lunes, 4 de diciembre de 2023

Atardecer en el mundo perdido (Flores-Tikal-Ciudad de Guatemala)

Tras despedirnos del coche, nos dirigimos a la terminal del aeropuerto para volar a Flores. Esta isla rodeada por el lago Petén Itzá, es el campamento base de muchos turistas que visitan Tikal. Mientras esperábamos a embarcar, el destino nos hizo coincidir con unas españolas que también están en Austin con el programa PPVV. Poco antes habíamos visto por las redes que coincidíamos en el país pero nuestra ruta era diferente y no esperábamos juntarnos. El vuelo salió con una hora de retraso pero casi ni nos dimos cuenta mientras nos poníamos al día sobre nuestros respectivos viajes. 

Llegamos a Flores de noche, hicimos el check-in en el hostel y Bea y yo, fuimos a cenar recomendados por el de recepción a un restaurante a orillas del lago. Al principio todo parecía correcto: el lugar era bonito, la comida decente y la espera no fue muy larga. A media comida sin embargo, un ruido entre las hojas secas del techo, nos hizo levantar la cabeza y nos encontramos cara a cara con una rata que sin ningún pudor, miraba desde lo alto a los pocos que quedábamos en el restaurante. Intentamos ignorarla, aunque los camareros hacían mejor trabajo al respecto. Acabamos de comer y fuimos pronto a dormir, con el recordatorio animal, de que nos encontrábamos a las puertas de la selva.

Amanecimos tranquilamente, ya que hasta las 12:00 no nos íbamos a Tikal. Desayunamos con vistas al lago y dimos la vuelta a la isla un par de veces. Sus calles en algunos puntos, son conquistadas por el agua y los peces conducidos por las utopías, invaden las carreteras poniendo en duda el adjetivo imposible.

A las 14:30 la furgoneta que nos había recogido en Flores, al fin descansaba en Tikal. Nosotros esperábamos con ilusión comenzar la incursión en la selva, para adentrarnos en el pasado maya. Mientras esperábamos, unos rugidos provenientes de los árboles, nos pusieron en alerta. Al principio pensábamos que eran grabaciones, pero al ver a la gente mirar hacia los árboles, vimos que se trataba de monos aulladores. Los aullidos de estos simios, que se asemejan más a los rugidos de un Jaguar, sirven para marcar el territorio o avisar de algún peligro. Para nosotros fue el grito de bienvenida al yacimiento más famoso de Guatemala. 


El grupo inicial de unos 20 turistas, fue dividido en dos y así, junto a nuestro guía Tomás, oriundo de una de las pequeñas aldeas cercanas a Tikal, nos adentramos en el pasado. Tikal como Tomás insistía varias veces, es un parque mixto que combina el interés arqueológico con el de la naturaleza. La fauna y flora son tan importantes como el yacimiento y si no se han excavado ni el 20% de las ruinas es precisamente para no destrozar el hábitat de sus actuales habitantes.



Descubrimos la historia maya, rodeados por los sonidos de la jungla, acompañados de avistamientos de tucanes, monos araña y pizotes o coatíes, entre otros. Es inevitable no sentirse Indiana Jones caminando en medio de una selva colonizada por templos cubiertos de vegetación. A pesar de ser muy turístico, las ruinas se esparcen en los 575km cuadrados que recubre el Parque Nacional por lo que no es tan difícil hallarse solo por momentos.

La Gran Plaza está presidida por el fotogénico Templo I o Gran Jaguar y el Templo II o de las máscaras, al que se puede subir. Hay algunos lugares en el mundo que hemos visto tantas veces fotografiados que son viejos conocidos. Eso no cambia que estar de pie, viéndolos con los propios ojos y disfrutándolos con todos los sentidos, sea toda una experiencia.

Para cerrar el día Tomás nos guió hacia el Mundo Perdido. Este nombre tan inspirador, es el que se dió al complejo de 38 estructuras que se haya a unos 400 metros de la Gran Plaza y que por lo visto, tenía fines astronómicos. Hoy en día acoge a los turistas que quieren partir de Tikal, despidiéndose del sol. La empinada escalinata lleva a una estructura de madera donde se observa el atardecer de la selva. Para darle más misticismo nos pidieron estar callados. 

De esta manera, mientras todo se coloreaba de naranja, los ruidos de la selva se hacían dueños del silencio. En un árbol dos monos miraban hacia el sol; en lo alto del Mundo perdido, varios afortunados, asistiamos mudos a la muerte de un día más en nuestras vidas acompañados de unas vistas excepcionales. Una muerte que permanecería viva en nuestras memorias.

Volvimos al bus cubiertos por la noche, pasando a oscuras por los lugares que habíamos visitado; dichosos de tener un guía que se conocía el parque al dedillo. Arropados por la selva poníamos punto final a nuestra aventura en Tikal. 

Ya en Flores, nos volvimos a juntar con el grupo de españolas PPVV, Alba, Mery, Rocío y Natalia que todavía se quedarían un día más por Guatemala para visitar las ruinas de Yaxhá. De nuevo pasó el tiempo volando compartiendo batallitas; y es que la cultura compartida nos conecta más de lo que nos damos cuenta.

El último día anduvimos de nuevo por las calles anegadas de Flores, transitadas por la vida acuática, y le dimos la espalda a la isla por última vez, montados en un Tuk Tuk. 

En Ciudad de Guatemala, vimos la metrópoli latir desde el taxi, despidiéndonos en la oscuridad, de Guatemala. Un país lleno de colores, naturaleza e historia, que sólo nuestros miedos pueden impedir que veamos.

(23 a 25 de noviembre)

miércoles, 29 de noviembre de 2023

Ave Fénix (Antigua Guatemala)

El Fénix es un ave que forma parte de la mitología griega. Es un animal de larga vida que, tras morir, se regenera y nace de nuevo de sus cenizas.

Empecemos viajando al pasado, a finales de 1700, cuando la ciudad “Santiago de los Caballeros de Guatemala” era la capital del país durante más de 200 años. La historia da un vuelco cuando en 1773, una serie de terremotos la destruye. Al poco tiempo, se traslada el gobierno y la capital a unos 20km y nace Ciudad de Guatemala. De esta manera, “Santiago de los Caballeros de Guatemala”, destruida y ruinosa, se transforma en “Antigua Guatemala”.

Regresemos ahora al presente o mejor dicho el pasado perfecto, el que se purifica a través de la memoria. Venimos desde Panajachel en coche y ya estamos llegando a Antigua. Conforme entramos en sus calles adoquinadas llenas de coloridos edificios coloniales, sentimos la necesidad de pasear y descubrir sus entrañas. Aparcamos el coche, agarramos la habitación del hostel y nos echamos a sus brazos.

Nuestra primera visita nos lleva a las ruinas de la Ermita de San Jerónimo. Algunas piedras, testigos del pasado, descansan en el suelo mientras otras se mantienen de pie, orgullosas y altivas. Fuera de contexto, las ruinas no tienen mucho interés, aunque ofrecen buenas vistas al volcán del agua.


Continuamos explorando la ciudad, descubriendo sus cenizas en forma de iglesias, conventos y ermitas en ruinas. También observamos el resurgir, con edificios como la iglesia de la Merced, con su decoración sobrecargada, que contrasta el blanco sobre el amarillo.



Conjuntado con la fachada, se encuentra el arco de Santa Catalina que une los dos lados de la 5ª avenida. Es una de las fotos más típicas de la ciudad, pero el propósito del arco, además de decorativo, era hacer de pasadizo secreto. De esta manera, las monjas que habitaban el convento, ahora reconvertido en hotel, podían cumplir con su clausura.  


Seguimos descubriendo pequeños tesoros de la ciudad, como el mercado de Nim Po’t, el Parque Central o la Catedral de San José hasta que llega la noche. Nos recogemos pronto, ya que al día siguiente nos espera una buena caminata para subir a uno de los volcanes que abrazan Antigua. Y es que, la antigua capital, es vigilada por tres volcanes: el volcán del agua, el de fuego y el Acatenango.

Ya por la mañana desayunados, esperábamos que nos recogieran. Siempre tiene que haber un poco de emoción en el viaje, y al rato nos dimos cuenta que se habían olvidado de pasar por nuestro hotel. Por suerte, con ayuda de la propietaria, se solucionó rápido y entramos en la furgoneta camino a las faldas del Acatenango. El repartimento de ropa abrigada, que formaba parte del tour, fue un tanto surrealista y consistió en dejar un montón de guantes, gorros y chaquetas en el suelo para que de manera civilizada o no, fuéramos haciendo acopio del material. 

Comenzamos a ascender al medio día y pronto descubrimos que el volcán no regalaría nada sin esfuerzo. El desnivel se ganaba abruptamente ofreciendo a las dos horas, vistas del volcán de agua, que domina Antigua. Comimos rodeados de gente que subía con la misma esperanza que nosotros: poder ver al volcán de fuego escupir lava en directo. Y es que, el Acatenango con sus 3970 metros de altura, es un volcán dormido que colinda con el volcán de fuego. Como su nombre da a entender, sigue activo y ofrece espectáculos improvisados de humo y fuego a los que tienen la suerte de encontrarse mirando, en el momento indicado.



Llegamos al campamento base tras 4 horas de ascensión, con la respiración acelerada y sudor en la frente. El campamento, formado por unas cabañas de latón y madera estilo chabola, ofrecía vistas espectaculares al volcán de fuego. 

Poco tardó en expulsar su primer aliento de cenizas y humo a la atmósfera, llenando el lugar de paparazis. Nos ofrecieron el “tour de fuego” por un extra de dinero, para acercarse al volcán, pero la guía dejaba claro la peligrosidad de la excursión y decidimos ser prudentes. Conforme atardecía, el frío se iba introduciendo en nuestros huesos. Mis guantes agujereados parecían los de un mendigo y permitían que el frío me invadiera; al caer el sol, nuestros temblores eran tan evidentes y espasmódicos, que decidimos entrar en la “tienda de campaña” para calentarnos un poco. Un emocionado “Wow” nos hizo saltar a abrir la puerta y nos encontramos con una explosión de lava iluminando el cielo oscuro. La ilusión no nos quitó el frío, pero nos animó a seguir con la puerta abierta para avistar más rápidamente las erupciones, atentos a los gritos de nuestros compañeros que parecían estar más preparados que nosotros para las bajas temperaturas.

Antes de cenar, pudimos disfrutar de dos erupciones más. La cena, la devoramos por hambre y ganas de entrar en el saco de dormir para hibernar. Justo antes de entrar por última vez, una estruendosa erupción, nos regaló por última vez una expulsión de rocas y lava que llenaron de rojo las laderas del volcán de fuego.

No podemos decir que descansáramos mucho y culparemos a varios factores: el viento aullador, algunas erupciones que rugieron especialmente fuertes, la vuelta de la expedición del tour de fuego y los ladridos de los perros. Sí, perros. Toda la ascensión, habíamos sido acompañados por estos mamíferos que normalmente tienen dueño, pero que aquí eran dueños de sí mismos. Seguían al turista de manera fiel con la esperanza de cariño y comida. En el campamento base, habitaban varios y defendían celosamente el territorio a base de ladridos. A las 3:30 nos levantamos para ascender los 300 metros que quedaban para la cima y así ver el amanecer desde lo alto.

Las nubes se habían adueñado del campamento por la noche, pero aún así, la mitad de la expedición que subimos, estábamos preparados para coronar el Acatenango aunque fuera invadidos por la niebla.

La ascensión fue dura y los 300 de desnivel, nos costaron una hora y media de caminata. Cada paso era un reto; el terreno resbaloso parecía requerir tres pasos para avanzar solo uno y notábamos la falta del oxígeno al que está acostumbrado nuestro cuerpo. Para más inri, la oscuridad, solo derrotada por la luz de tres frontales en todo el grupo, golpeaba las mentes cansadas. Uno de nuestro grupo abandonó antes de llegar a la cima, derrotado por el cansancio o por la lucha psicológica. El resto del grupo, conseguimos conquistar la cumbre, y disfrutar de los colores del amanecer. 



El sol y las vistas al volcán de fuego, nos fueron negados con celo por las nubes, pero no pudieron evitar que el viento gélido que golpeaba nuestros cuerpos y gritaba en nuestros oídos, nos regalara momentos intermitentes de clímax visual. El sol aunque casi invisible, volvía a salir un día más. Esta vez, casi a 4000 metros, y al lado de un dragón geológico que rugía y escupía cuando menos se esperaba.



La bajada nos fue calentando el cuerpo y cargando las rodillas, pero no pudo quitarnos la sonrisa. Ahora podíamos cantar la canción de Vetusta Morla con la imagen en nuestras retinas “he viajado a lomos de la lava de un volcán”.


Volvimos a Antigua sobre el medio día y pasamos en ella 24 horas más. Caminando y revisitando sus calles, conociendo nuevos lugares y visitando viejas ruinas. Cenizas de un pasado de las que había sabido renacer y convertirse en Antigua Guatemala, la antigua ciudad Santiago de los Caballeros de Guatemala. El volcán de fuego con sus erupciones, se encarga incansable de recordarnos con lava y cenizas, que el Ave Fénix sólo muere, para volver a renacer. 

(20 a 23 de noviembre)



 

sábado, 25 de noviembre de 2023

Pequeños milagros (Quetzaltenango-Almolonga-San Andrés Xecul-Lago Atitlán)

Un día más, el sol encendió el cielo antes incluso de sacar la cabeza. Vistió de amarillo la fachada de la iglesia de San Andrés Xecul, llenó de colores la ropa de las guatemaltecas que trabajaban desde bien temprano en el mercado de Almolonga, y fue bienvenido, como cada mañana, con cañonazos desde el lago Atitlán, a unos 90 kilómetros de Xela. Ajenos a todos estos milagros, despertábamos en nuestra cama del Hotel Kasa Kamelot.

Desayunamos en un patio con mucho encanto, alimentándonos a base de huevos, frijoles volteados y café para acabar de despertarnos y poder disfrutar de los pequeños regalos de la vida que pasan inadvertidos cuando viajamos día a día en modo avión. 

Subimos al coche con destino al mercado de la municipalidad de Almolonga, muy cerquita de Xela y conocido por sus zanahorias tamaño XXL. Llegamos a las 8:30 pero la mayoría de mercaderes que habían madrugado ya estaban recogiendo. Nos tuvimos que conformar con un pequeño aperitivo de lo que es en realidad. Aun así, disfrutamos de los ropajes locales y degustamos la sensación de caminar por lugares auténticos y poco influenciados por el turismo.

Nuestra siguiente parada era la pintoresca iglesia de San Andrés Xecul, con su fachada amarilla, cuyo color representa en la cultura maya, el alimento. Sus figuras, que recordaban a algunas Fallas humildes del Cabanyal o El Carmen, le conferían un aspecto muy curioso y una sensación de cóctel cultural.

Desde San Andrés Xecul, volvimos a la aventura de la carretera y sus sorpresas, con destino al lago Atitlán. Este lago es el más hondo de Centroamérica con una profundidad en algunos puntos de más de 300 metros. Está rodeado por volcanes y cordilleras, cafetales y aldeas mayas.

Nada más llegar, contratamos una lancha para poder descubrir algunos de sus recónditas aldeas. Parece ser que el lago también es visitado por unos vientos conocidos como "Xocomil". Estos, dificultan la navegación y se pueden sentir dolorosamente en el culo de los turistas. Cada vez que la lancha levantaba el morro, volvía a bajarlo fruto de la gravedad con una violenta sacudida que producía el consiguiente rebote de los tripulantes. Prueba empírica de que la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma.

Tras 20 minutos de sacudidas llegamos a nuestra primera aldea: San Juan de la Laguna, que recibe al viajero con su calle principal Instagramer-friendly, decorada con paraguas que la cubren serpenteando ladera arriba. La aldea, a pesar de su humildad y pequeño tamaño, se ha adaptado muy bien al turismo. Las “guías” locales llevan al visitante a curiosear los negocios de interés, que suelen ser cooperativas. Cogiditos de la mano y todo “gratis” visitamos tiendas de textiles, café, chocolate, miel y pintura. En todas ellas explicaban los procesos de creación del producto y ofrecían catas y cómo no, la opción de comprar los artículos. Nos llamó especialemente la atención, la tienda de mieles que trabajaba con un tipo de abejas que no tienen aguijón ni pican y algunos eran del tamaño de una mosca.

Para llegar a San Pedro la Laguna, el trayecto fue mucho más agradable y calmado. La lancha llevaba  una velocidad que cuidaba la integridad de nuestros cuerpos. San Pedro la Laguna, a pesar de ser más grande que su vecina, parecía más humilde o al menos, había sabido aprovechar menos sus encantos. Sin embargo, nos tomamos un café con vistas de primera clase, al lago dejándonos imbuir por la tranquilidad y preparándonos sin saberlo para disfrutar de San Marcos la Laguna; la tercera y última aldea que visitaríamos. Este poblado se ha adaptado perfectamente al espíritu yogi y está llena de lugares de retiro, masajes, y todo lo relacionado con la vida slow. Un paraíso hippy en medio del lago.

Volvimos a sentir la teoría de la conservación de la energía mientras volvíamos a la ciudad de Panajachel, campo base de muchos visitantes para explorar Atitlán. Allí nos alojábamos y teníamos aparcado el coche. 

El resto del día organizamos el viaje y salimos a cenar, acompañados por la oscuridad jaspeada, colonizada intermitentemente por la iluminación de los puestecitos de comida, venta de recuerdos o de artesanías. Esa iluminación moteada tan característica de las ciudades que atraen tanto a los mochileros y regalan la maravilla de descubrir el mundo pedacito a pedacito. Sobre nosotros, el cielo salpicado de estrellas, concedía uno más de esos pequeños milagros que pasamos de largo cuando viajamos sonámbulos en la monotonía.

(19 de noviembre)

jueves, 23 de noviembre de 2023

La oscuridad (Austin-Ciudad de Guatemala-Quetzaltenango)

En la oscuridad nos enfrentamos a nuestros peores miedos. La imaginación vuela libre y creamos demonios, magnificamos peligros y nos hacemos pequeños. La ignorancia y el desconocimiento de las cosas, también son oscuridad.

 Nuestra aventura comienza como muchas otras, en medio de la oscuridad. Visitar un país desconocido te somete a un bombardeo de exceso de información unido a consejos o advertencias, algunas infundadas, otras infundidas por miedos.

Antes de subir al avión, revisaba el estado de las carreteras. Nuestra idea era recorrer en un coche alquilado, algunas partes de Guatemala. Entre tanta información, encontré sucesos de asaltos de enmascarados alrededor del lago. Ya estaba a punto de cancelar la reserva del coche, cuando nos llamaron para embarcar. En el avión, decidimos seguir adelante con el alquiler de coche pero cambiar algo la ruta para evitar carreteras desaconsejables según la embajada.

Llegamos a Dallas con el tiempo justo para recorrer el aeropuerto de un extremo al otro y embarcar en nuestro siguiente vuelo con destino Guatemala. Nervioso ante la oscuridad de lo desconocido, fui dando cabezadas para llegar descansado a Ciudad de Guatemala. Llegamos una hora antes de lo previsto, pero entre las gestiones para pasar la aduana, recoger las mochilas y firmar el contrato del coche, no nos pusimos en marcha hasta las 14:45. La primera etapa era Ciudad de Guatemala-Quetzaltenango. Según Don Google, eran 3 horas y media pero las dos primeras horas pasaron lentas y alargaron la hora prevista de destino. La quietud, el paso del tiempo y la visión de la realidad, van haciendo el efecto de tila y van disipando la oscuridad y los miedos iniciales. En mi cabeza cantaba junto a Robe “Y para volar necesito tiempo, únicamente tiempo”.

Conforme empieza a caer el sol y el tráfico es más fluido, descubrimos la gran aventura de conducir en Guatemala. Para sobrevivirla, sólo necesitas los cinco sentidos para evitar los baches, perros, personas, coches parados en mitad del camino o sin la iluminación apropiada. La velocidad límite ayuda a que no sea un peligro, ya que 80km/h es el límite. Creedme que con tantos obstáculos a evitar la velocidad media se reducía a unos 60km/h.

Cinco horas después de salir del aeropuerto, con el cerebro agotado, y el cuerpo tranquilo al ver que muchos miedos se habían magnificado por desconocimiento, llegábamos a Quetzaltenango, también conocida como Xela. Sus bonitas calles adoquinadas y edificios coloniales, nos dieron la bienvenida y acabaron de disipar las últimas dudas sobre nuestra decisión de venir en coche a la oscuridad de un nuevo país.


Nuestro primer día en Xela, fuimos degustando la ciudad poco a poco, recorriendo sus calles y viajando a un pasado apenas vivido, en el que los empresarios tenían oficios y los negocios se levantaban entrenando la paciencia en la tienda viendo a la gente pasar, con peluquerías abiertas a todas horas, droguerías, papelerías, zapaterías, ferreterías enormes. Negocios con apellidos de personas y no nombres de franquicias.


La ciudad tiene vitalidad, pero alarga el tiempo y disfruta de la vida pausada. Esto se puede apreciar en el Parque Central (la plaza del pueblo para los que necesiten un empujón en la imaginación). Con mujeres y niños vendiendo pelotas, chicles o juguetes de los que se lanzan al aire como helicópteros; mientras muchos otros, miran la vida pasar sentados en un banco. 


Para aprender más del ritmo de la ciudad, nos unimos al segundo grupo y degustamos un café en una terraza con vistas al Parque, viendo pasar las horas sorbito a sorbito. En mi cabeza, seguía cantando junto a Robe: “Del tiempo perdido, en causas perdidas, nunca, nunca me he arrepentido. Ni estando vencido, cansado, prohibido.” 


Por la tarde fuimos jugando a la oca, saltando de bar en bar para tomar algo y sin darnos cuenta, ya nos había invadido la noche y estábamos cenando, ensordecidos por una banda casposa que ensayaba para su bolo en directo. Guatemala seguía siendo un país desconocido pero ya no parecía lleno de peligros a cada paso que dabas. Coexistía con bachatas, mujeres con vestidos tradicionales, edificios embellecidos por la iluminación y la educación Guatemalteca: ¨Con mucho gusto, para servirle¨. 




La imaginación ya no era tan libre para infundir miedos y nos fuimos a dormir en una oscuridad acogedora.

(17 a 18 de noviembre)

viernes, 1 de septiembre de 2023

El perpetuo viaje (Seoul-Barcelona)

Seoul nos da la bienvenida, a golpe de trompetas de organillo, con la sintonía en cuatro frases que anuncia la llegada del metro a la estación.

Tras hacer noche en un hotel a orillas del Cheonggyecheon, llevamos nuestras mochilas al último alojamiento, en Insadong, el barrio que acogió nuestra llegada hace más de dos semanas.

Antes de comer, recorremos las calles del Bukchon Hanok Village, uno de los barrios más fotografiados de la ciudad. El escaparate de casas de la nobleza de esta antigua aldea sirve de escenario para todos los turistas que se escondían hasta ahora. Los callejones serpentean en cuestas, y el paisaje que se atisba desde lo alto de la colina es un collage que mezcla hanoks con techos de teja negra, árboles meticulosamente podados, ventanales de rascacielos y la N Seoul Tower al fondo; un cóctel de 600 años de historia.

Por la tarde visitamos el Palacio Changdeokgung donde nos despedimos de las puertas que, cual matrioshkas, sirven de entradas que se abren a nuevos patios con más puertas. Nos despedimos también de los detalles florales pintados en cada viga y de la disposición escalonada de las mismas, que recuerda, de frente, a las alas de un ave de plumas negras que expone complacida su traje de madera multicolor, a fin de seducir.

En este mismo palacio, el último que visitaríamos, una guía, enguantada de blanco, nos llevó por el Jardín Huwon, donde los estanques y la vegetación servían de decoración a los pabellones, mimetizados a la sombra de la naturaleza.

El día siguiente salimos hacia Incheon, la tercera ciudad más grande de Corea. Tras perdernos en las líneas de metro que comenzaban a fagocitarse a nuestros ojos confundiendo su lógica inicial, llegamos a Songdo Central Park, un decorado futurista y promesa biotecnológica.

Este distrito financiero se comenzó a construir hace tan solo veinte años y le quedan unos cuantos más para acabar de desarrollarse según el plan inicial; sin embargo, pese a ser un proyecto aún por terminar, la vista desde el piso 33 de la G-Tower provoca la sensación de estar ante una ventana hacia el futuro.

Dispuestos a visitar el otro lado del espejo, nos dirigimos a Songwol-dong Fairy Tale Village, aunque nos encontramos ante un reflejo distorsionado. Con el objetivo de darle un nuevo aliento, los vecinos quisieron ambientar su barrio como una aldea donde los cuentos de hadas convergiesen; pero a diferencia de lo que ocurrió en Gamcheon y en Ihwa, y por supuesto desde nuestra opinión, el resultado dista mucho de la intención inicial. El engendro creepy que surgió del proyecto reúne imágenes y muñecos con pinta de haber salido de bocetos de falla de última sección; por lo que la mezcla de personajes de cuentos con monigotes mal pintados ofrece una sensación más cercana a estar visitando un sueño húmedo de Freddy Krueger o el Neverland de Michael Jackson que el País de Nunca Jamás de Peter Pan.

En busca de cruzar los límites de la realidad, llegamos al barrio Yeonnam-dong, que guarda una cafetería donde puedes sentirte un personaje de dos dimensiones; pero antes de desdibujarnos, buscamos un lugar para cenar. Damos a parar a un restaurante de barbacoa, el Usama (우사마), en el que están fotografiando los platos de manera profesional, con paraguas y focos para la iluminación incluidos, para hacer su carta más atractiva. Somos los únicos clientes junto a una familia, que debe de ser famosa, pues antes de irse hacen ronda de autógrafos para cada camarero. Superada la barrera del escaso apoyo del inglés, disfrutamos de una carne deliciosa.

Con el paladar degustando el recuerdo, entramos en el Greem Café. Al cruzar el umbral, nuestra vista parece aplanarse para entrar en la realidad de una viñeta. Los contornos y bordes de cada objeto están como trazados a mano alzada, con el blanco roto de un periódico y los trazos inseguros de un borrador. Mientras saboreamos un café salted caramel, nos divertimos probándonos los complementos y objetos decorativos que refuerzan y reproducen el trampantojo.

Al reducir el paisaje al blanco y negro, cualquier nota de color aumenta la explosión visual. Eso es viajar: añadir color a la rutina; incluir nuevos matices al cromatismo con el que nos hemos familiarizado, acostumbrar nuestros ojos a captar nuevas longitudes de onda.

El último día dejamos atrás, al menos hasta que se pongan de moda en occidente, los ventiladores de cuello (incluida su versión de hielo) que confundíamos con auriculares, y subimos al avión.

Unos minutos antes de aterrizar, tras casi 14 horas de vuelo, los pasajeros seguimos las instrucciones de un vídeo explicativo sobre cómo estirarse para activar la circulación. Cual deportistas de natación sincronizada, desde la clase turista levantamos nuestras manos al unísono, dirigimos los troncos a un lado y a otro, y giramos nuestros pies juntos, de puntillas, desde el asiento.

Cabin crew prepare for landing

La visita a un país es también parte de un calentamiento; el verdadero viaje no acaba cuando uno vuelve a casa; sino que “acaba” de empezar: el poso de la vivencia fermenta y se transforma.

El capitán miró a Fermina Daza […] Luego miró a Florentino Ariza

El viaje que cala, que enamora al buscador, es el que asegura el síndrome de abstinencia hasta el siguiente, el que espolea los primeros picores de curiosidad por el país y su cultura. La sed continúa porque el desplazamiento no es solo externo, y uno nunca vuelve siendo el mismo, y uno nunca termina de aterrizar.

-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?

-Toda la vida.

(15 a 17 de agosto)

martes, 22 de agosto de 2023

Embalsamar el tiempo (Gyeongju-Andong-Hahoe)

Llegamos a Gyeongju, antigua capital del reino de Silla, por la mañana, pero entre las gestiones para conseguir billetes de bus y la llegada al alojamiento, es ya casi mediodía cuando estamos listos para salir.

Regenta el hostal una mujer vestida toda de negro, con el móvil como extensión de su mano y la prisa en el cuerpo como si tuviera un chaleco bomba con cuenta atrás. Cada información que nos va dando parece que se le vaya ocurriendo con una urgencia que escapa antes de su boca que de su pensamiento. Su hiperactividad se intensifica en taquicardia cuando Lara, que está encima del colchón, cae de la cama. ¡PUM! La mujer suelta un gritito y empieza a espolsar a Lara de la cabeza a los pies, como realizando un ritual de limpieza de energías negativas. Con una mano en el pecho se disculpa explicando que le ha afectado mucho la escena y desaparece.

Salimos a conocer la ciudad. El Bulguksa Temple quedó un poco deslucido tras la reciente visita al Beomeosa. Si bien es cierto que tiene 150 años más y el desgaste de los colores le ofrece un extra de autenticidad, el templo estaba abarrotado y era difícil intuir la tranquilidad y la calma que se le supondrían. La manera de encontrarlas fue subiendo a los niveles superiores del templo, cuyas escaleras servían de filtro, descargando el templo de turistas allí donde los farolillos lo sombreaban de colores.

Comimos por las inmediaciones y salimos (creyéndonos) rumbo a la siguiente parada, animados por la mujer de la oficina de turismo que nos dijo que no nos preocupásemos por dónde cogiéramos el bus porque el trayecto era circular. Craso error... Por suerte, como estábamos comprobando el GPS, nos dimos cuenta de que íbamos en sentido opuesto. Bajamos en medio de la carretera, al paso de dos ciudades, y esperamos al siguiente transporte acompañados de otros dos turistas que corrían la misma suerte.

Ya en el centro de Gyeongju, visitando  Cheomseongdae, una torre-observatorio astronómico del siglo VII, paseamos por los jardines, que albergaban un pasadizo con calabazas de diferentes tamaños y los colores del otoño, sostenidas todas en un arco. Cruzarlo hacía que nos sintiésemos atravesando un agujero de gusano que conectase con las inmediaciones del castillo de un cuento de hadas.

Buscando la zona de Daereungwon, nos encontramos rodeando la tumba del rey Naemul, en un camino que nos lleva hasta la Gyochon Hanok Village. Aprovechamos el desvío para deambular por las calles de esta antigua aldea, hoy un núcleo de hanoks restaurados y convertidos en negocios.

De allí al Woljeonggyo Bridge hay solo unos pocos metros. El puente, con dos bellos pabellones a cada lado, nos guiaría hasta el camino que lleva al Daereungwon Ancient Tomb Complex, pero el atardecer se acerca y queremos asegurarnos de llegar a tiempo, por lo que decidimos utilizar el transporte público. Bad choice

La espera se alarga y pregunto en una tienda cercana a la parada. El tendero, desenvainando su Papagayo, nos explica que esa línea en concreto suele pasar con poca frecuencia. Unos diez minutos más tarde, apurado por vernos plantados, nos trae dos vasos de agua fresca.


Para cuando llegamos a Daereungwon, el atardecer está a punto de inflamar el cielo. Este complejo es un parque que alberga una veintena de tumulis, o tumbas reales del periodo del reino de Silla. El ser humano lleva milenios buscando la fórmula de trascender, de alargar como un chicle el partido. El verdor de los tumulis demuestra que de alguna manera el bucle continuo de la vida se preserva.

Al tratarse de tumbas escondidas bajo los montículos, existe solo un espacio designado para fotografiar de cerca; fuera del mismo, las multas por pisar el verde real son severas. Pedimos a una chica que nos haga una foto entre las chepas de tierra y ella se empeña en que le demos permiso para grabar también un vídeo. Tras el posado, muestra encantada, esperando nuestra aprobación, un archivo estático que solo se intuye grabación por el audio y el temblor del encuadre. Fotografía capturada en movimiento.

Ya es totalmente de noche al salir del restaurante donde hemos cenado, pero nos animamos a ir hasta el Anapji Pond, para ver la famosa iluminación de los tres pabellones.

Las colas de entrada recuerdan a las que se crean al entrar en un campo de fútbol. El avance es rápido y organizado, dando a entender que el gentío es habitual a estas horas. Entramos a las 21h; nos queda una hora antes del cierre.

Los focos juegan con los reflejos del estanque, y a cada paso, reclaman un nuevo retrato de larga exposición que inmortalice su espectacular traje de luces y sombras. 15 minutos antes de las 22h, los seguridades empiezan a guiarnos hacia la salida con linternas rojas de señalización, recordando amablemente con sus conos en movimiento, y sobre todo con mucha paciencia, que el recinto cerrará pronto sus puertas. Apurando los últimos minutos, seguimos las luces, rezagados, dejando que nos recoja el coche escoba.

Al día siguiente llegamos a Andong. Compramos billetes para salir el mediodía siguiente a Seoul, último destino antes de volver a casa, y esperamos el bus que nos lleve desde la terminal hasta el alojamiento. Un día más, nos encontramos yendo en sentido opuesto y, para subsanar el error, hemos de bajar en una parada, a la entrada de una autopista, equipada con cuatro sillas viejas para soportar la espera. Aún queda una hora para que pase el siguiente bus de la línea que esperábamos, así que decidimos preguntar con señas al próximo, sea cual sea, por si alguno volviese a la terminal. Tenemos suerte.

De vuelta a la casilla de salida, un autobusero nos dice que su coche nos deja cerca del hostal. Tras hacer unas llamadas a otro conductor y averiguar que un compañero nos acerca más, detiene el autocar para que cambiemos al bus trasero. Por fin, llegamos al centro de Andong.

Descansados y con energías renovadas para ir a cenar, nos dirigimos a Food Street. Encontramos una de las calles paralelas repletas de figuras en forma de huevo que acompañan, con el nombre de la ciudad, el paseo que refresca un riachuelo artificial nacido de los laterales de unas mesas públicas que hacen a la vez de fuente. Lara pide, emocionada, acercarse a cada uno de ellos.

La Lonely, Google y la información que nos entregaron en la recepción del hotel ofrecían datos contradictorios (tanto de horarios como de buses) sobre cómo llegar a Hahoe; en lo que todos coincidían era en la escasa frecuencia con que pasaban los autobuses. Así que, al día siguiente madrugamos para tener tiempo de visitar la aldea.

Conseguimos llegar al Centro de Información Turística de Hahoe antes de que abran las oficinas de turismo. Un agradable paseo a la sombra de los árboles lleva hasta el pueblo. Encontramos el sendero lleno de libélulas, una cortina de alas negras que escapan volando tímidas, en pequeños saltos, cada vez que nos acercamos.

Una vez en el pueblo, los oscuros tejados de las familias adineradas se entremezclan con los más básicos de paja. La casi exclusividad para pasear por las aletargadas callejuelas de esta aldea tradicional, los letreros en los portones de madera, los pilares y las puertas correderas de papel nos transportan a una pretérita Corea, previa a la ocupación japonesa. Gracias a su emplazamiento, rodeada por el meandro de un río que la preservó de invasiones, la aldea consiguió permanecer embalsamada en el tiempo.

En las afueras del pueblo nos encontramos tres columpios gigantes. Una niña coreana se impulsa de pie sobre uno de ellos mirando al infinito, tratando de conseguir los 45 grados en una escena donde la única huella cronológica está en la ropa. En el escenario de hanoks, el tiempo parece retornar con cada empuje. El juego se columpia en un eco de la Historia; atrapa el tiempo en cápsulas de cristal; lo detiene entre paréntesis; la diversión, el bálsamo. El gozo de la vida es la resistencia al paso del tiempo: su escape. La niña baja del columpio que queda meciéndose en el aire. ¡Nos toca!

(12 a 14 de agosto)

viernes, 18 de agosto de 2023

Donde el 4 es el 13, el 5 es el 3 (Busan)

Llegamos a mediodía al Hotel Soyu. Los tres estamos muertos del madrugón para llegar a Busan, así que hacemos una minisiesta, interrumpida por una llamada de recepción. El encargado se disculpa por la habitación que nos ha dado su compañero y nos ofrece una más grande para que estemos más cómodos. Mucho mejor.

La habitación está en un "quinto piso"; y entrecomillo, por dos razones: una, que los coreanos empiezan a contar el primero como el piso a pie de calle; la segunda, que algunos edificios deciden obviar el piso cuatro por superstición, por lo que nuestra habitación del quinto piso estaba ubicada, para nosotros, en un tercero.

Por la tarde damos un paseo por los alrededores. Empezamos por Bosu Book Street, un callejón abarrotado de montañas de libros de segunda mano. Lara hace estragos con sus andares independientes y seguros a lo Charlot, y la propietaria de una de las tiendas se vuelve loca con ella pidiendo fotos.

Bajamos hasta BIFF Square, el Hollywood Boulevard de Busan, en busca de la huella de la mano de Kim Ki-duk. Posar allí la mano fue como concederle un "aquí empezó el viaje": con el director de las pocas palabras, la violencia, los personajes marginados y las metáforas visuales por el que me enamoré del cine surcoreano.

Camino al Lotte Department Store vimos los rescoldos que quedaban del Jagalchi Market, el mercado de pescado que visitaríamos al día siguiente; hoy ya recogía sus bártulos.

El agua conectó los dos lugares, pues este centro comercial presume de tener la fuente musical de interior más grande del mundo. Paseamos por el piso 13, que incluye un jardín con vistas al puerto, compramos provisiones, y disfrutamos de las caras de asombro de Lara mientras la fuente daba su espectáculo musical, que concluyó con una cortina de gotas formando la palabra Lotte en el aire que comenzaban a esparcirse.

El segundo día nos dedicamos más a fondo a conocer el mercado de Jagalchi. Cangrejos, anguilas, gusanos, conchas, caracoles, pulpos y otros diversos animales marinos esperaban expuestos en peceras a ser escogidos en la primera planta para luego ser troceados o cocinados en la segunda. Un parquecito con vistas corona el octavo piso.

Lo que queda de mañana y parte de la tarde lo dedicamos a la Gamcheon Village, un proyecto cultural que surgió de la idea de revitalizar un barrio de refugiados a golpe de arte, como ya lo había hecho el ave fénix de Ihwa, en Seoul. Diferentes artistas pusieron su grano de arena hace casi 15 años para dar color al barrio más empobrecido de Busan. El leitmotiv escogido fue los peces de madera, las casas y el Principito.

Las casas de techos multicolores, dispuestas a lo largo de una ladera, parecen brotar como setas pintadas con tizas de colores en un patio infantil: una primavera imaginada por la inocencia más desacomplejada.

Durante todo el trayecto, Lara aporta la curiosidad y la espontaneidad del personaje de Saint-Exupéry. Cada vez que encontramos una figura, ella la llena de saludos y besos, aunque acabe con la cara hecha un poema tras recoger la suciedad de todas y cada una. Ojalá no pierda la capacidad de ver el elefante devorado por la serpiente donde nosotros aprendimos a ver solo un sombrero y siga soñando aldeas de colores.

Por la tarde tratamos de cruzar el Songdo Yonggung Suspension Bridge, pero está cerrado por amenaza de fuertes vientos; sin embargo, el teleférico que conecta con Songdo Beach funciona sin problemas; así que nos montamos en una de las cabinas que cruzan sobre el mar para acercarnos hasta el bus que nos lleve al Choryang Observatory, donde empieza a atardecer sobre el conjunto de rascacielos que destaca bicolor sobre el paisaje, cual luciérnagas iluminadas por la luz de la golden hour, como si los bloques acristalados reaccionasen químicamente reverdeciendo con los últimos rayos de sol.

Aún no lo sabemos, pero se avecina un tifón. La melodía de Royal Blood (Typhoon) empieza a sonar en la distancia, reverberando con cada gota de lluvia que se aproxima. Amanece lloviendo y leemos que Khanun (el nombre con que han bautizado a este fenómeno) hará su aparición durante la noche y mañana siguientes.

Como vamos decidiendo las noches sobre la marcha, tuvimos capacidad de reacción para flexibilizar los planes, y alargar dos noches más asegurándonos visitar la costa de Busan.

Nos ponemos los chubasqueros y salimos camino al Beomeosa Temple, con parada en la estación de buses para comprar los billetes que nos llevarán a Gyeongju en tres días.

Por las inclemencias del tiempo, hoy la visita a Beomeosa es gratuita. Una mujer observa la lluvia, de espaldas a la puerta, cuando entramos a la oficina de turismo del templo. Se sorprende al vernos, doblemente al reparar en Lara, y empieza a darnos conversación, animada, para acabar pidiéndonos que vayamos con cuidado de no resbalar.

La fina lluvia que cae transportada por el viento, la neblina que viste los montes circundantes y la ausencia casi total de turistas hacen más especial la visita. Los colores del templo, apagados por las nubes, mimetizan la estructura con la quietud y la espiritualidad del apartado paraje. El moktak (instrumento para la oración budista) parece acompañar la escena con sonidos de naturaleza acordes al retiro y la meditación.

Las últimas lluvias del día las pasamos resguardados en el Bujeon Market. Caminamos por calles de comida, montones de algas, reflejos plateados de pescadito seco, y platos de almejas y marisco emplatados en espiral. Nos llama mucho la atención el ingenio del sistema espanta-insectos que han montado: sobre los platos, cintas atadas a los ventiladores bailan espasmódicamente impidiendo que las moscas encuentren tranquilidad para su deseado banquete.

Acabamos el día paseando por Seomyeon Street, posando sobre el arte callejero que desafía la percepción de las dimensiones; y mientras cae la tarde, nos tomamos un cálido café en Jeonpo Street.

El cuarto día, la calma reina en nuestra habitación de hotel mientras Khanun sopla con fuerza. Fuera, la superstición numérica coreana parecía justificada. Aprovechamos el encierro para acabar de decidir y atar los últimos pasos en Corea. En recepción nos informan de que el tifón abandonará la zona a mediodía, por lo que preparamos la colada para salir en cuanto sea viable.

Sobre las 14h estamos comiendo en un restaurante chino exquisito (Hwaguk Chinese Restaurant) que según una guía del hotel ha sido escenario de películas coreanas como New World y Nameless Gangster.

Esa tarde, nuestra excursión es infructuosa. Tras unas dos horas de trayecto en metro y bus, encontramos el templo Haedong Yonggungsa cerrado. Cuando preguntamos las razones, recibimos unos brazos en cruz por respuesta (el templo está cerrado). Suponemos que, aunque el temporal ya pareciese solo un recuerdo del que quedaba un agradable airecillo, habían decidido prevenir. Así que nos encuentra el atardecer en el camino de vuelta.

El último día en Busan seguimos topándonos con medidas tomadas por el tifón: el camino de costa de Igidae también está cerrado. Aprovechamos para preguntar en una oficina de turismo por el templo cuya visita se frustró ayer. Tras un par de llamadas, nos informan que hoy está abierto, por lo que después de pasear por el suelo acristalado del Oryukdo Skywalk, que conecta el acantilado con unos metros al vacío adentrándose mar adentro, salimos de nuevo hacia el templo.

Haedong Yonggunsa tiene la peculiaridad de estar construido sobre unas rocas a pie de mar. Cruzando el puente que lleva a la entrada, una vez más, nos encontramos el templo engalanado con farolillos multicolores. Lara se dedica a correr y a imitar, frente a frente, el movimiento de unos pequeños monjes de plástico que asienten incansables como lo hacen ella y el brazo del gato de la fortuna.

Por la tarde nos mojamos los pies en Haeundae Beach, rodeada de rascacielos imponentes que parecen intentar encajar en el paisaje compensando con el azul de sus escamas. No es posible introducir más que nuestros pies, pues unos "socorristas de seguridad", a golpe de silbato y porras de luz roja se pasean, arriba y abajo, asegurándose de que nadie entre más de la cuenta, persiguiendo hasta la saciedad a los atrevidos que intentan esquivarlos haciéndose los despistados reclamando un posado playero para sus redes.

Nos despedimos de la ciudad desde otra playa, la Gwangalli Beach. Un musical de teatro al aire libre pone la banda sonora a nuestra despedida mientras los actores bailan, sonrientes y exagerando sus pasos a los pies del Gwangan, donde las luces empiezan a iluminar la oscuridad y el puente sirve de icono a la postal urbana, nocturna y romántica de la costa de Busan.

(7 a 11 de agosto)