domingo, 3 de septiembre de 2017

Zàijiàn (Beijing)

Conforme el tren llegaba a la estación de Beijing, recogíamos las alas y volvíamos a la realidad, ebrios de lectura.
La capital nos volvía a dar la bienvenida una vez más bajo un cielo plomizo. Nos costó encontrar el hotel, que de nuevo se camuflaba tras un cartel escrito únicamente en chino; depositamos las mochilas y nos lanzamos a la calle para visitar la ciudad. Decidimos recordar el pasado, y comenzamos en el museo de arte Poly, que tiene una colección de objetos de bronce de la época Shang, unas estatuas de buda, y cuatro cabezas de animales del zodiaco chino que por lo visto fueron robados del Palacio de verano en uno de sus saqueos.

Buscando un pasado que pudiéramos recordar, nos fuimos a la villa Olímpica. La amplia plaza que accede al centro acuático nacional (más conocido como el cubo de agua) y al estadio olímpico (apodado el nido), entre otros, estaba llena de gente que recordaba aquel verano en que fue el epicentro del mundo y escenario de grandes epopeyas y récords.

Entramos en el Nido y tomamos asientos con el estadio vacío, intentando escuchar mientras rebobinábamos en el tiempo, los gritos de emoción que seguramente harían temblar las butacas. Subimos arriba y recorrimos el techo, gozando así de panorámicas de la villa olímpica y vista de pájaro del propio Nido.

Acabamos la tarde volviendo sobre nuestros pasos, (al igual que haríamos el último día) para pasear de nuevo por Nanluoguxiang que se negaba a cerrar sus tiendas, con la noche ya instalada.
El segundo día amaneció lluvioso y como en principio íbamos al Palacio de Verano, pero no queríamos confundirlo con el de invierno, dedicamos la jornada a hacer compras. O al menos intentarlo.
Antes de ello, buscamos un lugar para ver el combate de boxeo que algunos calificaban como la pelea del siglo. El bar que encontramos, abarrotado de extranjeros, se mojaba bajo una lluvia que tampoco quería perderse el evento. Que, aunque curioso, no dejó de ser un experimento con final previsto, que movió mucho dinero.
Las compras, también fueron pasadas por agua; no porque fueran al aire libre, sino porque los precios que nos decían antes de venir a China, eran cosa del pasado. Decidimos olvidarnos del poco productivo día con un delicioso pato pekinés.
Tras lo que podría definirse como una siesta, volvimos a las calles, para visitar la Gran muralla antes que las hordas de turistas la conquistaran.

Los datos alrededor de la muralla no son exactos, pues se comenzó a construir en el silo III A.C y se acabó en el silo XVII. Tiene una longitud de más de 8.000 km y posiblemente sea la construcción humana en la que han trabajado un mayor número de personas, ya que se contabilizan más de 800.000 trabajadores.


Como es de entender, un monumento de estas proporciones no se visita desde un único lugar. Nuestra elección fue Mutianyu que al tener un acceso más complicado que otras secciones, también tiene menos afluencia de visitantes.


Llegamos sobre las 8 de la mañana y pudimos disfrutar recorriéndola con muy poca gente. 
La muralla en sí es impresionante pero lo que realmente cautiva a uno es pensar en sus desorbitantes cifras, en la magnitud del proyecto, y obviamente apoyarse en estos cálculos mientras se ve como la muralla se alarga y zigzaguea sin temor a ser superada por las montañas.

Pasamos la mañana y parte de la tarde explorándola, viendo tramos totalmente reconstruidos y pasando por otros, casi abandonados, donde las plantas habían conquistado el terreno.



Dejamos atrás esta maravilla, votada como una de las siete maravillas del mundo contemporáneo. Y para ello, bajamos de la manera más curiosa: en tobogán. Y es que aprovechando la gran cantidad de turistas que la visitan, a alguien se le ocurrió, la genial idea de construir un tobogán, que parece interminable, y baja la montaña. Subidos pues, en una especie de trineo, dábamos la espalda a este enorme dragón de piedra, orgullo nacional que surca las montañas, sin temor al paso del tiempo ni al temporal. Serpenteando de las maneras más imposibles, y alejándose en la distancia, sumergiéndose en el horizonte.


Nuestro último día lo pasamos en el Palacio de verano, construido por Qianlong como refugio y escapatoria del caluroso verano en la ciudad Prohibida. Esta extensión de colinas y edificios, esta abrazada por el lago Kunming y recuerda a los paisajes idílicos chinos con sus imponentes lotos y sauces llorones que cubren parte de sus 290 hectáreas.

Ultimamos compras, y paseos de a contrarreloj antes de dirigirnos hacia el aeropuerto en el metro, nuestro último tren. Pasamos por la Railway Station, apoderados por una dosis de melancolía recordando flashes del viaje: las esperas en la estación, las interminables horas que sumábamos al contador en los diferentes transportes, los días raros, las dificultades de comunicación, el difícil reto de descifrar día a día y bajo nuestra atenta mirada, el comportamiento de los chinos (los escándalos que montan al teléfono, lo nerviosos que se ponen cuando tienen que pasar por una puerta y sus empujones, las coladas que se meten en todos lados, los escupitajos sin tapujos)… y todas las aventuras, que habíamos ido cargando a la mochila y nos pesaba facturar. Ya en el aeropuerto, nuestros labios sellados, pronunciaban en silencio y por última vez Zaijian (que en mandarín significa hasta la próxima).


viernes, 1 de septiembre de 2017

Memoria oxigenada (Ayacucho-Lima-Amsterdam)

Llegábamos a Ayacucho, penúltimo destino peruano; menos turístico por su ubicación y difícilmente accesible hasta hace poco por su historia. Aquí empezó Sendero Luminoso en los ochenta y esta fue una de las zonas más afectadas; pero paradójicamente su historia la conoceríamos en Lima.

A Ayacucho se le conoce también como "la ciudad de las iglesias", por lo que ni es de extrañar que una de las ciudades peruanas con más renombre para celebrar la Semana Santa sea Ayacucho, ni que los destinos turísticos más representativos sean las mismas.

También son destacables su Plaza de Armas rodeada de arcos coloniales con sus correspondientes fachadas, y su gastronomía; por lo que aprovechamos para probar los deliciosos anticuchos y el cuy (cuya carne nos pareció demasiado escasa y fibrosa).

Quisimos visitar el Museo de la Memoria para enterarnos mejor del conflicto con Sendero Luminoso pero al ser sábado por la tarde estaba cerrado, así que llegados a Lima, con su cielo cenizo y fotografía de película de cine negro por su gris mate permanente, visitar el Lugar de la Memoria era el único must que nos quedaba.

En este ejemplar museo que utiliza la memoria como abono para construir futuro sobre las cicatrices, se entiende lo complejo del conflicto y los patrones de las guerras: aunque hubo bandas, es difícil etiquetarlas como buenos o malos porque todos ensuciaron sus manos de barro; no solo Sendero Luminoso, sino también el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), así como parte de las Fuerzas Armadas y el propio gobierno, que para encubrir las violaciones de civiles a manos de sus soldados encargó llevar a cabo esterilizaciones masivas entre la población para evitar las posibles pruebas.

Tras atrocidades como estas, el único escudo consolador para las víctimas (que fueron muchas y pertenecientes a todos los bandos) es el recuerdo en la sociedad, reivindicar la memoria y que se reconozcan los hechos, pues no hay peor sal para las heridas abiertas que negar la evidencia del sufrimiento perpetrado. 

Salimos del museo habiendo reconocido conexiones entre esta historia, la de Camboya, España y tantos otros países. ¿La historia interminable? Ojalá que no.

Paseamos por Miraflores, como si caminásemos por una ciudad europea; y para que no suene eurocéntrico, hay que matizar que simplemente no coincidía ese barrio con ninguna de las imágenes que nos habíamos encontrado por el país; casi ningún elemento identificable peruano: hasta ahora, ni habíamos visto a familias volando la cometa, ni haciendo picnic en el parque, ni centros comerciales con tiendas de lujo, ni edificios de varias plantas reemplazando a las viviendas familiares inacabadas (en eterna construcción, a falta de plata).

Las últimas horas en suelo peruano las pasamos conversando con Edgard, reviviendo momentos de la Ruta Inca (la memoria...) y escuchando pasmados la facilidad con la que se sacaba ideas de negocio de la nada. Sin duda no podía haber habido mejor broche de oro.

Medio día más tarde pisábamos la Vieja Europa de nuevo, haciendo escala de 20 horas en Amsterdam. La escala era larga, pero el horario no nos permitía llegar a visitar ni el Museo Van Gogh ni el Rijksmuseum, así que volvimos a pasear por sus calles y canales descubriendo las queserías holandesas ¡benditas!, en las que nos pusimos las botas a base de degustar los quesos de muestra de todas las tiendas que veíamos por el camino.

Sorprendentemente conseguimos sobrevivir sin ser atropellados por las bicis que se abalanzaban por la carretera sin ceder el paso a los peatones, mientras bajábamos desde el Bloemenmarkt o Mercado de las Flores hasta el Museumplein, frente a la famosa escultura de letras. 

En el Museo de Ana Frank pudimos volver a palpar la piedra con la que no deja de tropezarse la humanidad, sintiendo el bucle de la violencia absurda, el déjà vu histórico que supone re-conocer (aunque en diferentes culturas, épocas y grados) los mismos errores garrafales. Por eso es tan valiosa e imprescindible la memoria, para poder ver la piedra antes de caer de nuevo (para prever) y para curar las heridas que se abrieron con la caída (para reparar, memoria oxigenada).

Acabamos recogiendo nuestros pasos hacia el aeropuerto, concentrándolos en el Barrio Rojo (como la gran mayoría de turistas que no los reposaba bajo las mesas de un Coffee shop) atraídos por el choque que supone estar ante un escaparate de trabajadoras autónomas "vestidas" haciendo gala de un traje tan escaso y escueto.

El viaje llegaba a su fin, con la morriña de viajar apaciguada por el momento y la sed calmada. Ahora toca centrar el mono en buscar nuevos objetivos, nuevos paisajes, que quizás lleguen más pronto que tarde; ¿quién sabe? lo que sí es seguro es que aportarán nuevas luces, voces y miradas a nuestra forma de pensar y que seguiremos contando con vosotros. ¡Buen inicio de curso!

lunes, 28 de agosto de 2017

Regreso al futuro (Shanghai-Suzhou)

Entrábamos a Shanghai con el traqueteo del tren y el tamborileo de la lluvia percutiendo sobre el vagón. El reloj de arena ya había comenzado la cuenta atrás para volver a España y teníamos menos de 48 horas en la ciudad, así que tras instalarnos en el hostel, nos fuimos directos al Bund a disfrutar bajo un cielo sorprendentemente despejado para haber llovido. 

Pasear por el Bund es burlarse del tiempo. En el oeste están los edificios antiguos, de las épocas coloniales, que seguro vivieron tiempos mejores.Al Este sin embargo, al otro lado del río se alza el futuro imponente y prometedor, con los rascacielos del distrito de Pudong. 

La Oriental Pearl Tower reclamando protagonismo con sus llamativos colores entre morados y rosas metálicos. La Shanghai Tower sacando el cuello entre todos los edificios con sus 632 metros de altura y el World Financial Center con 492 metros pero presumiendo de tener la medalla  de plata como la más alta de la ciudad y la de bronce en el mirador más alto del mundo.

Hicimos este viaje en el tiempo, sintiéndonos en medio de un bucle temporal que no sólo nos transportaba del futuro al pasado, sino de occidente a oriente en una mezcla perfecta y con alma propia. Al contrario que Hong Kong, Shanghai alardeaba de un pasado colonial que se palpaba en varios edificios.
Llegamos tarde al museo (a las 16:00 es la última entrada al edificio) así que decidimos regresar al futuro pasando por el turístico túnel que va bajo el río. Esta atracción que más bien parecía el tren de la bruja sicodélico, no merecía la pena, más que para ejercitar los músculos faciales, subir las cejas y mirar a otro lado. No se acercaba ni de lejos al Delorean de McFly.

Salíamos del túnel con el sol ya descansando y las luces de los edificios gritando a voces que admiraras su belleza, recordando que las fotos son gratis. 
Para llegar al Shanghai World Trade Center nos paseamos un poco, caminando entre los edificios por una calle peatonal que se alzaba sobre el tráfico para facilitar la vida tanto a los peatones como a los vehículos.
El ascensor futurista del SWTC, que juega con las luces, para dar un aspecto más cool, sube los 480 metros en un minuto aproximadamente. A continuación se coge otro ascensor hasta el piso 100 a 474 metros






Ante nosotros, yacía la ciudad, animada a pesar de la noche y entre nosotros jugaban las nubes, que sin embargo, eran más benevolentes que en Huangshan.
Cosas del destino, el edificio celebraba los 30 años de “Dónde está Wally” y el edificio acogía una exhibición. Pudimos buscarlo entre la gente desde lo alto, y con su ayuda.








Bajaríamos a tierra al día siguiente y volveríamos al pasado, al visitar los parques Ming de Yuyuan, que se hallan rodeados por unas calles estrechas que parecen sacadas de una película china de época.




Si bien es cierto que la cantidad de turistas, dificulta la tranquilidad de estos jardines, sus diferentes zonas, con fuentes, piedras decorativas que parecen volcánicas en su diseño, y puentes zigzagueantes para evitarlos malos espíritus, mantiene intacta su belleza con el paso de los años.



Comimos por los bazares y nos paseamos un rato, escuchando el lejano eco del murmullo de mercaderes, el relinche de caballos, y el tintineo de las armaduras del ejercito Ming que guardaba el viento para quien estuviera atento a mirar hacia atrás.
Cerramos la visita, en el Museo de Shanghai, lleno de cerámica, bronces, monedas, sellos, pinturas... A pesar de ser interesante, cierra tan pronto, que sólo pudimos hacernos una idea general para acabar este Regreso al Pasado.




Suzhou es una ciudad a una horita de Shanghai, así que hicimos noche para verla al día siguiente, antes de volver a Beijing. Es conocida como la Venecia china, pero si algún día lo fue, ha perdido su encanto. No es una ciudad fea ni mucho menos, pero como algunos edificios del Bund, parece haber vivido tiempos mejores. 

Su mayor atractivo son sus parques. por lo que comenzamos por uno de ellos: El parque del administrador humilde. Del mismo estilo que Yuyuan pero más masificados, amplios y en nuestro caso soleado. aunque no se puede negar su belleza, no nos gustó tanto como el de Shanghai.

Nos refrescamos en el museo y nos lanzamos a la calle en busca de esos aires venecianos, entre canales. Quizás fue el calor, quizás las aguas de color chocolate o quizás la ciudad había envejecido y con ella su encanto. Sea como fuere, parecía haber perdido el alma de lo que fue.


El calor bochornoso hacía difícil la visita y ni las Pagodas gemelas de estilo hindú, consiguieron levantarnos el ánimo, que se había secado al sol, por lo que dejamos para el último día el tesoro de Suzhou.



No es lo más conocido, ni lo más turístico, pero quizás por ello, Pan Men Park nos robó el corazón. Fuimos ya con las mochilas, para acudir directamente a la estación en el que sería nuestro último viaje sleeper. Los turistas escaseaban y aunque el sol volvía a pegar fuerte, las pagodas, el lago y sentir la paz de la tranquilidad, nos embelesó y fuimos a la estación, encantados de haber pasado por Suzhou. 
El último tren nos llevaba de vuelta a Beijing y de camino aprovechamos para viajar nosotros también con nuestros eBooks.
     


sábado, 26 de agosto de 2017

Los delicados trazos de los apus (Montaña de los Siete Colores-Salineras de Maras)

Tras terminar de pasear por Cuzco y organizar los últimos días que nos quedaban en Perú, nos dispusimos a prepararnos para subir la Montaña de los Siete Colores. Esta ubicación multicolor fue descubierta hace relativamente poco (año y medio), y lo siguiente lo diremos con la boca pequeña, pero fue "gracias" al cambio climático que derritió la nieve que cubría este pico, como descubrieron el lienzo montañoso.

Íbamos un poco acobardados, pues mucha gente decía que la subida era muy dura; en el mirador se llega a los 5100 metros, por lo que la falta de oxígeno amenazaba con poner problemas para llegar a la cima. Violeta dudaba si subir a uno de los caballos que se alquilan, pero la mujer del hostal nos expulsó los miedos diciendo que poquito a poco se llegaba sin problemas.

La excursión empezaba a las 3am, cuando vino a recogernos al hostal uno de los guías. Bajamos en busca del bus rodeados de borrachos que celebraban la noche del martes con tanto ímpetu y efusividad que no dudábamos que hubiesen encontrado su propia montaña de colores; aunque a decir verdad, todas las noches las celebraban con la misma pasión que como las del martes.

A las 7 de la mañana, ya cerca del lugar, nos dieron el desayuno y las indicaciones necesarias con el planning detallado de las horas que dedicaríamos. 

Por delante teníamos 6 kilómetros de ascensión que podíamos subir hasta en dos horas. Las nubes de la incertidumbre y la inseguridad empezaban a disiparse. Las alpacas y llamas volvían a aparecer, pues estos camélidos acostumbran a habitar las alturas y nos encontrábamos a cuatro mil y pico metros.

Quizás fue porque las dudas nos habían hecho tener expectativas mucho menos alentadoras, o quizás porque Reyna (la mujer del hostal) había sabido infundarnos el suficiente ánimo; pero el hecho es que llegamos a la cima los primeros del grupo. Si bien es cierto que uno no siente la falta de oxígeno a la hora de respirar, sí que parecen pesar más los músculos, como si la fuerza de la gravedad se hubiese multiplicado y fuese mayor el esfuerzo que había que hacer cada vez que se levantaban las piernas.

Superados los últimos cien metros, la recompensa se abría ante nosotros. Las capas superpuestas de colores que teñían la montaña Winicunca se sucedían haciendo cola ordenadamente para aparecer una tras otra, en pirámide. La luz del día permitía ver los matices de cada capa y los resaltaba, haciendo patente que la clave está en la mezcla. 

A la derecha, las pinceladas seguían pero condensadas con matices de rojos, y habiendo utilizado aquí un pincel de brocha gorda. El premio por haber llegado los primeros estaba en poder disfrutar de la cima sin que estuviese abarrotada. Si Winicunca había sido pintada, sin duda el valle rojo había sido un primer boceto menos sutil.

Es comprensible que en este continente naciese la idea de lo real maravilloso y del realismo mágico. Bien podrían aparecer la cara sonriente del Gato de Cheshire o el Sombrerero Loco y nadie se extrañaría. Verdes, amarillos, ocres, marrones, rojos y turquesas pintaban el pico como si fuesen el escenario de una película futurista ambientada en otro planeta. Sin duda la delicadeza y elegancia con que se superponen las finas capas de colores del Winicunca es realmente seductora. Aquí tejió la Pachamama su awayo más espectacular.

Detrás se alzaba completamente nevado el Ausangate, con más de 6300 metros, y a nuestra derecha, tras el valle encendido, Salkantay. Tres picos nos rodeaban; tres apus para la cultura andina o dioses de la montaña, a los cuáles nuestro guía agradeció su protección juntando tres hojas de coca, símbolo de la trilogía inca (el puma, la serpiente y el cóndor) haciendo un pequeño ritual. Dimos gracias a los apus por su realismo mágico y nos dispusimos a acometer la bajada.

Al día siguiente nos esperaba un paisaje más blanquecino, aunque no exento de tonalidades. Con la compañía de un argentino que se alojaba en nuestro hostal nos dirigimos a las Salineras de Maras, un enjambre salino de pozos secando al sol su contenido. El taxista que nos acercó desde el ramal donde nos dejó el bus, nos explicó que esos pozos eran heredados de generación en generación, por lo que empezaba a suponer un problema si tenías dos en posesión y tres futuribles herederos.

Estas salineras funcionan como una cooperativa y redistribuyen los beneficios que aporta el turismo y la venta de sal; lección que podrían aprender en la Isla del Sol. Bordeamos los pozos admirando los diferentes blancos y ocres del agua salada estancada y caminamos los tres hasta Urubamba, desde donde haríamos el retorno a Cuzco, con las retinas impregnadas de tonalidades y matices que solo los apus podrían concebir con sus pinceles y brochas celestiales.

La reina blanca y las montañas amarillas (Tangkou-Huangshan)

Dejábamos en pausa la última entrada mientras preparábamos las mochilas para la ascensión al Huangshan, así que démosle al Play y continuemos con la narración:
El hostel nos proveía de tienda de campaña, mochila y sacos de dormir. Vamos, que no había excusa para subir la montaña, así que paseamos por el pueblecito, que se adhería a lo largo de la carretera cuál sanguijuela, hicimos las debidas compras de provisiones y fuimos a descansar.
Empezamos el día pronto, para no sufrir el martilleo del sol de mediodía. Ilusos nosotros. Nos tocó hacer cola cómo no, y enlatarnos en un bus que nos dejaba a los pies de Huangshan, cuya traducción sería montañas amarillas. Aún no teníamos las entradas en la mano y ya estaba lloviendo. Una marea amarilla de chubasqueros inundaba las colas, y pintaría de color las montañas. No sé si la elección del color del chubasquero era casualidad, pero no lo parecía.
Comenzamos la ascensión a buen ritmo y parando poquito con la lluvia yendo y viniendo (al menos nos resguardaba del calor). Cuando parecía que la montaña se deshacía de los árboles que la cubrían, llegó la reina del lugar, la reina blanca. En Huangshan la niebla cubre las montañas dos de cada tres días. Llegamos a la cima en poco más de dos horas y nos acercamos en vano a los diferentes miradores. Lo único que alcanzábamos a ver era la espesa niebla. Empezó a cogerse la lluvia y estábamos sin lugar donde plantar la tienda, así que empapados, nos cobijamos en un hotel a dejar que amainara el temporal.
Dejó de llover pero la opaca niebla se había instalado y amenazaba con no irse, así que continuamos la búsqueda de un lugar donde dormir. Cuando la desesperación empezaba a tocarnos la espalda de manera insistente, vimos el sitio perfecto para acampar: Apartados de todo y en una zona de césped, resguardada de las miradas por unos muros de árboles. Montamos y nos metimos en nuestra cueva para entrar en calor.

Después de comer fuimos a dar una vuelta, un poco desesperanzados por la presencia omnipotente de la reina blanca y al rato de caminar, surgió la magia; como con una sonrisa pilla, la niebla muy despacito se fue alejando, destapando un paisaje alucinante de montañas que parecían pintadas en blanco y negro y perfiladas por la niebla que oscurecía las cordilleras dándoles profundidad con carboncillo.

La nota de color la daban riscos que recordaban a los de Zhangjiajie pero que los superaban en belleza a nuestros ojos. La golden hour, los teñía de un tono dorado, majestuosos y de una presencia irreal a la vista. 


Vimos atardecer mirando a las montañas. Disfrutando de la vista que se nos regalaba y agradeciendo a la niebla, no sólo por haberse ido de paseo sino por habernos permitido llenar la brevedad de la visibilidad, con la intensidad de lo que se sabe que es fugaz y caduco.

Amanecimos antes que el sol y subimos 200 metros de desnivel para coger sitio en el espectáculo del amanecer.
Por si alguien tenía todavía alguna duda, toda la montaña se sube y se baja con escaleras. Así que escaleras arriba en procesión, íbamos subiendo en busca del sol. 
Al llegar al mirador se nos cayó el alma a los pies: Parecía un centro comercial y no quedaba sitio ni en segunda fila. Nos apartamos un poco y conseguimos sitio en segundo plano. Todos mirábamos expectantes al horizonte viendo las montañas dormitando arropadas por una sábana de nubes, cuando volvió ella; la reina del lugar a fastidiarlo, o eso parecía, porque se alejó justo en el momento oportuno. Algunos habían perdido la fe y conseguíamos acercarnos al palco. 

Entonces un punto como una chispa, asomó tras el velo de niebla y el ambiente se lleno de gritos de asombro tan exagerados que más bien parecía un burdel en la happy hour. La niebla como si fuera un telón, se había ido descorriendo y ya dejaba ver el espectáculo al completo. Gratis y en primera fila, nos quedamos hasta los créditos.
Al acabar, recogimos la tienda y no pusimos en camino. El inicio del descenso estaba más lleno de gente, pues un teleférico lleva a los perezosos casi a la cima, pero conforme bajábamos tímidamente parecía descender el número de visitantes.

Tomamos el camino largo para subir al Celestial Capital Peak a 1864 metros. Era tan escarpado que más de uno lo subía a gatas. En la cima, los chinos se hacían fotos en el cartel que prometía las mejores vistas de toda la montaña. De nuevo, el blanco impoluto lo cubría todo.
Bajamos junto con una familia, paso a paso, pues el camino se estrechaba y se transformaba a tramos, casi en un camino de espeleólogos.
Tras cinco horas de bajada, con las piernas quejándose a voz en grito, descansábamos nuestros machacados cuerpos en el bus que nos llevaba a Tangkou, donde el resto del día lo pasaríamos recuperándonos hasta la tarde noche, que cogeríamos un tren con destino a Shanghai.

Atrás quedaban las montañas amarillas todavía tristes por vivir en una prisión blanca casi a diario, con sus lágrimas decolorando las cimas, como si de una acuarela mojada se tratase. La reina blanca había estado presente más de lo que nos hubiera gustado, pero había dotado de momentos mágicos, los breves espacios de tiempo en que se desnudaba y las montañas amarillas se incendiaba en colores.  

viernes, 25 de agosto de 2017

El ombligo del Perú (Cuzco-Machu Picchu)

Retornábamos a Perú para visitar su destino estrella: Cuzco, que en quechua significa "ombligo". Cuenta la leyenda, que el Sol mandó a Manco Cápac y Mama Ocllo buscar un lugar donde se hundiese la vara de oro que portaban, y que sería allí donde tendrían que fundar la capital del imperio  que se convertiría en el "ombligo del mundo". Desde aquí los incas extendieron sus dominios por la zona que llamaron Tawantinsuyu y que hoy ocupan hasta seis países (sur de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y parte de Chile y Argentina).

Por tanto, así como Sucre fue testigo protagonista de la historia boliviana, Cuzco lo es tanto de la historia del imperio inca como de la ocupación colonial española posterior.

La capital inca estuvo repleta de templos que fueron destruidos por los españoles para construir iglesias en su lugar; pero la religión inca siguió latiendo bajo las baldosas españolas, consiguiendo cambiar la letra de la canción, pues esta vez, bajo los adoquines sí había "arena de playa": la memoria del imperio caído, que con el tiempo consiguió fusionar sus costumbres andinas con las católicas;  por lo que hoy en día, al entrar en los lugares sagrados católicos, puedes sentir al mismo tiempo que estás entrando en los antiguos templos sagrados incas. 

De esta manera, en la ciudad queda memoria de ambas épocas; en las calles Loreto y Hatunrumiyoc todavía sobrevive la exquisita arquitectura inca con sus piedras pulidas y encajadas a la perfección que se mezclan armoniosamente con el pasado colonial.

Quizás el mayor ejemplo de esta mezcla sea el antiguo templo de Qorikancha, que fue el templo más rico del Nuevo Mundo hasta la conquista española, estando recubierto en su momento de oro. Con la llegada de las tropas de Pizarro, se construyó en el mismo lugar el Convento de Santo Domingo, por lo que hoy queda un amplio claustro con sus arcos y sus balcones, bordeados por los antiguos templos que perviven desnudos de su oro.

La Plaza de Armas era y sigue siendo centro neurálgico de Cuzco. Los indígenas la bautizaron como Huacaypata que significa "lugar de lágrimas" porque aquí fue ejecutado Túpac Amaru I (uno de los reyes incas que se rebeló contra los españoles) ante la presencia de numerosos indios. En esta plaza están la catedral, la iglesia del Triunfo, la de la Sagrada Familia y la de la Compañía de Jesús; todas rodeando la fuente del inca Pachacútec.

Las mejores vistas las encontramos subiendo hasta la Iglesia de San Cristóbal. Tanto desde la plaza, como desde su campanario, se puede apreciar todo el centro histórico de la ciudad. Y desde aquí, haríamos un paréntesis de Cuzco, pues Machu Picchu nos esperaba.

Siempre he creído que las vías de tren están revestidas de cierto poder de atracción para el viajero; cierto halo romántico e hipnótico en las líneas paralelas que se pierden en el horizonte convergiendo en un punto de fuga; existe algo atractivo en ir saltando sus tablas de madera como jugando a la rayuela. Por eso no había mejor manera de llegar a Machu Picchu que hacer peregrinaje caminando junto a las vías del tren con las imágenes de "Cuenta conmigo" como flashes o un déjà vu.

El camino desde Hidroeléctrica (donde nos dejaba la combi) hasta Aguas Calientes era dos horas y media de recorrido junto a las vías, y muchos peregrinos como nosotros habían decidido sumarse para evitar pagar el tren por un agradable paseo entre montañas que servían de aperitivo.

Al día siguiente, evitando pagar el precio excesivo del bus, ascendimos hasta la entrada de las ruinas por unos escalones de piedra que atajaban la carretera. La subida fue de hora y media y perló de sudor nuestros rostros mientras los que bajaban animaban con sus "You are almost there!!".

Por fin, el Huayna Picchu aparecía ante nosotros dejando vislumbrar el perfil de la archiconocida montaña.

Entramos al yacimiento arqueológico a las 13h (pues teníamos el turno de la tarde) y algo nos decía que tratásemos de no detenernos hasta subir al mirador de "La Cabaña del Guardián"; algo, como en el mito de Orfeo nos animaba a dar momentáneamente la espalda a la imagen más fotografiada de Perú; no ceder ante la tentación y aguardar hasta dejarnos sorprender de golpe ante el poder visual y magnético de Machu Picchu una vez estuviésemos arriba.

El impacto es inevitable; ante tus ojos quedan los restos de una enorme ciudad, resguardados por la montaña que le concede gran parte de su belleza; imponente y exhuberante, el Huayna Picchu abraza las ruinas incas.

Es imposible no quedarse contemplando durante unos minutos, embobado, tratando de convencerse de que uno no está soñando y efectivamente tiene ante sí una de las siete maravillas. La propia imagen desde la retina parece que sea la que te pellizque susurrando: "estás vivo y estás aquí". Y una vez nos convencimos de que efectivamente, así era, comenzamos a visitar la ciudad.

Las ruinas se encuentran en perfecto estado, con sus piedras acopladas y ensambladas tan perfectamente que no hubo necesidad de utilizar nada más para mantenerlas unidas y crear bancales, casas, templos y hasta fuentes. El verde del césped y las montañas saturan de vida la fotografía.

Las llamas pastan tranquilamente y aguardan indiferentes a la cola de turistas que hacen turnos para inmortalizarse con ellas. La mayoría, al principio con respeto por no llevarse un escupitajo; pero están tan acostumbradas, que a menudo posan en los selfies con su estática sonrisa.

Tras terminar el recorrido, subimos de nuevo hasta el mirador para dejar pasar el tiempo ante las ruinas, dejando que reposasen en la memoria al tiempo que nuestras miradas seguían sorprediéndose ante la majestuosidad de los vestigios de lo que un día fue un asentamiento y hoy bien puede considerarse el ombligo, como mínimo, del Perú.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Telenovelas y pinturas chinas (Zhangjiajie-Tangkou)

"Arriba está el cielo, pero en la tierra están Hanzhou y Suzhou" Refrán chino 

Dejar la ciudad de Zhangjiajie, aunque no lo supiéramos, supondría volver a vivir uno de esos días raros.
De buena mañana íbamos a la estación para comprar billetes con destino Hangzhou. Nos confiamos y en taquilla pronunciamos el nombre. El precio tan bajo que nos dijeron nos hizo sospechar que la comunicación no había sido ni fluida, ni acertada; así que volvimos a taquilla con el nombre escrito en chino. Efectivamente nuestra pronunciación todavía deja mucho que desear.
Por delante nos quedaban unas 20 horas de viaje, así que hicimos tiempo hasta la hora indicada. Cuando entramos en la estación en busca del bus (algo sencillo, si enseñas el billete), un hombre nos indicó que le siguiéramos y nos llevó a la calle, donde esperaba el bus con el motor encendido y casi lleno. Por los pelos.
El ambiente del bus es casi más caótico que el del tren. La gente escoge el asiento que le apetece aunque estén numerados, escupe en el suelo, tira las pipas a la basura pero siempre falla, ponen los pies en el asiento... Realmente todo esto lo hacen en el tren, pero quizás más comedidos por estar vigilados por el revisor. Cuando el de detrás nuestro se puso a fumar tan tranquilamente, alucinamos.
Estábamos cansados y pasamos el día entre lecturas y cabezadas. Entrada la noche el bus hizo una de sus paradas para hacer pis y/o comer, o eso creíamos, ya que cuando muertos de calor y sin encontrar la postura nos despertamos, vimos cómo faltaba la mitad de los pasajeros.

Con los pies hinchados como globos, decidimos ver qué ocurría. Nos encontrábamos en medio de la nada en una caseta llena de gente viendo una especie de novela. Imaginamos que era una parada para que el conductor descansara, así que decidimos unirnos a los chinos y ver la telenovela para matar el sueño.Volvimos al bus al amanecer y caímos roques.
En teoría aún quedaban 5 horas de viaje, cuando un hombre nos indicó que bajáramos. Estábamos en medio de la carretera, y había un chico joven con coche al que pagaron. Subimos cuatro personas detrás un poco apretujados, y recorrimos los últimos kilómetros a Hangzhou.

Ese día hicimos poco más que asomarnos al lago, ya que entre el agotamiento y la lluvia torrencial que se abalanzó sobre nosotros al empezar la visita, vimos que lo mejor era descansar y planear las siguientes etapas. Eso sí, salimos a cenar a una cadena de restaurantes locales, llamada Grandma’s kitchen que tiene a precio bajo una cocina deliciosa, incluyendo obviamente, las rarezas nacionales. Para tener mesa hay que esperar cogiendo turno poniendo el móvil. Como no tenemos móvil chino, nos plantamos delante de la recepcionista y al poco tiempo nos dio mesa.

A la mañana siguiente descansados, nos pusimos a patear la ciudad. Hangzhou es conocida por el West Lake, un lago de 8km² que la convierte en el paisaje que todo chino asocia en su mente con lo idílico, el cielo en la tierra.
Las flores de loto flotan tranquilamente, todas juntas para no perderse en la inmensidad del lago; los barquitos y barcas lo cruzaban, tranquilas pero seguras de lo que se hacen; los sauces llorones refrescan su cabellera en el agua y las montañas se alzan como telón de fondo. Una pintura china salido del lienzo y anclada en la realidad.
Viendo el calor que nos azotaba la cara y ponía a trabajar nuestras glándulas sudoríparas, envidiábamos a los sauces.

Entramos en el templo budista de Jingci, un oasis de tranquilidad en medio del bullicio turístico, ya que Hangzhou está entre los destinos chinos más populares y atrae a ingentes cantidades de visitantes que rivalizan con el loto por poblar el lago.
Nos pasamos el día paseando por la orilla del lago a excepción de una incursión fallida en busca de cualquier lugar refrescante que nos evitara comer sin acabar cocidos.

Cenamos de nuevo en el Grandma’s kitchen pero esta vez estaba lleno de gente y calculamos una espera de una hora. Pusimos un número chino al azar, por si acaso y haciéndonos los tontos, repetimos la acción del otro día, esperando pacientemente. La que daba las mesas (que era una mujer distinta), imaginó que no sabríamos o no podríamos coger número y nos coló a los 15 minutos de espera. Nos pegamos un banquete de ánguila, tofu picante, loto con miel y vieiras entre otros.

Dejar atrás Hangzhou para ir a Huangshan obviamente no iba a estar exento de desventuras, aunque esta vez no fuera por culpa de nuestra mala pronunciación. Google nos indicaba en el mapa, no sólo la estación del oeste, sino qué bus coger, dónde hacerlo y dónde bajar. Allá que fuimos confiando en “El que todo lo sabe” hasta que perdimos la fe tras dar una vuelta a la manzana y no encontrar nada parecido a una estación. Preguntamos a la gente, pero ninguno parecía entender nuestras preguntas. Desesperados, desayunamos, pensando que al final nos tocaría tirar de taxi aunque fuese más caro. Afortunadamente aprender ciertas palabras en el idioma del país es una ventaja, y con el estómago lleno, buscamos en una parada de bus la unión de palabras oeste, bus y estación y…¡Bingo!
Compramos billetes y esperamos la salida del bus.
Un trayecto de cinco horas, hoy por hoy, se nos pasa volando y llegar a Tangkou fue sencillo; pero Google nos tenía otra preparada con la ubicación del hostel.
La mujer del bus nos había preguntado dónde dormíamos y al bajar en Tangkou, viendo la dirección que tomábamos nos insistía en ir en el sentido contrario. Como no nos entendíamos muy bien y pensábamos que nos indicaba un restaurante, hicimos caso omiso. Al ver esto, la mujer me pegó en el brazo como una madre que te quiere remarcar que no seas cabezón, y volvió a marcar el sentido contrario. Al fin le hicimos caso. Buena elección.
Aún así, llegamos al hostel de pura suerte, pues entramos a preguntar por la dirección, ya que el nombre del lugar estaba en chino únicamente.

Ya instalados pasamos el día haciendo los preparativos para subir a la montaña al día siguiente. Pero eso amigos es otra historia...