Llegamos a mediodía al Hotel Soyu. Los
tres estamos muertos del madrugón para llegar a Busan, así que hacemos una
minisiesta, interrumpida por una llamada de recepción. El encargado se disculpa
por la habitación que nos ha dado su compañero y nos ofrece una más grande para
que estemos más cómodos. Mucho mejor.
La habitación está en un "quinto
piso"; y entrecomillo, por dos razones: una, que los coreanos empiezan a
contar el primero como el piso a pie de calle; la segunda, que algunos
edificios deciden obviar el piso cuatro por superstición, por lo que nuestra habitación
del quinto piso estaba ubicada, para nosotros, en un tercero.
Por la tarde damos un paseo por los
alrededores. Empezamos por Bosu Book Street, un callejón abarrotado de montañas
de libros de segunda mano. Lara hace estragos con sus andares independientes y
seguros a lo Charlot, y la propietaria de una de las tiendas se vuelve loca con
ella pidiendo fotos.
Bajamos hasta BIFF Square, el Hollywood
Boulevard de Busan, en busca de la huella de la mano de Kim Ki-duk. Posar allí
la mano fue como concederle un "aquí empezó el viaje": con el
director de las pocas palabras, la violencia, los personajes marginados y las
metáforas visuales por el que me enamoré del cine surcoreano.
Camino al Lotte Department Store vimos
los rescoldos que quedaban del Jagalchi Market, el mercado de pescado que
visitaríamos al día siguiente; hoy ya recogía sus bártulos.
El agua conectó los dos lugares, pues
este centro comercial presume de tener la fuente musical de interior más grande
del mundo. Paseamos por el piso 13, que incluye un jardín con vistas al puerto,
compramos provisiones, y disfrutamos de las caras de asombro de Lara mientras
la fuente daba su espectáculo musical, que concluyó con una cortina de gotas
formando la palabra Lotte en el aire
que comenzaban a esparcirse.
El segundo día nos dedicamos más a fondo
a conocer el mercado de Jagalchi. Cangrejos, anguilas, gusanos, conchas,
caracoles, pulpos y otros diversos animales marinos esperaban expuestos en
peceras a ser escogidos en la primera planta para luego ser troceados o
cocinados en la segunda. Un parquecito con vistas corona el octavo piso.
Lo que queda de mañana y parte de la
tarde lo dedicamos a la Gamcheon Village, un proyecto cultural que surgió de la
idea de revitalizar un barrio de refugiados a golpe de arte, como ya lo había
hecho el ave fénix de Ihwa, en Seoul. Diferentes artistas pusieron su grano de
arena hace casi 15 años para dar color al barrio más empobrecido de Busan. El leitmotiv escogido fue los peces de
madera, las casas y el Principito.
Las casas de techos multicolores,
dispuestas a lo largo de una ladera, parecen brotar como setas pintadas con
tizas de colores en un patio infantil: una primavera imaginada por la inocencia
más desacomplejada.
Durante todo el trayecto, Lara aporta la
curiosidad y la espontaneidad del personaje de Saint-Exupéry. Cada vez que
encontramos una figura, ella la llena de saludos y besos, aunque acabe con la
cara hecha un poema tras recoger la suciedad de todas y cada una. Ojalá no
pierda la capacidad de ver el elefante devorado por la serpiente donde nosotros
aprendimos a ver solo un sombrero y siga soñando aldeas de colores.
Por la tarde tratamos de cruzar el
Songdo Yonggung Suspension Bridge, pero está cerrado por amenaza de fuertes
vientos; sin embargo, el teleférico que conecta con Songdo Beach funciona sin
problemas; así que nos montamos en una de las cabinas que cruzan sobre el mar
para acercarnos hasta el bus que nos lleve al Choryang Observatory, donde
empieza a atardecer sobre el conjunto de rascacielos que destaca bicolor sobre
el paisaje, cual luciérnagas iluminadas por la luz de la golden hour, como si los bloques acristalados reaccionasen
químicamente reverdeciendo con los últimos rayos de sol.
Aún no lo sabemos, pero se avecina un
tifón. La melodía de Royal Blood (Typhoon) empieza a sonar en la distancia,
reverberando con cada gota de lluvia que se aproxima. Amanece lloviendo y
leemos que Khanun (el nombre con que han bautizado a este fenómeno) hará su
aparición durante la noche y mañana siguientes.
Como vamos decidiendo las noches sobre
la marcha, tuvimos capacidad de reacción para flexibilizar los planes, y
alargar dos noches más asegurándonos visitar la costa de Busan.
Nos ponemos los chubasqueros y salimos
camino al Beomeosa Temple, con parada en la estación de buses para comprar los
billetes que nos llevarán a Gyeongju en tres días.
Por las inclemencias del tiempo, hoy la
visita a Beomeosa es gratuita. Una mujer observa la lluvia, de espaldas a la
puerta, cuando entramos a la oficina de turismo del templo. Se sorprende al
vernos, doblemente al reparar en Lara, y empieza a darnos conversación,
animada, para acabar pidiéndonos que vayamos con cuidado de no resbalar.
La fina lluvia que cae transportada por
el viento, la neblina que viste los montes circundantes y la ausencia casi
total de turistas hacen más especial la visita. Los colores del templo,
apagados por las nubes, mimetizan la estructura con la quietud y la espiritualidad
del apartado paraje. El moktak
(instrumento para la oración budista) parece acompañar la escena con sonidos de
naturaleza acordes al retiro y la meditación.
Las últimas lluvias del día las pasamos
resguardados en el Bujeon Market. Caminamos por calles de comida, montones de
algas, reflejos plateados de pescadito seco, y platos de almejas y marisco
emplatados en espiral. Nos llama mucho la atención el ingenio del sistema
espanta-insectos que han montado: sobre los platos, cintas atadas a los ventiladores
bailan espasmódicamente impidiendo que las moscas encuentren tranquilidad para
su deseado banquete.
Acabamos el día paseando por Seomyeon
Street, posando sobre el arte callejero que desafía la percepción de las
dimensiones; y mientras cae la tarde, nos tomamos un cálido café en Jeonpo
Street.
El cuarto día, la calma reina en nuestra
habitación de hotel mientras Khanun sopla con fuerza. Fuera, la superstición
numérica coreana parecía justificada. Aprovechamos el encierro para acabar de
decidir y atar los últimos pasos en Corea. En recepción nos informan de que el
tifón abandonará la zona a mediodía, por lo que preparamos la colada para salir
en cuanto sea viable.
Sobre las 14h estamos comiendo en un
restaurante chino exquisito (Hwaguk Chinese Restaurant) que según una guía del
hotel ha sido escenario de películas coreanas como New World y Nameless
Gangster.
Esa tarde, nuestra excursión es
infructuosa. Tras unas dos horas de trayecto en metro y bus, encontramos el
templo Haedong Yonggungsa cerrado. Cuando preguntamos las razones, recibimos
unos brazos en cruz por respuesta (el
templo está cerrado). Suponemos que, aunque el temporal ya pareciese solo
un recuerdo del que quedaba un agradable airecillo, habían decidido prevenir.
Así que nos encuentra el atardecer en el camino de vuelta.
El último día en Busan seguimos
topándonos con medidas tomadas por el tifón: el camino de costa de Igidae
también está cerrado. Aprovechamos para preguntar en una oficina de turismo por
el templo cuya visita se frustró ayer. Tras un par de llamadas, nos informan
que hoy está abierto, por lo que después de pasear por el suelo acristalado del
Oryukdo Skywalk, que conecta el acantilado con unos metros al vacío
adentrándose mar adentro, salimos de nuevo hacia el templo.
Haedong Yonggunsa tiene la peculiaridad
de estar construido sobre unas rocas a pie de mar. Cruzando el puente que lleva
a la entrada, una vez más, nos encontramos el templo engalanado con farolillos
multicolores. Lara se dedica a correr y a imitar, frente a frente, el
movimiento de unos pequeños monjes de plástico que asienten incansables como lo
hacen ella y el brazo del gato de la fortuna.
Por la tarde nos mojamos los pies en
Haeundae Beach, rodeada de rascacielos imponentes que parecen intentar encajar
en el paisaje compensando con el azul de sus escamas. No es posible introducir
más que nuestros pies, pues unos "socorristas de seguridad", a golpe
de silbato y porras de luz roja se pasean, arriba y abajo, asegurándose de que
nadie entre más de la cuenta, persiguiendo hasta la saciedad a los atrevidos
que intentan esquivarlos haciéndose los despistados reclamando un posado
playero para sus redes.
Nos despedimos de la ciudad desde otra
playa, la Gwangalli Beach. Un musical de teatro al aire libre pone la banda
sonora a nuestra despedida mientras los actores bailan, sonrientes y exagerando
sus pasos a los pies del Gwangan, donde las luces empiezan a iluminar la
oscuridad y el puente sirve de icono a la postal urbana, nocturna y romántica
de la costa de Busan.
(7
a 11 de agosto)
Y el tifon por ahí y vosotros también ay mare!!! Creo q ya volvéis o estáis ya volando .no recuerdo bien. Un súper viaje y lara lo ha pasado fantásticamente bien..
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