viernes, 12 de agosto de 2011

El Lejano Oeste (Grand Canyon-Monument Valley )


El Gran Cañón nos ha demostrado su grandeza en estas 3 noches y 2 días que lo hemos habitado.



La mañana del primer día nos deleitamos con las espectaculares vistas que ofrecían los diferentes miradores, a lo largo de la Desert View, (una carretera que recorre el borde Sur del Gran Cañón).


Una vez comidos (y con una siesta entre pecho y espalda aprovechando que llovía), fuimos en busca de más miradores, esta vez caminando, siguiendo el Rim Trail (una senda paralela a la Desert View, que acompaña al Cañón en su borde propiamente dicho).


Al día siguiente, madrugamos todavía más, pues nos esperaba una larga caminata; habíamos decidido recorrer el Bright Angel Trail (un sendero que va desde lo alto del Cañón hasta el Río Colorado). Es un camino que no se recomienda hacer en un día, ya que el desnivel es muy grande y hay que tener en cuenta que todo lo que baja, sube. Se descienden 1300 metros en 12 kilómetros y medio y luego, claro está, hay que subirlos.


Empezamos con ganas de llegar a tocar el Río Colorado (no nos contentábamos con verlo). Las vistas eran espectaculares y conforme nos adentrábamos más y más en el cañón, no desmejoraban. En dos horas llegamos al “Indian Garden” que está a mitad de camino. Es un lugar lleno de cactus con sus frutos maduros de color morado que aparenta ser un jardín de flores por su color.

Al ser todavía las 9’30 y viendo que estábamos frescos, decidimos inspeccionar el Colorado, recorriendo 5km más. Las vistas a partir de entonces cambiaron por completo y el paisaje comenzó a ser más seco y caluroso.

Llegamos al río sobre las 11 y después de quedarnos boquiabiertos por la bravura de sus rápidos, nos pegamos un bañito (en la orilla, no fuera que nos convirtiéramos en patitos de goma surcando el oleaje) en sus aguas marrones y heladas. Comimos a la sombra y reemprendimos la marcha una hora más tarde.

Tocaba subir lo que habíamos bajado. A pesar de que intentábamos llevar un ritmo rápido, el sol atacaba sin piedad y la sombra se negaba a cobijarnos aunque fuese un ratito. Conquistamos el Indian Garden por segunda vez a las 2 horas de marcha.

Descansamos, bebimos agua y cogimos una gran bocanada de aire para continuar la subida. Ahora la sombra se dignaba, de vez en cuando a protegernos, pero la ascensión se convirtió en nuestro enemigo (sobre todo en los últimos kilómetros) y se alargaba interminablemente.

Al fin, después de 10 horas y media, llegamos arriba, tras 25 kilómetros y el desnivel acumulado.

Para cerrar el día el Gran Cañón aun nos tenia guardada una sorpresa: Unos animales mezcla de ciervo y caballo, se habían hecho dueños de la carretera y pastaban tranquilamente en el arcén, ajenos al tráfico que habían montado; los conductores, lejos de desquiciarse, se quedaban alucinados como nosotros y bajaban de los coches a fotografiar a estos tranquilos animales mientras cenaban.

Asombrados todavía por la imagen, reservamos un asiento en primera fila sentados en una roca, al borde del precipicio, para ver atardecer y cerrar el día con broche de oro. El espectáculo mereció la espera. El sol, todavía unos centímetros por encima del horizonte, cubría los diferentes riscos con su luz, tornándolos en meras sombras. Las nubes de un color anaranjado posaban orgullosas en el cielo; poco a poco, conforme bajaba, el sol fue devolviendo el color a las montañas y cambiando de vestido a las nubes, ahora rosas. Cuando sólo quedaba una pepita de oro encima del horizonte, un halcón pasó por delante y como si se lo hubiera comido, hizo desaparecer por completo el sol; las nubes perdieron su color y un manto de oscuridad cubrió el Gran Cañón, convirtiéndolo en un oscuro agujero; al fin, vimos desaparecer el río, orgullosos de haberlo degustado.

Al día siguiente abandonamos el parque, camino al Este, en busca del Monument Valley. La teoría de que Arizona se llama así por su aridez cobró sentido conforme nos alejábamos del Gran Cañón y nos acercábamos a la frontera con Utah.
Sólo faltaba la bola rodando en medio de la carretera, música de Ennio Morriccone y que desaparecieran los demás coches…

Cuando únicamente quedaban unos 25 kilómetros, la carretera nos transportó al Lejano Oeste de John Ford y nos sentimos vaqueros cabalgando en nuestro Dodge. El paisaje era de película de John Wayne. Tan increíble, y diferente de lo que habíamos visto ayer… sus mesas elevadas sobre la llanura son alucinantes y uno no se explica cómo puede llegar a formarse.

Pero en esta película del Far West, es curioso, los vaqueros eran los propios indios; y es que ya no montan caballos sino que están montados en el dólar y en vez de vestir con plumas y pintados, se disfrazan con tejanos, camisa y gorro de cowboy para conseguir sacar unas perras a los turistas, ávidos de una instantánea vaquera.

Trotando con nuestro compañero blanco por este famoso valle, volvimos a la carretera.



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