miércoles, 27 de abril de 2022

És hora de tornar a casa, pels infinits camins del món (Sydney)

Dejamos el último post sin haber llegado a Sydney. Ahora, desde casa, mientras imaginamos un avión sobrevolando la isla como escena final de la película de nuestra luna de miel, permitid que hagámos un flashback para acabar de contaros el viaje.

La vuelta a Sydney fue fácil: nos separaban unos 150km y teníamos toda la mañana, así que lo tomamos con calma, limpiamos la campervan, le pusimos gasolina y tras 5.000 km, nos despedimos por fin.

Cargados como mulas, fuimos en transporte público al hotel y mientras esperábamos el último bus, tras casi una hora de viaje y bajo la perenne lluvia, nos cayó como un rayo: habíamos olvidado la bolsa de la comida y de la ropa sucia en la caravana. Nos tocaba volver.

Poco más que remarcar del día, excepto el chafón que nos llevamos, al fin con las bolsas, al fin en el hotel, al descubrir que los trabajadores de la empresa de alquiler se habían sentido en el derecho de cogernos las papas, las barritas y los doritos. Brindamos por su memoria y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, a pesar de que las predicciones daban todo el día de lluvias, un rayito de esperanza entró por la ventana e iluminó el día entero. Fue una jornada espectacular que comenzó en la playa Coogee. La archiconocida Bondi Beach era nuestro destino, pero Vicent Espert nos había aconsejado el paseo de playa a playa como un "must" y ¡vaya si tenía razón! 

Pasamos al lado de casas de ensueño, acantilados, calitas, piscinas de agua marina y hasta un cementerio. Este camposanto se encontraba en un lugar tan mágico, que parecía gobernado por sirenas que embelesaban peligrosamente con sus cantos al caminante, invitándole al descanso eterno. Las tumbas bien ordenadas, tenían unas vistas de muerte al infinito del océano, en una postal de belleza eterna.

Después de dos horas caminando llegamos a Bondi, su playa kilométrica infestada de surferos invitaba al baño, pero nosotros faltos de fe y viendo las predicciones, cargamos dos paraguas toda la jornada y dejamos a los bañadores muertos de risa y bien dobladitos dentro de nuestras mochilas.



Dirigimos nuestros pasos hacia el centro de la ciudad, donde comimos y paseamos por el Queen Victoria Building, un centro comercial de 1898 que invitaba al consumismo, aunque merecía la pena pasear y recorrer sus pisos sólo por disfrutar de su arquitectura.



Lo siguiente que hicimos fue recorrer de punta a punta el Sydney Harbour Bridge. Este armatoste de acero ofrece unas vistas de la bahía muy disfrutables y es uno de los iconos de la ciudad, coronado con la bandera del país, se alza orgulloso, uniendo el Norte de la Bahía con el distrito financiero desde 1932.

Para cerrar el día de turismo, seguimos el sonido de unos fuegos artificiales que estaban lanzando en la bahía, hasta Circular Quay. Aquí, siguiendo de nuevo los consejos de Vicent, cogimos el ferry a Manly. Esta línea del transporte público, ofrece unas vistas de la bahía que te dejan sin aliento. Estas vistas de cine, fueron aliñadas con la luz anaranjada de la puesta de sol y el encendido paulatino de la iluminación nocturna. El atardecer que nos regalaba este día lluvioso de base, fue la despedida perfecta a nuestro viaje. La guinda del pastel, la pusimos regalándonos una cena en The Farmhouse, un restaurante íntimo con una comida buenísima.

El último día fuimos siguiendo las miguitas de pan para retomar el camino de regreso a casa y a las 15:00 ya estábamos de vuelta y viendo la isla desde la distancia. Y es que en las grandes experiencias de la vida, es necesario coger altura para verlas con perspectiva y poder saborearlas en plenitud. 

Ya estamos de nuevo en la escena final: el avión va persiguiendo el lecho del sol, se va comiendo el confín del mundo y nosotros cerramos los ojos con nuestro nuevo destino en mente, justamente, cogiendo el horizonte allá por el lejano oeste.  

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