jueves, 4 de agosto de 2022

Las doce (Vatnajökull)

De camino a Vatnajökull, el glaciar más grande de Islandia, la campervan nos acerca hasta el cañón Fjaðrárgljúfur. Sobre el mirador, tras unos minutos de ruta, nos encontramos con bloques de roca espolvoreados de verde, algunos de 100 metros de profundidad, enfrentados y tallados de manera natural por agua y viento. Un trabajo constante de orfebrería para conseguir pulir las figuras más escarpadas y convertirlas en sinuosas formas, paralizadas en continuos regates fallidos al río que las moldea haciéndose espacio.


Este movimiento entre elementos que parecen estáticos también se observa en Vatnajökull, evidenciado en las morrenas que ensombrecen la lengua ante la que nos encontramos, el Skaftafellsjökull. Asomados al frío, cambiamos los tonos verdes por la paleta de azules luminiscentes que se desvanecen, derretidos con blancos agrisados por el día que se oscurece amenazante.

Tras la lluvia, que remite mientras comemos, nos acercamos en una caminata hasta Svartifoss, reconocible por el manto de saltos petrificados que la recogen; una catarata de columnas basálticas abrigando a la cascada de agua.

El día siguiente encontramos un mirador con vistas más espectaculares a Vatnajökull desde la lengua Svínafellsjökull. Desde aquí uno se deja sentir explorador para observar cómo el hielo fue conquistando espacios como una masa amorfa que avanzaba, extendiendo los múltiples tentáculos que ahora se retraen y encogen por el aumento de temperatura que conlleva el calentamiento global. 

Pero la naturaleza, artista de lo efímero, crea belleza incluso de lo lamentable y catastrófico. Este incremento de temperatura ha ido produciendo pequeñas lagunas en los dedos goteantes del glaciar en las que flotantes icebergs, antiguos miembros, navegan a la deriva hasta fusionarse con el lago.

Lo triste (quizá también lo bello) es saber que lo que se está admirando es finito. Gota a gota, los icebergs van mudando forma y color, dejando atrás los azules para pasar a los cristalinos regalando las últimas finas transparencias antes de romperse y desaparecer. Fjallsárlón fue la primera laguna donde asistimos a la bella instantánea de lo caduco. ¿Acaso no es eso la vida? La cantidad de pequeños icebergs casi amontonados y el color de lodazal del agua daban a la estampa una belleza más decadente de los últimos momentos de un glaciar.

En Jökulsárlón, sin embargo, el azul luminoso del lago, su tamaño y el de sus islotes de hielo, hacen olvidar por momentos lo penoso de la situación. Cada curva de hielo es fotográfica a rabiar, cada cambio de color es hipnótico y uno se descubre embobado bañando su vista de ese azul helado. Como recordatorio de lo urgente, sobre el silencio se sobrepone cada cierto tiempo el lamento de algún iceberg partiéndose, como el de un árbol cayendo, como la campanada decimosegunda que anunciaba a Cenicienta la irrealidad de su sueño; la hora de despertar. Y el encanto se destruye...


Para cerrar el día, mientras Violeta cantaba una nana para preservar el hechizo y conseguir que el profundo gris azulado de la mirada de nuestra hija descansase, un animal se acercó nadando hasta ellas; sacó su cabecita a modo periscopio, atenta, y empezó a moverla juguetona tras un tiempo prudencial. Una foca había acudido, quizás atraída por los cantos de sirena, y saludaba a Lara, acercándose con curiosidad mientras despedíamos el día.

(25-26 julio)

1 comentario:

  1. Guau que pasada. Es increíblemente precioso. Estoy alucinada. Pero oigo el ruido del hielo partirse y...jeje me entra miedo. Ya sabéis q yo lo.imagino y oigo como si estuviera allí.. jeje.
    Besos a los tres.

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