sábado, 13 de agosto de 2022

Los restos del naufragio (Akureyri-Glaumbær-Península de Vatnsnes-Westfjords)

Empezamos la jornada en Akureyri, la segunda ciudad más importante de Islandia, que nos dejó con la misma sensación que Reykjavík: un "sin más". Visitamos la iglesia de Akureyri, que parece hecha con regletas, y descubriendo las amapolas amarillas, naranjas y azules del jardín botánico me acordé inevitablemente de la tía Lourdes cuidando con paciencia las flores y plantas de la Finca. De camino a la Forest Lagoon, jugamos a capturar con la cámara los corazones rojos que iluminan sus semáforos cuando indican detenerse.

Quizás, uno de los distintivos culturales de Islandia más evidentes sean sus baños termales. Habíamos ido postergando la visita porque en algunos (como la Blue Lagoon) no aceptan bebés; y otros no podíamos compaginarlos con conocer los alrededores. Ese día nos dirigíamos a los de la Forest Lagoon, situada frente a Akureyri.

Entrar al recinto ya fue un viaje al orden, la limpieza y la espiritualidad que nos trajimos de Japón. La Forest Lagoon es una piscina humeante, rodeada de coníferas y diseñada para desconectar de la rutina; un rincón idílico, perfecto para estrenarnos en las aguas que arropan del frío exterior. Lara se convirtió en el bebé más chill, mirada al infinito, preparada para posar, y rompiendo a reír al momento siguiente con un agudo imposible mientras chapoteaba con sus manitas y mostraba sus encías melladas. Apoyados en el borde, que rebasaba agua sin interrupción, el vapor parecía ralentizar o detener el tiempo de esta orilla, que corría al galope para los que estaban en la ciudad, al otro lado del fiordo.

Como con la primera pisada sobre una cinta transportadora de aeropuerto, que desestabiliza la perspectiva de la velocidad, volvimos a habitar de golpe el tiempo galopante, sin paso ni trote, y nos dirigimos 200 kilómetros al oeste, donde dormiríamos. De camino, paramos en Glaumbær para ver las fotogénicas casas de techo de césped que han reconvertido en museo. 

Al día siguiente cogimos la carretera 711 (si se le puede llamar carretera) para recorrer la península de Vatnsnes. Hicimos tres paradas. La primera, para encontrar la afilada roca Ánastaðastapi, que con sus alargadas astillas de piedra recordaba al Trono de Hierro de Game of Thrones. En ese momento estaba coronada por un ave que se resistía a ceder su sitio pese al vendaval; supongo que haciendo honor a la escena que representaba.

La segunda parada fue Illugastaðir. Un lugar donde avistar focas. Mientras recorría el camino hasta la cabaña, instalada para no molestarlas, un charrán ártico sobrevolaba insistentemente sobre mi cabeza produciendo sonidos claramente amenazadores. Estas aves son conocidas por llegar a ponerse violentas y atacar a los humanos cuando consideran que sus crías están en peligro, por lo que apreté el paso recordando la película de Hitchcock y temiendo por mi cabellera. Las focas, desgraciadamente, estaban suficientemente lejos como para poder verlas si no era a través del zoom de la cámara.

La última parada fue Hvítserkur, la roca rinoceronte. Esta es la atracción más famosa de la zona; sin embargo, ni preserva la soledad de Ánastaðastapi, ni por tanto el impacto; así que el frío glacial que traía el viento pronto nos animó a poner la campervan rumbo al camping que nos esperaba en Flókalundur, a otros 200 kilómetros.

El primer día en la zona de Westfjords fue de lo más intenso. Un sol que no habíamos visto hasta ahora alumbraba el camino de playas de un azul turquesa que no creíamos que existiesen con este clima. Paisajes evocadores del aislamiento y el retiro aparecieron durante el camino, empezando por el que ofrecía el Garðar BA 64, un barco ballenero encallado, dirigido hacia las montañas, dispuesto a arremeterlas. Garðar, estoico, hace frente a la herrumbre que lo va despellejando lentamente. 

Playas de diferentes colores rodean esta parte de la región de Vestfirðir; la iglesia de Breiðavík, encarada al mar, miraba solitaria al pueblo y al horizonte de arena amarilla; muy cerca, la playa de Hvallátur destacaba su blanco con la alfombra de casas con techos pintados de verde, morado, rojo y azul claro.

Llegamos hasta el extremo noroeste de Islandia: los acantilados Látrabjarg. De pronto nos topamos con un baile aéreo de aves; gaviotas haciendo break dance en el aire, desafiando los embates del viento, impulsándose hacia arriba para zambullirse desde lo más alto, acantilado abajo, y lanzándose al vacío de cabeza, como llevadas por un columpio invisible. 

La sensación de vértigo está asegurada en unos acantilados que pueden llegar a medir más de 400 metros de altura. Paseamos por el filo, que solo mostraba su base en algunos tramos donde se vislumbraba el abismo bajo nuestros pies. Durante el resto del camino, por la forma del saliente, la profundidad solo se intuía.

De vuelta a Flókalundur, hicimos una parada en Hnjótur, donde descansan los restos de un avión de la armada estadounidense cuya carcasa sigue el mismo destino que el Garðar BA 64. Curiosamente, continua relacionado con los altos vuelos, pero se ha centrado en los orígenes de una manera más pacífica y ecológica: hoy guarda en su interior pequeños nidos, cobijando a los futuros aprendices de piloto.

Por último, antes de acabar el día nos acercamos hasta la playa Rauðasandur, que según las guías es de arena roja, pero aparecía ante nosotros dorada y reluciente por el agua que había quedado atrapada conforme la marea había cedido. La retirada del mar creaba ondulantes riachuelos que rebeldes se negaban a abandonar la orilla. Paseando por la misma, cerramos el día con broche de oro.

(2-3-4 agosto)

1 comentario:

  1. Es una pasada todo lo q contáis. Y lara lo habrá vivido súper a tope. Miedo me da pensar q habéis ido al borde del acantilado con ella encima..memos mal q ella no se hs enterado y seguro q como en los baños termales riendo y aplaudiendo con sus manitas feliz por todo.
    Gracias a los dos.

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