutil.

Es comprensible que en este continente naciese la idea de lo real maravilloso y del realismo mágico. Bien podrían aparecer la cara sonriente del Gato de Cheshire o el Sombrerero Loco y nadie se extrañaría. Verdes, amarillos, ocres, marrones, rojos y turquesas pintaban el pico como si fuesen el escenario de una película futurista ambientada en otro planeta. Sin duda la delicadeza y elegancia con que se superponen las finas capas de colores del Winicunca es realmente seductora. Aquí tejió la Pachamama su awayo más espectacular.

Detrás se alzaba completamente nevado el Ausangate, con más de 6300 metros, y a nuestra derecha, tras el valle encendido, Salkantay. Tres picos nos rodeaban; tres apus para la cultura andina o dioses de la montaña, a los cuáles nuestro guía agradeció su protección juntando tres hojas de coca, símbolo de la trilogía inca (el puma, la serpiente y el cóndor) haciendo un pequeño ritual. Dimos gracias a los apus por su realismo mágico y nos dispusimos a acometer la bajada.

Al día siguiente nos esperaba un paisaje más blanquecino, aunque no exento de tonalidades. Con la compañía de un argentino que se alojaba en nuestro hostal nos dirigimos a las Salineras de Maras, un enjambre salino de pozos secando al sol su contenido. El taxista que nos acercó desde el ramal donde nos dejó el bus, nos explicó que esos pozos eran heredados de generación en generación, por lo que empezaba a suponer un problema si tenías dos en posesión y tres futuribles herederos.

Estas salineras funcionan como una cooperativa y redistribuyen los beneficios que aporta el turismo y la venta de sal; lección que podrían aprender en la Isla del Sol. Bordeamos los pozos admirando los diferentes blancos y ocres del agua salada estancada y caminamos los tres hasta Urubamba, desde donde haríamos el retorno a Cuzco, con las retinas impregnadas de tonalidades y matices que solo los apus podrían concebir con sus pinceles y brochas celestiales.

2 comentarios:

  1. Espectacular y me quedo corta....fantástico,maravilloso. Que maravilla!!!
    Que guapos estáis los dos en las fotos...muchos besos. Cuidaros.

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  2. ¡Ya queda menos! La verdad es que la Montaña de los Siete Colores es un lugar increíble. Nos alegramos que la disfrutéis con nosotros 😘

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