sábado, 26 de agosto de 2017

La reina blanca y las montañas amarillas (Tangkou-Huangshan)

Dejábamos en pausa la última entrada mientras preparábamos las mochilas para la ascensión al Huangshan, así que démosle al Play y continuemos con la narración:
El hostel nos proveía de tienda de campaña, mochila y sacos de dormir. Vamos, que no había excusa para subir la montaña, así que paseamos por el pueblecito, que se adhería a lo largo de la carretera cuál sanguijuela, hicimos las debidas compras de provisiones y fuimos a descansar.
Empezamos el día pronto, para no sufrir el martilleo del sol de mediodía. Ilusos nosotros. Nos tocó hacer cola cómo no, y enlatarnos en un bus que nos dejaba a los pies de Huangshan, cuya traducción sería montañas amarillas. Aún no teníamos las entradas en la mano y ya estaba lloviendo. Una marea amarilla de chubasqueros inundaba las colas, y pintaría de color las montañas. No sé si la elección del color del chubasquero era casualidad, pero no lo parecía.
Comenzamos la ascensión a buen ritmo y parando poquito con la lluvia yendo y viniendo (al menos nos resguardaba del calor). Cuando parecía que la montaña se deshacía de los árboles que la cubrían, llegó la reina del lugar, la reina blanca. En Huangshan la niebla cubre las montañas dos de cada tres días. Llegamos a la cima en poco más de dos horas y nos acercamos en vano a los diferentes miradores. Lo único que alcanzábamos a ver era la espesa niebla. Empezó a cogerse la lluvia y estábamos sin lugar donde plantar la tienda, así que empapados, nos cobijamos en un hotel a dejar que amainara el temporal.
Dejó de llover pero la opaca niebla se había instalado y amenazaba con no irse, así que continuamos la búsqueda de un lugar donde dormir. Cuando la desesperación empezaba a tocarnos la espalda de manera insistente, vimos el sitio perfecto para acampar: Apartados de todo y en una zona de césped, resguardada de las miradas por unos muros de árboles. Montamos y nos metimos en nuestra cueva para entrar en calor.

Después de comer fuimos a dar una vuelta, un poco desesperanzados por la presencia omnipotente de la reina blanca y al rato de caminar, surgió la magia; como con una sonrisa pilla, la niebla muy despacito se fue alejando, destapando un paisaje alucinante de montañas que parecían pintadas en blanco y negro y perfiladas por la niebla que oscurecía las cordilleras dándoles profundidad con carboncillo.

La nota de color la daban riscos que recordaban a los de Zhangjiajie pero que los superaban en belleza a nuestros ojos. La golden hour, los teñía de un tono dorado, majestuosos y de una presencia irreal a la vista. 


Vimos atardecer mirando a las montañas. Disfrutando de la vista que se nos regalaba y agradeciendo a la niebla, no sólo por haberse ido de paseo sino por habernos permitido llenar la brevedad de la visibilidad, con la intensidad de lo que se sabe que es fugaz y caduco.

Amanecimos antes que el sol y subimos 200 metros de desnivel para coger sitio en el espectáculo del amanecer.
Por si alguien tenía todavía alguna duda, toda la montaña se sube y se baja con escaleras. Así que escaleras arriba en procesión, íbamos subiendo en busca del sol. 
Al llegar al mirador se nos cayó el alma a los pies: Parecía un centro comercial y no quedaba sitio ni en segunda fila. Nos apartamos un poco y conseguimos sitio en segundo plano. Todos mirábamos expectantes al horizonte viendo las montañas dormitando arropadas por una sábana de nubes, cuando volvió ella; la reina del lugar a fastidiarlo, o eso parecía, porque se alejó justo en el momento oportuno. Algunos habían perdido la fe y conseguíamos acercarnos al palco. 

Entonces un punto como una chispa, asomó tras el velo de niebla y el ambiente se lleno de gritos de asombro tan exagerados que más bien parecía un burdel en la happy hour. La niebla como si fuera un telón, se había ido descorriendo y ya dejaba ver el espectáculo al completo. Gratis y en primera fila, nos quedamos hasta los créditos.
Al acabar, recogimos la tienda y no pusimos en camino. El inicio del descenso estaba más lleno de gente, pues un teleférico lleva a los perezosos casi a la cima, pero conforme bajábamos tímidamente parecía descender el número de visitantes.

Tomamos el camino largo para subir al Celestial Capital Peak a 1864 metros. Era tan escarpado que más de uno lo subía a gatas. En la cima, los chinos se hacían fotos en el cartel que prometía las mejores vistas de toda la montaña. De nuevo, el blanco impoluto lo cubría todo.
Bajamos junto con una familia, paso a paso, pues el camino se estrechaba y se transformaba a tramos, casi en un camino de espeleólogos.
Tras cinco horas de bajada, con las piernas quejándose a voz en grito, descansábamos nuestros machacados cuerpos en el bus que nos llevaba a Tangkou, donde el resto del día lo pasaríamos recuperándonos hasta la tarde noche, que cogeríamos un tren con destino a Shanghai.

Atrás quedaban las montañas amarillas todavía tristes por vivir en una prisión blanca casi a diario, con sus lágrimas decolorando las cimas, como si de una acuarela mojada se tratase. La reina blanca había estado presente más de lo que nos hubiera gustado, pero había dotado de momentos mágicos, los breves espacios de tiempo en que se desnudaba y las montañas amarillas se incendiaba en colores.  

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