sábado, 25 de noviembre de 2023

Pequeños milagros (Quetzaltenango-Almolonga-San Andrés Xecul-Lago Atitlán)

Un día más, el sol encendió el cielo antes incluso de sacar la cabeza. Vistió de amarillo la fachada de la iglesia de San Andrés Xecul, llenó de colores la ropa de las guatemaltecas que trabajaban desde bien temprano en el mercado de Almolonga, y fue bienvenido, como cada mañana, con cañonazos desde el lago Atitlán, a unos 90 kilómetros de Xela. Ajenos a todos estos milagros, despertábamos en nuestra cama del Hotel Kasa Kamelot.

Desayunamos en un patio con mucho encanto, alimentándonos a base de huevos, frijoles volteados y café para acabar de despertarnos y poder disfrutar de los pequeños regalos de la vida que pasan inadvertidos cuando viajamos día a día en modo avión. 

Subimos al coche con destino al mercado de la municipalidad de Almolonga, muy cerquita de Xela y conocido por sus zanahorias tamaño XXL. Llegamos a las 8:30 pero la mayoría de mercaderes que habían madrugado ya estaban recogiendo. Nos tuvimos que conformar con un pequeño aperitivo de lo que es en realidad. Aun así, disfrutamos de los ropajes locales y degustamos la sensación de caminar por lugares auténticos y poco influenciados por el turismo.

Nuestra siguiente parada era la pintoresca iglesia de San Andrés Xecul, con su fachada amarilla, cuyo color representa en la cultura maya, el alimento. Sus figuras, que recordaban a algunas Fallas humildes del Cabanyal o El Carmen, le conferían un aspecto muy curioso y una sensación de cóctel cultural.

Desde San Andrés Xecul, volvimos a la aventura de la carretera y sus sorpresas, con destino al lago Atitlán. Este lago es el más hondo de Centroamérica con una profundidad en algunos puntos de más de 300 metros. Está rodeado por volcanes y cordilleras, cafetales y aldeas mayas.

Nada más llegar, contratamos una lancha para poder descubrir algunos de sus recónditas aldeas. Parece ser que el lago también es visitado por unos vientos conocidos como "Xocomil". Estos, dificultan la navegación y se pueden sentir dolorosamente en el culo de los turistas. Cada vez que la lancha levantaba el morro, volvía a bajarlo fruto de la gravedad con una violenta sacudida que producía el consiguiente rebote de los tripulantes. Prueba empírica de que la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma.

Tras 20 minutos de sacudidas llegamos a nuestra primera aldea: San Juan de la Laguna, que recibe al viajero con su calle principal Instagramer-friendly, decorada con paraguas que la cubren serpenteando ladera arriba. La aldea, a pesar de su humildad y pequeño tamaño, se ha adaptado muy bien al turismo. Las “guías” locales llevan al visitante a curiosear los negocios de interés, que suelen ser cooperativas. Cogiditos de la mano y todo “gratis” visitamos tiendas de textiles, café, chocolate, miel y pintura. En todas ellas explicaban los procesos de creación del producto y ofrecían catas y cómo no, la opción de comprar los artículos. Nos llamó especialemente la atención, la tienda de mieles que trabajaba con un tipo de abejas que no tienen aguijón ni pican y algunos eran del tamaño de una mosca.

Para llegar a San Pedro la Laguna, el trayecto fue mucho más agradable y calmado. La lancha llevaba  una velocidad que cuidaba la integridad de nuestros cuerpos. San Pedro la Laguna, a pesar de ser más grande que su vecina, parecía más humilde o al menos, había sabido aprovechar menos sus encantos. Sin embargo, nos tomamos un café con vistas de primera clase, al lago dejándonos imbuir por la tranquilidad y preparándonos sin saberlo para disfrutar de San Marcos la Laguna; la tercera y última aldea que visitaríamos. Este poblado se ha adaptado perfectamente al espíritu yogi y está llena de lugares de retiro, masajes, y todo lo relacionado con la vida slow. Un paraíso hippy en medio del lago.

Volvimos a sentir la teoría de la conservación de la energía mientras volvíamos a la ciudad de Panajachel, campo base de muchos visitantes para explorar Atitlán. Allí nos alojábamos y teníamos aparcado el coche. 

El resto del día organizamos el viaje y salimos a cenar, acompañados por la oscuridad jaspeada, colonizada intermitentemente por la iluminación de los puestecitos de comida, venta de recuerdos o de artesanías. Esa iluminación moteada tan característica de las ciudades que atraen tanto a los mochileros y regalan la maravilla de descubrir el mundo pedacito a pedacito. Sobre nosotros, el cielo salpicado de estrellas, concedía uno más de esos pequeños milagros que pasamos de largo cuando viajamos sonámbulos en la monotonía.

(19 de noviembre)

1 comentario:

  1. Ole y ole... hoy ya he visto todo tranquilo y reposado..jaja. ya se donde estoy y eso ayuda siempre. Qué pasada de sitios, aldeas, lago...es todo súper bonito y aunque llegamos tarde al mercadito algo se aprecia. Fantástico chicos. Viajo son pagar y sin cansarme ,pero disfrutando de cada sitio maravilloso. Cuidaros mucho. Nos vemos pronto.

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