lunes, 28 de agosto de 2017

Regreso al futuro (Shanghai-Suzhou)

Entrábamos a Shanghai con el traqueteo del tren y el tamborileo de la lluvia percutiendo sobre el vagón. El reloj de arena ya había comenzado la cuenta atrás para volver a España y teníamos menos de 48 horas en la ciudad, así que tras instalarnos en el hostel, nos fuimos directos al Bund a disfrutar bajo un cielo sorprendentemente despejado para haber llovido. 

Pasear por el Bund es burlarse del tiempo. En el oeste están los edificios antiguos, de las épocas coloniales, que seguro vivieron tiempos mejores.Al Este sin embargo, al otro lado del río se alza el futuro imponente y prometedor, con los rascacielos del distrito de Pudong. 

La Oriental Pearl Tower reclamando protagonismo con sus llamativos colores entre morados y rosas metálicos. La Shanghai Tower sacando el cuello entre todos los edificios con sus 632 metros de altura y el World Financial Center con 492 metros pero presumiendo de tener la medalla  de plata como la más alta de la ciudad y la de bronce en el mirador más alto del mundo.

Hicimos este viaje en el tiempo, sintiéndonos en medio de un bucle temporal que no sólo nos transportaba del futuro al pasado, sino de occidente a oriente en una mezcla perfecta y con alma propia. Al contrario que Hong Kong, Shanghai alardeaba de un pasado colonial que se palpaba en varios edificios.
Llegamos tarde al museo (a las 16:00 es la última entrada al edificio) así que decidimos regresar al futuro pasando por el turístico túnel que va bajo el río. Esta atracción que más bien parecía el tren de la bruja sicodélico, no merecía la pena, más que para ejercitar los músculos faciales, subir las cejas y mirar a otro lado. No se acercaba ni de lejos al Delorean de McFly.

Salíamos del túnel con el sol ya descansando y las luces de los edificios gritando a voces que admiraras su belleza, recordando que las fotos son gratis. 
Para llegar al Shanghai World Trade Center nos paseamos un poco, caminando entre los edificios por una calle peatonal que se alzaba sobre el tráfico para facilitar la vida tanto a los peatones como a los vehículos.
El ascensor futurista del SWTC, que juega con las luces, para dar un aspecto más cool, sube los 480 metros en un minuto aproximadamente. A continuación se coge otro ascensor hasta el piso 100 a 474 metros






Ante nosotros, yacía la ciudad, animada a pesar de la noche y entre nosotros jugaban las nubes, que sin embargo, eran más benevolentes que en Huangshan.
Cosas del destino, el edificio celebraba los 30 años de “Dónde está Wally” y el edificio acogía una exhibición. Pudimos buscarlo entre la gente desde lo alto, y con su ayuda.








Bajaríamos a tierra al día siguiente y volveríamos al pasado, al visitar los parques Ming de Yuyuan, que se hallan rodeados por unas calles estrechas que parecen sacadas de una película china de época.




Si bien es cierto que la cantidad de turistas, dificulta la tranquilidad de estos jardines, sus diferentes zonas, con fuentes, piedras decorativas que parecen volcánicas en su diseño, y puentes zigzagueantes para evitarlos malos espíritus, mantiene intacta su belleza con el paso de los años.



Comimos por los bazares y nos paseamos un rato, escuchando el lejano eco del murmullo de mercaderes, el relinche de caballos, y el tintineo de las armaduras del ejercito Ming que guardaba el viento para quien estuviera atento a mirar hacia atrás.
Cerramos la visita, en el Museo de Shanghai, lleno de cerámica, bronces, monedas, sellos, pinturas... A pesar de ser interesante, cierra tan pronto, que sólo pudimos hacernos una idea general para acabar este Regreso al Pasado.




Suzhou es una ciudad a una horita de Shanghai, así que hicimos noche para verla al día siguiente, antes de volver a Beijing. Es conocida como la Venecia china, pero si algún día lo fue, ha perdido su encanto. No es una ciudad fea ni mucho menos, pero como algunos edificios del Bund, parece haber vivido tiempos mejores. 

Su mayor atractivo son sus parques. por lo que comenzamos por uno de ellos: El parque del administrador humilde. Del mismo estilo que Yuyuan pero más masificados, amplios y en nuestro caso soleado. aunque no se puede negar su belleza, no nos gustó tanto como el de Shanghai.

Nos refrescamos en el museo y nos lanzamos a la calle en busca de esos aires venecianos, entre canales. Quizás fue el calor, quizás las aguas de color chocolate o quizás la ciudad había envejecido y con ella su encanto. Sea como fuere, parecía haber perdido el alma de lo que fue.


El calor bochornoso hacía difícil la visita y ni las Pagodas gemelas de estilo hindú, consiguieron levantarnos el ánimo, que se había secado al sol, por lo que dejamos para el último día el tesoro de Suzhou.



No es lo más conocido, ni lo más turístico, pero quizás por ello, Pan Men Park nos robó el corazón. Fuimos ya con las mochilas, para acudir directamente a la estación en el que sería nuestro último viaje sleeper. Los turistas escaseaban y aunque el sol volvía a pegar fuerte, las pagodas, el lago y sentir la paz de la tranquilidad, nos embelesó y fuimos a la estación, encantados de haber pasado por Suzhou. 
El último tren nos llevaba de vuelta a Beijing y de camino aprovechamos para viajar nosotros también con nuestros eBooks.
     


sábado, 26 de agosto de 2017

Los delicados trazos de los apus (Montaña de los Siete Colores-Salineras de Maras)

Tras terminar de pasear por Cuzco y organizar los últimos días que nos quedaban en Perú, nos dispusimos a prepararnos para subir la Montaña de los Siete Colores. Esta ubicación multicolor fue descubierta hace relativamente poco (año y medio), y lo siguiente lo diremos con la boca pequeña, pero fue "gracias" al cambio climático que derritió la nieve que cubría este pico, como descubrieron el lienzo montañoso.

Íbamos un poco acobardados, pues mucha gente decía que la subida era muy dura; en el mirador se llega a los 5100 metros, por lo que la falta de oxígeno amenazaba con poner problemas para llegar a la cima. Violeta dudaba si subir a uno de los caballos que se alquilan, pero la mujer del hostal nos expulsó los miedos diciendo que poquito a poco se llegaba sin problemas.

La excursión empezaba a las 3am, cuando vino a recogernos al hostal uno de los guías. Bajamos en busca del bus rodeados de borrachos que celebraban la noche del martes con tanto ímpetu y efusividad que no dudábamos que hubiesen encontrado su propia montaña de colores; aunque a decir verdad, todas las noches las celebraban con la misma pasión que como las del martes.

A las 7 de la mañana, ya cerca del lugar, nos dieron el desayuno y las indicaciones necesarias con el planning detallado de las horas que dedicaríamos. 

Por delante teníamos 6 kilómetros de ascensión que podíamos subir hasta en dos horas. Las nubes de la incertidumbre y la inseguridad empezaban a disiparse. Las alpacas y llamas volvían a aparecer, pues estos camélidos acostumbran a habitar las alturas y nos encontrábamos a cuatro mil y pico metros.

Quizás fue porque las dudas nos habían hecho tener expectativas mucho menos alentadoras, o quizás porque Reyna (la mujer del hostal) había sabido infundarnos el suficiente ánimo; pero el hecho es que llegamos a la cima los primeros del grupo. Si bien es cierto que uno no siente la falta de oxígeno a la hora de respirar, sí que parecen pesar más los músculos, como si la fuerza de la gravedad se hubiese multiplicado y fuese mayor el esfuerzo que había que hacer cada vez que se levantaban las piernas.

Superados los últimos cien metros, la recompensa se abría ante nosotros. Las capas superpuestas de colores que teñían la montaña Winicunca se sucedían haciendo cola ordenadamente para aparecer una tras otra, en pirámide. La luz del día permitía ver los matices de cada capa y los resaltaba, haciendo patente que la clave está en la mezcla. 

A la derecha, las pinceladas seguían pero condensadas con matices de rojos, y habiendo utilizado aquí un pincel de brocha gorda. El premio por haber llegado los primeros estaba en poder disfrutar de la cima sin que estuviese abarrotada. Si Winicunca había sido pintada, sin duda el valle rojo había sido un primer boceto menos sutil.

Es comprensible que en este continente naciese la idea de lo real maravilloso y del realismo mágico. Bien podrían aparecer la cara sonriente del Gato de Cheshire o el Sombrerero Loco y nadie se extrañaría. Verdes, amarillos, ocres, marrones, rojos y turquesas pintaban el pico como si fuesen el escenario de una película futurista ambientada en otro planeta. Sin duda la delicadeza y elegancia con que se superponen las finas capas de colores del Winicunca es realmente seductora. Aquí tejió la Pachamama su awayo más espectacular.

Detrás se alzaba completamente nevado el Ausangate, con más de 6300 metros, y a nuestra derecha, tras el valle encendido, Salkantay. Tres picos nos rodeaban; tres apus para la cultura andina o dioses de la montaña, a los cuáles nuestro guía agradeció su protección juntando tres hojas de coca, símbolo de la trilogía inca (el puma, la serpiente y el cóndor) haciendo un pequeño ritual. Dimos gracias a los apus por su realismo mágico y nos dispusimos a acometer la bajada.

Al día siguiente nos esperaba un paisaje más blanquecino, aunque no exento de tonalidades. Con la compañía de un argentino que se alojaba en nuestro hostal nos dirigimos a las Salineras de Maras, un enjambre salino de pozos secando al sol su contenido. El taxista que nos acercó desde el ramal donde nos dejó el bus, nos explicó que esos pozos eran heredados de generación en generación, por lo que empezaba a suponer un problema si tenías dos en posesión y tres futuribles herederos.

Estas salineras funcionan como una cooperativa y redistribuyen los beneficios que aporta el turismo y la venta de sal; lección que podrían aprender en la Isla del Sol. Bordeamos los pozos admirando los diferentes blancos y ocres del agua salada estancada y caminamos los tres hasta Urubamba, desde donde haríamos el retorno a Cuzco, con las retinas impregnadas de tonalidades y matices que solo los apus podrían concebir con sus pinceles y brochas celestiales.

La reina blanca y las montañas amarillas (Tangkou-Huangshan)

Dejábamos en pausa la última entrada mientras preparábamos las mochilas para la ascensión al Huangshan, así que démosle al Play y continuemos con la narración:
El hostel nos proveía de tienda de campaña, mochila y sacos de dormir. Vamos, que no había excusa para subir la montaña, así que paseamos por el pueblecito, que se adhería a lo largo de la carretera cuál sanguijuela, hicimos las debidas compras de provisiones y fuimos a descansar.
Empezamos el día pronto, para no sufrir el martilleo del sol de mediodía. Ilusos nosotros. Nos tocó hacer cola cómo no, y enlatarnos en un bus que nos dejaba a los pies de Huangshan, cuya traducción sería montañas amarillas. Aún no teníamos las entradas en la mano y ya estaba lloviendo. Una marea amarilla de chubasqueros inundaba las colas, y pintaría de color las montañas. No sé si la elección del color del chubasquero era casualidad, pero no lo parecía.
Comenzamos la ascensión a buen ritmo y parando poquito con la lluvia yendo y viniendo (al menos nos resguardaba del calor). Cuando parecía que la montaña se deshacía de los árboles que la cubrían, llegó la reina del lugar, la reina blanca. En Huangshan la niebla cubre las montañas dos de cada tres días. Llegamos a la cima en poco más de dos horas y nos acercamos en vano a los diferentes miradores. Lo único que alcanzábamos a ver era la espesa niebla. Empezó a cogerse la lluvia y estábamos sin lugar donde plantar la tienda, así que empapados, nos cobijamos en un hotel a dejar que amainara el temporal.
Dejó de llover pero la opaca niebla se había instalado y amenazaba con no irse, así que continuamos la búsqueda de un lugar donde dormir. Cuando la desesperación empezaba a tocarnos la espalda de manera insistente, vimos el sitio perfecto para acampar: Apartados de todo y en una zona de césped, resguardada de las miradas por unos muros de árboles. Montamos y nos metimos en nuestra cueva para entrar en calor.

Después de comer fuimos a dar una vuelta, un poco desesperanzados por la presencia omnipotente de la reina blanca y al rato de caminar, surgió la magia; como con una sonrisa pilla, la niebla muy despacito se fue alejando, destapando un paisaje alucinante de montañas que parecían pintadas en blanco y negro y perfiladas por la niebla que oscurecía las cordilleras dándoles profundidad con carboncillo.

La nota de color la daban riscos que recordaban a los de Zhangjiajie pero que los superaban en belleza a nuestros ojos. La golden hour, los teñía de un tono dorado, majestuosos y de una presencia irreal a la vista. 


Vimos atardecer mirando a las montañas. Disfrutando de la vista que se nos regalaba y agradeciendo a la niebla, no sólo por haberse ido de paseo sino por habernos permitido llenar la brevedad de la visibilidad, con la intensidad de lo que se sabe que es fugaz y caduco.

Amanecimos antes que el sol y subimos 200 metros de desnivel para coger sitio en el espectáculo del amanecer.
Por si alguien tenía todavía alguna duda, toda la montaña se sube y se baja con escaleras. Así que escaleras arriba en procesión, íbamos subiendo en busca del sol. 
Al llegar al mirador se nos cayó el alma a los pies: Parecía un centro comercial y no quedaba sitio ni en segunda fila. Nos apartamos un poco y conseguimos sitio en segundo plano. Todos mirábamos expectantes al horizonte viendo las montañas dormitando arropadas por una sábana de nubes, cuando volvió ella; la reina del lugar a fastidiarlo, o eso parecía, porque se alejó justo en el momento oportuno. Algunos habían perdido la fe y conseguíamos acercarnos al palco. 

Entonces un punto como una chispa, asomó tras el velo de niebla y el ambiente se lleno de gritos de asombro tan exagerados que más bien parecía un burdel en la happy hour. La niebla como si fuera un telón, se había ido descorriendo y ya dejaba ver el espectáculo al completo. Gratis y en primera fila, nos quedamos hasta los créditos.
Al acabar, recogimos la tienda y no pusimos en camino. El inicio del descenso estaba más lleno de gente, pues un teleférico lleva a los perezosos casi a la cima, pero conforme bajábamos tímidamente parecía descender el número de visitantes.

Tomamos el camino largo para subir al Celestial Capital Peak a 1864 metros. Era tan escarpado que más de uno lo subía a gatas. En la cima, los chinos se hacían fotos en el cartel que prometía las mejores vistas de toda la montaña. De nuevo, el blanco impoluto lo cubría todo.
Bajamos junto con una familia, paso a paso, pues el camino se estrechaba y se transformaba a tramos, casi en un camino de espeleólogos.
Tras cinco horas de bajada, con las piernas quejándose a voz en grito, descansábamos nuestros machacados cuerpos en el bus que nos llevaba a Tangkou, donde el resto del día lo pasaríamos recuperándonos hasta la tarde noche, que cogeríamos un tren con destino a Shanghai.

Atrás quedaban las montañas amarillas todavía tristes por vivir en una prisión blanca casi a diario, con sus lágrimas decolorando las cimas, como si de una acuarela mojada se tratase. La reina blanca había estado presente más de lo que nos hubiera gustado, pero había dotado de momentos mágicos, los breves espacios de tiempo en que se desnudaba y las montañas amarillas se incendiaba en colores.  

viernes, 25 de agosto de 2017

El ombligo del Perú (Cuzco-Machu Picchu)

Retornábamos a Perú para visitar su destino estrella: Cuzco, que en quechua significa "ombligo". Cuenta la leyenda, que el Sol mandó a Manco Cápac y Mama Ocllo buscar un lugar donde se hundiese la vara de oro que portaban, y que sería allí donde tendrían que fundar la capital del imperio  que se convertiría en el "ombligo del mundo". Desde aquí los incas extendieron sus dominios por la zona que llamaron Tawantinsuyu y que hoy ocupan hasta seis países (sur de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y parte de Chile y Argentina).

Por tanto, así como Sucre fue testigo protagonista de la historia boliviana, Cuzco lo es tanto de la historia del imperio inca como de la ocupación colonial española posterior.

La capital inca estuvo repleta de templos que fueron destruidos por los españoles para construir iglesias en su lugar; pero la religión inca siguió latiendo bajo las baldosas españolas, consiguiendo cambiar la letra de la canción, pues esta vez, bajo los adoquines sí había "arena de playa": la memoria del imperio caído, que con el tiempo consiguió fusionar sus costumbres andinas con las católicas;  por lo que hoy en día, al entrar en los lugares sagrados católicos, puedes sentir al mismo tiempo que estás entrando en los antiguos templos sagrados incas. 

De esta manera, en la ciudad queda memoria de ambas épocas; en las calles Loreto y Hatunrumiyoc todavía sobrevive la exquisita arquitectura inca con sus piedras pulidas y encajadas a la perfección que se mezclan armoniosamente con el pasado colonial.

Quizás el mayor ejemplo de esta mezcla sea el antiguo templo de Qorikancha, que fue el templo más rico del Nuevo Mundo hasta la conquista española, estando recubierto en su momento de oro. Con la llegada de las tropas de Pizarro, se construyó en el mismo lugar el Convento de Santo Domingo, por lo que hoy queda un amplio claustro con sus arcos y sus balcones, bordeados por los antiguos templos que perviven desnudos de su oro.

La Plaza de Armas era y sigue siendo centro neurálgico de Cuzco. Los indígenas la bautizaron como Huacaypata que significa "lugar de lágrimas" porque aquí fue ejecutado Túpac Amaru I (uno de los reyes incas que se rebeló contra los españoles) ante la presencia de numerosos indios. En esta plaza están la catedral, la iglesia del Triunfo, la de la Sagrada Familia y la de la Compañía de Jesús; todas rodeando la fuente del inca Pachacútec.

Las mejores vistas las encontramos subiendo hasta la Iglesia de San Cristóbal. Tanto desde la plaza, como desde su campanario, se puede apreciar todo el centro histórico de la ciudad. Y desde aquí, haríamos un paréntesis de Cuzco, pues Machu Picchu nos esperaba.

Siempre he creído que las vías de tren están revestidas de cierto poder de atracción para el viajero; cierto halo romántico e hipnótico en las líneas paralelas que se pierden en el horizonte convergiendo en un punto de fuga; existe algo atractivo en ir saltando sus tablas de madera como jugando a la rayuela. Por eso no había mejor manera de llegar a Machu Picchu que hacer peregrinaje caminando junto a las vías del tren con las imágenes de "Cuenta conmigo" como flashes o un déjà vu.

El camino desde Hidroeléctrica (donde nos dejaba la combi) hasta Aguas Calientes era dos horas y media de recorrido junto a las vías, y muchos peregrinos como nosotros habían decidido sumarse para evitar pagar el tren por un agradable paseo entre montañas que servían de aperitivo.

Al día siguiente, evitando pagar el precio excesivo del bus, ascendimos hasta la entrada de las ruinas por unos escalones de piedra que atajaban la carretera. La subida fue de hora y media y perló de sudor nuestros rostros mientras los que bajaban animaban con sus "You are almost there!!".

Por fin, el Huayna Picchu aparecía ante nosotros dejando vislumbrar el perfil de la archiconocida montaña.

Entramos al yacimiento arqueológico a las 13h (pues teníamos el turno de la tarde) y algo nos decía que tratásemos de no detenernos hasta subir al mirador de "La Cabaña del Guardián"; algo, como en el mito de Orfeo nos animaba a dar momentáneamente la espalda a la imagen más fotografiada de Perú; no ceder ante la tentación y aguardar hasta dejarnos sorprender de golpe ante el poder visual y magnético de Machu Picchu una vez estuviésemos arriba.

El impacto es inevitable; ante tus ojos quedan los restos de una enorme ciudad, resguardados por la montaña que le concede gran parte de su belleza; imponente y exhuberante, el Huayna Picchu abraza las ruinas incas.

Es imposible no quedarse contemplando durante unos minutos, embobado, tratando de convencerse de que uno no está soñando y efectivamente tiene ante sí una de las siete maravillas. La propia imagen desde la retina parece que sea la que te pellizque susurrando: "estás vivo y estás aquí". Y una vez nos convencimos de que efectivamente, así era, comenzamos a visitar la ciudad.

Las ruinas se encuentran en perfecto estado, con sus piedras acopladas y ensambladas tan perfectamente que no hubo necesidad de utilizar nada más para mantenerlas unidas y crear bancales, casas, templos y hasta fuentes. El verde del césped y las montañas saturan de vida la fotografía.

Las llamas pastan tranquilamente y aguardan indiferentes a la cola de turistas que hacen turnos para inmortalizarse con ellas. La mayoría, al principio con respeto por no llevarse un escupitajo; pero están tan acostumbradas, que a menudo posan en los selfies con su estática sonrisa.

Tras terminar el recorrido, subimos de nuevo hasta el mirador para dejar pasar el tiempo ante las ruinas, dejando que reposasen en la memoria al tiempo que nuestras miradas seguían sorprediéndose ante la majestuosidad de los vestigios de lo que un día fue un asentamiento y hoy bien puede considerarse el ombligo, como mínimo, del Perú.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Telenovelas y pinturas chinas (Zhangjiajie-Tangkou)

"Arriba está el cielo, pero en la tierra están Hanzhou y Suzhou" Refrán chino 

Dejar la ciudad de Zhangjiajie, aunque no lo supiéramos, supondría volver a vivir uno de esos días raros.
De buena mañana íbamos a la estación para comprar billetes con destino Hangzhou. Nos confiamos y en taquilla pronunciamos el nombre. El precio tan bajo que nos dijeron nos hizo sospechar que la comunicación no había sido ni fluida, ni acertada; así que volvimos a taquilla con el nombre escrito en chino. Efectivamente nuestra pronunciación todavía deja mucho que desear.
Por delante nos quedaban unas 20 horas de viaje, así que hicimos tiempo hasta la hora indicada. Cuando entramos en la estación en busca del bus (algo sencillo, si enseñas el billete), un hombre nos indicó que le siguiéramos y nos llevó a la calle, donde esperaba el bus con el motor encendido y casi lleno. Por los pelos.
El ambiente del bus es casi más caótico que el del tren. La gente escoge el asiento que le apetece aunque estén numerados, escupe en el suelo, tira las pipas a la basura pero siempre falla, ponen los pies en el asiento... Realmente todo esto lo hacen en el tren, pero quizás más comedidos por estar vigilados por el revisor. Cuando el de detrás nuestro se puso a fumar tan tranquilamente, alucinamos.
Estábamos cansados y pasamos el día entre lecturas y cabezadas. Entrada la noche el bus hizo una de sus paradas para hacer pis y/o comer, o eso creíamos, ya que cuando muertos de calor y sin encontrar la postura nos despertamos, vimos cómo faltaba la mitad de los pasajeros.

Con los pies hinchados como globos, decidimos ver qué ocurría. Nos encontrábamos en medio de la nada en una caseta llena de gente viendo una especie de novela. Imaginamos que era una parada para que el conductor descansara, así que decidimos unirnos a los chinos y ver la telenovela para matar el sueño.Volvimos al bus al amanecer y caímos roques.
En teoría aún quedaban 5 horas de viaje, cuando un hombre nos indicó que bajáramos. Estábamos en medio de la carretera, y había un chico joven con coche al que pagaron. Subimos cuatro personas detrás un poco apretujados, y recorrimos los últimos kilómetros a Hangzhou.

Ese día hicimos poco más que asomarnos al lago, ya que entre el agotamiento y la lluvia torrencial que se abalanzó sobre nosotros al empezar la visita, vimos que lo mejor era descansar y planear las siguientes etapas. Eso sí, salimos a cenar a una cadena de restaurantes locales, llamada Grandma’s kitchen que tiene a precio bajo una cocina deliciosa, incluyendo obviamente, las rarezas nacionales. Para tener mesa hay que esperar cogiendo turno poniendo el móvil. Como no tenemos móvil chino, nos plantamos delante de la recepcionista y al poco tiempo nos dio mesa.

A la mañana siguiente descansados, nos pusimos a patear la ciudad. Hangzhou es conocida por el West Lake, un lago de 8km² que la convierte en el paisaje que todo chino asocia en su mente con lo idílico, el cielo en la tierra.
Las flores de loto flotan tranquilamente, todas juntas para no perderse en la inmensidad del lago; los barquitos y barcas lo cruzaban, tranquilas pero seguras de lo que se hacen; los sauces llorones refrescan su cabellera en el agua y las montañas se alzan como telón de fondo. Una pintura china salido del lienzo y anclada en la realidad.
Viendo el calor que nos azotaba la cara y ponía a trabajar nuestras glándulas sudoríparas, envidiábamos a los sauces.

Entramos en el templo budista de Jingci, un oasis de tranquilidad en medio del bullicio turístico, ya que Hangzhou está entre los destinos chinos más populares y atrae a ingentes cantidades de visitantes que rivalizan con el loto por poblar el lago.
Nos pasamos el día paseando por la orilla del lago a excepción de una incursión fallida en busca de cualquier lugar refrescante que nos evitara comer sin acabar cocidos.

Cenamos de nuevo en el Grandma’s kitchen pero esta vez estaba lleno de gente y calculamos una espera de una hora. Pusimos un número chino al azar, por si acaso y haciéndonos los tontos, repetimos la acción del otro día, esperando pacientemente. La que daba las mesas (que era una mujer distinta), imaginó que no sabríamos o no podríamos coger número y nos coló a los 15 minutos de espera. Nos pegamos un banquete de ánguila, tofu picante, loto con miel y vieiras entre otros.

Dejar atrás Hangzhou para ir a Huangshan obviamente no iba a estar exento de desventuras, aunque esta vez no fuera por culpa de nuestra mala pronunciación. Google nos indicaba en el mapa, no sólo la estación del oeste, sino qué bus coger, dónde hacerlo y dónde bajar. Allá que fuimos confiando en “El que todo lo sabe” hasta que perdimos la fe tras dar una vuelta a la manzana y no encontrar nada parecido a una estación. Preguntamos a la gente, pero ninguno parecía entender nuestras preguntas. Desesperados, desayunamos, pensando que al final nos tocaría tirar de taxi aunque fuese más caro. Afortunadamente aprender ciertas palabras en el idioma del país es una ventaja, y con el estómago lleno, buscamos en una parada de bus la unión de palabras oeste, bus y estación y…¡Bingo!
Compramos billetes y esperamos la salida del bus.
Un trayecto de cinco horas, hoy por hoy, se nos pasa volando y llegar a Tangkou fue sencillo; pero Google nos tenía otra preparada con la ubicación del hostel.
La mujer del bus nos había preguntado dónde dormíamos y al bajar en Tangkou, viendo la dirección que tomábamos nos insistía en ir en el sentido contrario. Como no nos entendíamos muy bien y pensábamos que nos indicaba un restaurante, hicimos caso omiso. Al ver esto, la mujer me pegó en el brazo como una madre que te quiere remarcar que no seas cabezón, y volvió a marcar el sentido contrario. Al fin le hicimos caso. Buena elección.
Aún así, llegamos al hostel de pura suerte, pues entramos a preguntar por la dirección, ya que el nombre del lugar estaba en chino únicamente.

Ya instalados pasamos el día haciendo los preparativos para subir a la montaña al día siguiente. Pero eso amigos es otra historia...

lunes, 21 de agosto de 2017

Luciérnagas bolivianas (Carretera de la Muerte-PN Madidi-La Paz)

La antigua carretera que unía La Paz con Coroico fue designada en su momento "la carretera más peligrosa del mundo"; un trayecto que se llevaba 26 vehículos por delante cada año. En 2007 se abrió una ruta más segura, por lo que la mayoría de automóviles dejaron de utilizar la antigua, macabramente premiada con el amenazador y orgulloso nombre.

Hoy día, el trayecto La Cumbre-Coroico (de 64 kilómetros y 3600 metros de desnivel) se ha convertido en escenario de un deporte extremo de atractivo turístico: la "Carretera de la Muerte". Contratando con agencias especializadas, se desciende en grupo por este antiguo tramo en mountain bike que presume de bajar junto a acantilados con caídas de hasta 800 metros.

La enorme diferencia de nivel propicia que el cambio de clima sea palpable; en menos de 5 horas cambiaríamos los forros, el viento, el frío y los paisajes de riscos rodeados de la vegetación propia de los 4700 metros, por la humedad pegajosa y calurosa de un paisaje selvático con sus correspondientes mosquitos.

El descenso merece la pena, aunque solo sea por los paisajes. Parece increíble pensar que por esta carretera circularan camiones en los dos sentidos y no es de extrañar que se produjesen tantos accidentes, pues en algunos momentos la anchura ronda los tres metros.

De todas formas, si se siguen las instrucciones del guía y se va con tranquilidad y sensatez, priorizando las vistas a la velocidad, el único inconveniente (salvable por la suspensión de la bici) es el contínuo e incómodo traqueteo creado por el irregular suelo de piedras y gravilla.

Lo cierto es que tuvimos suerte con los monitores, pues tenían todo controlado al milímetro (una de las consecuencias de que repitan el trayecto todos los días) y acabamos la ruta comiendo como reyes y celebrando nuestra supervivencia.


Pero no dejábamos el paisaje selvático atrás por mucho tiempo, pues al día siguiente, una avioneta de 19 pasajeros con la cabina de mando al descubierto, nos aterrizaba en Rurrenabaque para hacer una incursión en la selva amazónica boliviana.

Todo presagiaba que tendríamos mala suerte: nubes negras amenazaban con desahogarse sobre nosotros, lo cual impediría ver animales; sin embargo, hemos de reconocer nuestra fortuna, pues la lluvia tan solo duró el trayecto en coche desde Rurrenabaque (punto de ingreso al Parque Nacional Madidi) hasta el río Yacuma. Allí, nuestro guía Luis se presentó; entramos en el bote y nos dejamos llevar río adentro, hasta nuestro alojamiento.

Por el camino, Luis paraba el motor y señalaba con pasión todos los animales que íbamos viendo; aprendimos a adaptar nuestra vista a la fauna que se resguardaba de las miradas y poco a poco surgía confiada en primer plano.

Los caimanes fueron los menos tímidos, tomando el sol con sus fauces abiertas e impávidos como estatuas. Abundaba el caimán yacaré, pero también hizo su aparición el negro. Entre las aves, la pava serere o ave del paraíso, con sus graznidos y su cuerpo de gallina inundaba los árboles que bordeaban el río.

Las garzas, con sus prolongados picos y estilizados cuellos nos miraban de lado con desconfianza, antes de alzar el vuelo y desplegar sus enormes alas para balancear con cierta torpeza sus largas patas en retirada.

El Parque Nacional Madidi es una de las reservas con mayor biodiversidad del planeta y alberga también al roedor de mayor tamaño del mundo: el capibara; una especie de conejillo de indias gigante que se dejaba fotografiar indiferente.

Y de repente, escuchamos como el sonido de alguien que ha estado aguantando la respiración y sale del agua soplando el aire que le queda; eran los bufeos o delfines rosados que hacían su aparición con los gritos de júbilo de Luis: "Dolphin, dolphin!!". Varios nos siguieron un rato, juguetones, mientras mostraban sus lomos gris-rosáceos y parte de sus hocicos alargados a lo Pinocho.

Antes de llegar a nuestro lodge, un árbol repleto de chillidos anunciaba la presencia de los pequeños monos ardilla; unos monos diminutos que siempre van en grupo para protegerse unos a otros y esperaban hambrientos su ración de plátanos, que Luis repartía sobre nuestras cabezas para que se subiesen encima. Sus caritas ingenuas de pelaje blanco y negro y cuerpos amarillos resaltaban sobre las ramas.

Esa misma noche, tras habernos acomodado, salimos con la oscuridad a escuchar los sonidos de la selva y a admirar sus luces. Las bombillas naturales no eran solo las de las estrellas, sino las de las intermitentes luciérnagas y las de los ojos de los caimanes que al enfocarlos con las linternas devuelven una luz rojiza similar a la de los ojos de algunas fotos hechas con flash; el río estaba inundado de ellas, pues en estos momentos es cuando sacan sus cabezas, preparados para cazar.

Al día siguiente, antes de ir en busca de anacondas, el guía subió al caimán que se había alojado cual vecino en la orilla de nuestro lodge, con ayuda de una cabeza de pollo, para que pudiéramos tocarlo. Al ser un parque nacional y estar acostumbrados a la presencia humana, mientras no se hagan movimientos bruscos, resultan inofensivos. Al caimán lo habían bautizado los guías como Pedro, y tenía cicatrices de una pelea territorial entre los de su especie, lo cuál es bastante usual y cada cierto tiempo se escucha el sonido de un chapuzón seguido por los gritos de Luis: "Caiman fight!!".

Salimos a por las anacondas, pero la búsqueda fue infructuosa; eso sí, pudimos observar las garzas, águilas, y muchas otras aves que alzaban el vuelo conforme nos acercábamos; en especial el jabirú, la cigueña más grande de América, con su peculiar buche negro y rojo y su pico oscuro que parece sonreír.

Por la tarde seguimos con nuestro paseo en bote, aderezado con la guinda de nadar entre delfines ante la mirada atenta de los caimanes que afortunadamente no se acercaron. Los delfines jugueteaban de cerca y enseñaban sus aletas pero no se dejaban tocar.

Esa misma tarde, antes de volver a la cabaña, disfrutamos de la puesta de sol más anaranjada que hubiésemos visto nunca, que recordaba a las postales africanas, por las sombras chinas con las que jugaban los últimos resquicios incandescentes de luz con los árboles y los efectos del contraluz.

El último día nos fuimos a pescar pirañas para comer luego (pescando primero truchas, que funcionarían de cebo para las segundas), aunque ni Violeta ni yo pescamos ninguna de tamaño considerable (pezqueñines no, gracias); parece que se vengaban de los españoles por nuestro pasado conquistador y sólo se dejaban capturar por las irlandesas del grupo.

Dejábamos la selva boliviana atrás, ante un grupo de espátulas comunes (nombre que adquieren estas aves por la forma de sus picos), con su plumaje rosa como el de los flamencos, que buscaban comida perseverantemente casi sin levantar sus ojos albinos de la faena.

Ya en el jeep, antes de dejar del todo la selva y a su rica fauna, avistamos un perezoso que colgaba de una palmera; en diez minutos y debido a su lentitud y sosiego, solo tuvo tiempo para rascarse la barriga, mirarnos serenamente y volver a engancharse para quedarse colgado en la postura inicial.

De vuelta en La Paz, Bolivia nos despedía con sus luciérnagas artificiales, más constantes y numerosas, desde la colina de enfrente. El Estado plurinacional, y pluripaisajístico de Bolivia se había desnudado ante nosotros para enseñar los límites difusos de su realidad, sus utópicos panoramas y su riqueza natural. Sólo él sabe si algún día volveremos a pisar sus tierras...