Llegamos a Gyeongju, antigua capital del reino de Silla, por la mañana, pero entre las gestiones para conseguir billetes de bus y la llegada al alojamiento, es ya casi mediodía cuando estamos listos para salir.
Regenta el hostal una mujer vestida toda
de negro, con el móvil como extensión de su mano y la prisa en el cuerpo como
si tuviera un chaleco bomba con cuenta atrás. Cada información que nos va dando
parece que se le vaya ocurriendo con una urgencia que escapa antes de su boca
que de su pensamiento. Su hiperactividad se intensifica en taquicardia cuando
Lara, que está encima del colchón, cae de la cama. ¡PUM! La mujer
suelta un gritito y empieza a espolsar
a Lara de la cabeza a los pies, como realizando un ritual de limpieza de
energías negativas. Con una mano en el pecho se disculpa explicando que le ha
afectado mucho la escena y desaparece.
Salimos a conocer la ciudad. El Bulguksa
Temple quedó un poco deslucido tras la reciente visita al Beomeosa. Si bien es
cierto que tiene 150 años más y el desgaste de los colores le ofrece un extra
de autenticidad, el templo estaba abarrotado y era difícil intuir la
tranquilidad y la calma que se le supondrían. La manera de encontrarlas fue
subiendo a los niveles superiores del templo, cuyas escaleras servían de filtro,
descargando el templo de turistas allí donde los farolillos lo sombreaban de
colores.
Comimos por las inmediaciones y salimos
(creyéndonos) rumbo a la siguiente parada, animados por la mujer de la oficina
de turismo que nos dijo que no nos preocupásemos por dónde cogiéramos el bus
porque el trayecto era circular. Craso error... Por suerte, como estábamos
comprobando el GPS, nos dimos cuenta de que íbamos en sentido opuesto. Bajamos
en medio de la carretera, al paso de dos ciudades, y esperamos al siguiente
transporte acompañados de otros dos turistas que corrían la misma suerte.
Ya en el centro de Gyeongju, visitando Cheomseongdae, una torre-observatorio astronómico del siglo VII, paseamos
por los jardines, que albergaban un pasadizo con calabazas de diferentes
tamaños y los colores del otoño, sostenidas todas en un arco. Cruzarlo hacía
que nos sintiésemos atravesando un agujero de gusano que conectase con las
inmediaciones del castillo de un cuento de hadas.
Buscando la zona de Daereungwon, nos
encontramos rodeando la tumba del rey Naemul, en un camino que nos lleva hasta
la Gyochon Hanok Village. Aprovechamos el desvío para deambular por las calles
de esta antigua aldea, hoy un núcleo de hanoks
restaurados y convertidos en negocios.
De allí al Woljeonggyo Bridge hay solo unos
pocos metros. El puente, con dos bellos pabellones a cada lado, nos guiaría
hasta el camino que lleva al Daereungwon Ancient Tomb Complex, pero el
atardecer se acerca y queremos asegurarnos de llegar a tiempo, por lo que
decidimos utilizar el transporte público. Bad
choice…
La espera se alarga y pregunto en una
tienda cercana a la parada. El tendero, desenvainando su Papagayo, nos explica
que esa línea en concreto suele pasar con poca frecuencia. Unos diez minutos más tarde, apurado por
vernos plantados, nos trae dos vasos de agua fresca.
Para cuando llegamos a Daereungwon, el
atardecer está a punto de inflamar el cielo. Este complejo es un parque que
alberga una veintena de tumulis, o tumbas
reales del periodo del reino de Silla. El ser humano lleva milenios buscando la
fórmula de trascender, de alargar como un chicle el partido. El verdor de los tumulis demuestra que de alguna manera el
bucle continuo de la vida se preserva.
Al tratarse de tumbas escondidas bajo
los montículos, existe solo un espacio designado para fotografiar de cerca; fuera
del mismo, las multas por pisar el verde real son severas. Pedimos a una chica
que nos haga una foto entre las chepas de tierra y ella se empeña en que le
demos permiso para grabar también un vídeo. Tras el posado, muestra encantada, esperando
nuestra aprobación, un archivo estático que solo se intuye grabación por el
audio y el temblor del encuadre. Fotografía capturada en movimiento.
Ya es totalmente de noche al salir del
restaurante donde hemos cenado, pero nos animamos a ir hasta el Anapji Pond,
para ver la famosa iluminación de los tres pabellones.
Las colas de entrada recuerdan a las que
se crean al entrar en un campo de fútbol. El avance es rápido y organizado,
dando a entender que el gentío es habitual a estas horas. Entramos a las 21h;
nos queda una hora antes del cierre.
Los focos juegan con los reflejos del estanque,
y a cada paso, reclaman un nuevo retrato de larga exposición que inmortalice su
espectacular traje de luces y sombras. 15 minutos antes de las 22h, los
seguridades empiezan a guiarnos hacia la salida con linternas rojas de señalización,
recordando amablemente con sus conos en movimiento, y sobre todo con mucha
paciencia, que el recinto cerrará pronto sus puertas. Apurando los últimos
minutos, seguimos las luces, rezagados, dejando que nos recoja el coche escoba.
Al día siguiente llegamos a Andong.
Compramos billetes para salir el mediodía siguiente a Seoul, último destino antes de volver a casa, y esperamos el bus
que nos lleve desde la terminal hasta el alojamiento. Un día más, nos
encontramos yendo en sentido opuesto y, para subsanar el error, hemos de bajar
en una parada, a la entrada de una autopista, equipada con cuatro sillas viejas
para soportar la espera. Aún queda una hora para que pase el siguiente bus de
la línea que esperábamos, así que decidimos preguntar con señas al próximo, sea
cual sea, por si alguno volviese a la terminal. Tenemos suerte.
De vuelta a la casilla de salida, un
autobusero nos dice que su coche nos deja cerca del hostal. Tras hacer unas
llamadas a otro conductor y averiguar que un compañero nos acerca más, detiene
el autocar para que cambiemos al bus trasero. Por fin, llegamos al centro de
Andong.
Descansados y con energías renovadas
para ir a cenar, nos dirigimos a Food Street. Encontramos una de las calles
paralelas repletas de figuras en forma de huevo que acompañan, con el nombre de
la ciudad, el paseo que refresca un riachuelo artificial nacido de los
laterales de unas mesas públicas que hacen a la vez de fuente. Lara pide,
emocionada, acercarse a cada uno de ellos.
La Lonely, Google y la información que
nos entregaron en la recepción del hotel ofrecían datos contradictorios (tanto de horarios
como de buses) sobre cómo llegar a Hahoe; en lo que todos coincidían era en la
escasa frecuencia con que pasaban los autobuses. Así que, al día siguiente madrugamos
para tener tiempo de visitar la aldea.
Conseguimos llegar al Centro de
Información Turística de Hahoe antes de que abran las oficinas de turismo. Un agradable
paseo a la sombra de los árboles lleva hasta el pueblo. Encontramos el sendero
lleno de libélulas, una cortina de alas negras que escapan volando tímidas, en
pequeños saltos, cada vez que nos acercamos.
Una vez en el pueblo, los oscuros
tejados de las familias adineradas se entremezclan con los más básicos de paja.
La casi exclusividad para pasear por las aletargadas callejuelas de esta aldea
tradicional, los letreros en los portones de madera, los pilares y las puertas
correderas de papel nos transportan a una pretérita Corea, previa a la ocupación
japonesa. Gracias a su emplazamiento, rodeada por el meandro de un río que la
preservó de invasiones, la aldea consiguió permanecer embalsamada en el tiempo.
En las afueras del pueblo nos
encontramos tres columpios gigantes. Una niña coreana se impulsa de pie
sobre uno de ellos mirando al infinito, tratando de conseguir los 45 grados en una escena donde la única
huella cronológica está en la ropa. En el escenario de hanoks, el tiempo parece retornar con cada empuje. El juego se
columpia en un eco de la Historia; atrapa el tiempo en cápsulas de cristal; lo detiene
entre paréntesis; la diversión, el bálsamo. El gozo de la vida es la resistencia
al paso del tiempo: su escape. La niña baja del columpio que queda meciéndose
en el aire. ¡Nos toca!
(12
a 14 de agosto)
Lara habrá alucinado...yo también...jeje. y ya en casa disfrutando del calor q hace este verano...jeje.
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