sábado, 20 de agosto de 2022

Omplint de cel els pulmons (Dynjandi-Península Snaefellsnes)

La campervan cabalga por una carretera de tierra rodeada de imágenes atípicas de un verano mediterráneo: montañas nevadas, aire fresco, lagos que brillan con la luz del sol y hacen difícil no desviar la mirada. Suena Txarango, la canción de Lara: "respira fort, empassa’t la vida a glopades, omple de cel els pulmons". Y allá que íbamos, en busca de trozos de cielo que poder consumir a sorbos durante el año, cuando la rutina pesase; a la caza del instante que captase la pasión de viajar.

Dynjandi no puede tener un sobrenombre más acertado: el velo de la novia. Un manto de agua desciende escalonadamente durante 100 metros de saltos contiguos, haciéndose hasta 30 metros más ancha en su base. La cola sigue bajando en sucesivas cascadas hasta desembocar en Arnarfjörður. Respiramos profundamente las vistas que ofrece la protagonista de todos los objetivos y recogimos su brisa.

Habíamos apurado el combustible al no encontrar ninguna gasolinera Olís (las que nos parecían más económicas) y necesitábamos repostar para llegar a la península Snaefellsnes; así que decidimos hacerlo antes de salir, pero nuestras dos tarjetas daban error y no había nadie para atender. Como aquí es requisito pasar la tarjeta antes de poder repostar, tuvimos que seguir 40 kilómetros hasta encontrar otra gasolinera.

Llegamos, a punto de entrar en el rojo reserva, a una N1 perdida en lo que parecía un hotel abandonado. Tampoco aceptaba ninguna de las dos tarjetas, tampoco había nadie para atender.

Al rato, aparecieron dos personas que vivían en el hotel a pesar de notificarse como cerrado. Nos explicaron que el surtidor solo aceptaría tarjetas de crédito, por lo que, valorando la situación, decidimos seguir hasta la siguiente gasolinera con personal.

80 kilómetros nos separaban del destino. Fueron los 40 minutos más largos de todo el viaje. A 50 kilómetros de llegar, un pitido indicaba que comenzábamos a viajar en reserva. Violeta conducía con marchas largas mientras yo miraba el GPS a cada minuto como si la cuenta atrás se fuese a acelerar y la distancia que nos separaba se acortase más rápido.

Como en las escenas en que se desconecta el cable correcto para desactivar la bomba en el último segundo, la camper por fin se acercaba al tercer abrevadero. Mientras la abastecíamos, esta vez sí, unos españoles nos preguntaron si sabíamos por qué no les aceptaba la tarjeta, que venían apurando la reserva por haberse encontrado con el mismo problema en diferentes estaciones. La solución no era otra que comprar tarjetas prepago que vendían en la tienda.

El día siguiente despertamos en Stykkishólmur, un pueblecito costero con una iglesia que de lado parece mantener la posición de una mantis religiosa y de frente parece emular la señal de Batman. Desde la misma, el pueblo mostraba orgulloso sus casas esparcidas como setas de colores sobre la lengua de tierra que invadía al fiordo.

Con la tranquilidad de conducir con carburante suficiente, empezamos visitando dos cascadas. Para acercarse a la primera y más alta, Grundarfoss, hay que andar unos 20 minutos. Un salto de 70 metros se presenta rodeado de columnas basálticas y verde, como de costumbre.

La segunda, Kirkjufellsfoss, presenta una estampa más conocida: la de la montaña Kirkjufell que concede su perfil cónico de sombrero, ese día capado por las nubes, para entrar en el campo de visión del objetivo y contextualizar la cascada.



En Ólafsvík, la origámica iglesia señalizada por un paso de cebras arcoírico nos impulsó a desviarnos, atraídos por la singularidad de su arquitectura. Su interior nos transportó a un paisaje de fotografía matemática. El edificio parece haber sido diseñado haciendo papiroflexia, doblando sus estructuras para crear la figura de un barco o la de un cisne sin cabeza y con las alas plegadas.

Tras unos veinte minutos de paseo desde el parking que lleva a la siguiente parada, Svöðufoss nos recibe sin compañía para que podamos disfrutar con exclusividad de la penúltima cascada que visitaremos en Islandia. Apretamos el paso por si la nube que amenaza sobre nuestras cabezas acaba vomitando; si así ocurre, que nos pille lo más alejados posible.

Así llegamos a la Ingjaldshólskirkja. Desde lejos, el aislamiento, los colores blanco sobre verde y el rojo sombrero de gnomo de la torre principal acicalan el paisaje; sin embargo, como a muchas otras de las edificaciones islandesas, lo que les embellece es el contexto, pues en las distancias cortas suelen perder casi todo el atractivo.

Acabamos el día visitando los dos faros que guían las embarcaciones que navegan el oeste de la isla. Las dos torres parecen una versión naranja abutanada del Gordo y el Flaco.

Un camino accidentado lleva a Öndverðarnes; rollizo y achatado, es la versión cercenada de Svörtuloft, el faro que se encuentra a dos kilómetros y medio de distancia, alejados por la irregular carretera llena de baches.

Svörtuloft, a los pies de un acantilado imponente, se alza larguirucho, cual sombrero de copa naranja amostazado, dispuesto a posar para una película de Wes Anderson con las simetrías que proporcionan sus ventanas.

La niebla comienza a invadir el espacio engulléndolo todo, decolorando el paisaje. Quizás es mejor que continuemos mañana, cuando retrocedan sus miembros y sus pulmones recojan su aliento.

(5-6 agosto)

1 comentario:

  1. Madre mía...qye agobio lo de no llevar carburante...me estaba ahogando y eso q os vi y sabía q todo acabó bien....jeje..soy una miedosa increíble.
    Lss cascadas preciosas. Y el viaje fantástico..

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