domingo, 28 de agosto de 2022

Puntos suspensivos... (Península Snaefellsnes-Reykholt-Hraunfossar-Reykjavík-Barcelona)

Los últimos cuatro días, los elementos decidieron mostrar su lado más salvaje. Empezamos el día en el cráter del Saxhóll. Un vendaval violento dificultaba la subida. Peldaño, a peldaño, el viento, entorpecía, cada paso. Levantar los pies del suelo parecía un riesgo y cada pierna que subía un escalón era desestabilizada y obligada a retomar suelo rápidamente aunque fuera con torpeza. Tanto era así, que una chica bajaba a cuatro patas bocarriba tratando de pegar todo su cuerpo a los escalones cual oruga. La sonrisa ante la imagen fue vengada a la vuelta, cuando descendía sintiendo que mi cuerpo y el suelo creaban 45 grados y me preparaban para practicar wingfly.

Por ahora solo chispeaba, y ya resguardados por la camper que nos llevaba hasta Djúpalónssandur, el tiempo nos obsequió con un arcoíris completo. Pero la ilusión de calma creada por el fenómeno óptico pronto se rompió y el parabrisas comenzó a trabajar sin descanso como Chaplin en Tiempos Modernos, hasta que dejó de dar abasto.

Una cortina de agua como la de las exageradas lluvias de las películas que caen en ráfagas intermitentes empapaba el camino de piedras que lleva a Djúpalónssandur. Las escamas negras del camino parecían custodiadas por las placas de un Estegosaurio. El escenario de Juego de Tronos continuaba hasta la playa, donde la cortina de agua impedía ver de lejos las formaciones rocosas (o troles petrificados) que costean la orilla.

La lluvia nos siguió hasta los acantilados de Arnarstapi donde las olas rompían con fuerza modelando con tesón las torres de basalto. El aguacero era tan persistente que paramos a comer para ver si se calmaba. En la puerta de los baños del bar (lugares donde se registran más verdades de las admitidas) un mensaje rezaba el "juramento islandés": I will be prepared for all weathers, all possibilities and all adventures.

Así que seguimos con los ánimos renovados. El temporal amainó y nos permitió despojarnos del chubasquero para visitar la Búðakirkja y la Ytri Tunga, un buen lugar desde donde contemplar la imperturbable pachorra de las focas. Desde esta playa es fácil ver de cerca a la foca común y a la foca gris, que descansan despanzurradas sin pudor, ajenas a la curiosidad de los presentes; interrumpiendo su duermevela exclusivamente para cotillear con desgana o recolocar su cuerpo a base de pesados y esforzados saltos.

Antes de buscar un camping cercano para cerrar el día, hicimos una visita breve a la ciudad de Borgarnes, donde retomamos la carretera de la Ring Road.

Al día siguiente visitamos en Reykholt la que se considera la fuente termal más antigua utilizada por humanos en Islandia (desde el siglo XII): la piscina de Snorri Sturluson o Snorralaug. Desgraciadamente, hoy hay que contentarse con tomar la temperatura con los dedos, ya que el baño, que permitiría sentirse un pequeño habitante de la Comarca, está prohibido.

La última parada del día era también la última cascada que visitaríamos en nuestro viaje.

La Hraunfossar desciende sobre bloques de roca volcánica regando un río gris turquesa. El mirador concede una vista panorámica en picado de las barbas de agua que nacen de la tierra para incorporarse al río Hvitá, alimentado a su vez por la menos ostentosa Barnafoss.

Hacía unos días el volcán Fagradalsfjall había comenzado a escupir lava, sumándose inevitablemente a la lista de "lugares que visitar antes de volver a España". Con el paso del tiempo, la información oficial nos iba dando alas para acercarnos: existía el sendero para ver el espectáculo con relativa seguridad y en una web iban actualizando si había o no peligro de intoxicación por gases; por lo que nos decidimos a bajar hasta Grindavík, convirtiéndola en base de operaciones. Sin embargo, la promesa de fuego quedó apagada por la lluvia y la niebla que desaconsejaban la visita al volcán, y los senderos quedaron cerrados durante los días siguientes para nuestra decepción.

El viaje llegaba a su fin, dispuesto siempre a seguir sorprendiendo... Cuando nos encontrábamos en la cola del restaurante donde comeríamos en Reykjavík, una voz preguntó a nuestras espaldas: "¿Sois los chicos que nos ayudaron en la gasolinera perdida?" Coincidíamos de nuevo con los españoles que nos encontramos buscando, como nosotros, la manera de poner gasolina; y parece que habían decidido repostar sus estómagos en el mismo lugar y coger el mismo vuelo de vuelta a casa.

Nuestra última visita, antes de pasear de nuevo por la plaza donde está la Hallgrímskirkja, fue a la escultura Sun Voyager. Sus grises metálicos y luminosos encajan a la perfección con el escenario. Este escalopéndrico barco futurista con las patas bien aferradas a tierra mira al horizonte, esperando zarpar a un nuevo destino, pendiente como los puntos suspensivos...

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"Last call for passengers..." La última carrera que nos pegábamos por el aeropuerto (esta a pie) estaba totalmente fuera de lugar. Seamos honestos. Soy consciente de que la fama que me precede manchará la veracidad del relato que sigue, pero nadie puede poner en duda la puntualidad de Violeta.

Llevábamos tres horas en el aeropuerto y Lara no nos había retrasado, pero por lo visto habían decidido tener a todos los pasajeros a bordo antes de la hora en que comenzaba el embarque según lo acordado. Así que, cuando miramos la pantalla para descubrir a qué puerta de embarque nos teníamos que dirigir, el texto que la acompañaba era ya un closing. Escuchando interrumpidamente el torpe mensaje de megafonía ("...and Enwricue...") y celebrando la ausencia de cintas transportadoras en el aeropuerto ("...please proceed urgently to gate number... ") corrimos con Lara en brazos hasta la caprichosa puerta, a tiempo de evitar el inminente y temido cierre.

Sobrevolando ya la isla, la altura fue inmisericorde negándonos las vistas del volcán, a pesar de nuestras perennes aspiraciones por encontrarlo. Quizás ya se escondía bajo las nubes o quizás se oculta tras la línea de puntos suspensivos de una futura aventura que nos acercará a la lava en otra oportunidad...

Por el momento, nos quedamos con la vuelta, con la renovada sed de viaje y el recuperado mono por seguir conociendo los recovecos de este apasionante planeta. Como canta Vetusta Morla, nos quedamos con la promesa de un continuará...

(7-8-9-10 agosto)

sábado, 20 de agosto de 2022

Omplint de cel els pulmons (Dynjandi-Península Snaefellsnes)

La campervan cabalga por una carretera de tierra rodeada de imágenes atípicas de un verano mediterráneo: montañas nevadas, aire fresco, lagos que brillan con la luz del sol y hacen difícil no desviar la mirada. Suena Txarango, la canción de Lara: "respira fort, empassa’t la vida a glopades, omple de cel els pulmons". Y allá que íbamos, en busca de trozos de cielo que poder consumir a sorbos durante el año, cuando la rutina pesase; a la caza del instante que captase la pasión de viajar.

Dynjandi no puede tener un sobrenombre más acertado: el velo de la novia. Un manto de agua desciende escalonadamente durante 100 metros de saltos contiguos, haciéndose hasta 30 metros más ancha en su base. La cola sigue bajando en sucesivas cascadas hasta desembocar en Arnarfjörður. Respiramos profundamente las vistas que ofrece la protagonista de todos los objetivos y recogimos su brisa.

Habíamos apurado el combustible al no encontrar ninguna gasolinera Olís (las que nos parecían más económicas) y necesitábamos repostar para llegar a la península Snaefellsnes; así que decidimos hacerlo antes de salir, pero nuestras dos tarjetas daban error y no había nadie para atender. Como aquí es requisito pasar la tarjeta antes de poder repostar, tuvimos que seguir 40 kilómetros hasta encontrar otra gasolinera.

Llegamos, a punto de entrar en el rojo reserva, a una N1 perdida en lo que parecía un hotel abandonado. Tampoco aceptaba ninguna de las dos tarjetas, tampoco había nadie para atender.

Al rato, aparecieron dos personas que vivían en el hotel a pesar de notificarse como cerrado. Nos explicaron que el surtidor solo aceptaría tarjetas de crédito, por lo que, valorando la situación, decidimos seguir hasta la siguiente gasolinera con personal.

80 kilómetros nos separaban del destino. Fueron los 40 minutos más largos de todo el viaje. A 50 kilómetros de llegar, un pitido indicaba que comenzábamos a viajar en reserva. Violeta conducía con marchas largas mientras yo miraba el GPS a cada minuto como si la cuenta atrás se fuese a acelerar y la distancia que nos separaba se acortase más rápido.

Como en las escenas en que se desconecta el cable correcto para desactivar la bomba en el último segundo, la camper por fin se acercaba al tercer abrevadero. Mientras la abastecíamos, esta vez sí, unos españoles nos preguntaron si sabíamos por qué no les aceptaba la tarjeta, que venían apurando la reserva por haberse encontrado con el mismo problema en diferentes estaciones. La solución no era otra que comprar tarjetas prepago que vendían en la tienda.

El día siguiente despertamos en Stykkishólmur, un pueblecito costero con una iglesia que de lado parece mantener la posición de una mantis religiosa y de frente parece emular la señal de Batman. Desde la misma, el pueblo mostraba orgulloso sus casas esparcidas como setas de colores sobre la lengua de tierra que invadía al fiordo.

Con la tranquilidad de conducir con carburante suficiente, empezamos visitando dos cascadas. Para acercarse a la primera y más alta, Grundarfoss, hay que andar unos 20 minutos. Un salto de 70 metros se presenta rodeado de columnas basálticas y verde, como de costumbre.

La segunda, Kirkjufellsfoss, presenta una estampa más conocida: la de la montaña Kirkjufell que concede su perfil cónico de sombrero, ese día capado por las nubes, para entrar en el campo de visión del objetivo y contextualizar la cascada.



En Ólafsvík, la origámica iglesia señalizada por un paso de cebras arcoírico nos impulsó a desviarnos, atraídos por la singularidad de su arquitectura. Su interior nos transportó a un paisaje de fotografía matemática. El edificio parece haber sido diseñado haciendo papiroflexia, doblando sus estructuras para crear la figura de un barco o la de un cisne sin cabeza y con las alas plegadas.

Tras unos veinte minutos de paseo desde el parking que lleva a la siguiente parada, Svöðufoss nos recibe sin compañía para que podamos disfrutar con exclusividad de la penúltima cascada que visitaremos en Islandia. Apretamos el paso por si la nube que amenaza sobre nuestras cabezas acaba vomitando; si así ocurre, que nos pille lo más alejados posible.

Así llegamos a la Ingjaldshólskirkja. Desde lejos, el aislamiento, los colores blanco sobre verde y el rojo sombrero de gnomo de la torre principal acicalan el paisaje; sin embargo, como a muchas otras de las edificaciones islandesas, lo que les embellece es el contexto, pues en las distancias cortas suelen perder casi todo el atractivo.

Acabamos el día visitando los dos faros que guían las embarcaciones que navegan el oeste de la isla. Las dos torres parecen una versión naranja abutanada del Gordo y el Flaco.

Un camino accidentado lleva a Öndverðarnes; rollizo y achatado, es la versión cercenada de Svörtuloft, el faro que se encuentra a dos kilómetros y medio de distancia, alejados por la irregular carretera llena de baches.

Svörtuloft, a los pies de un acantilado imponente, se alza larguirucho, cual sombrero de copa naranja amostazado, dispuesto a posar para una película de Wes Anderson con las simetrías que proporcionan sus ventanas.

La niebla comienza a invadir el espacio engulléndolo todo, decolorando el paisaje. Quizás es mejor que continuemos mañana, cuando retrocedan sus miembros y sus pulmones recojan su aliento.

(5-6 agosto)

sábado, 13 de agosto de 2022

Los restos del naufragio (Akureyri-Glaumbær-Península de Vatnsnes-Westfjords)

Empezamos la jornada en Akureyri, la segunda ciudad más importante de Islandia, que nos dejó con la misma sensación que Reykjavík: un "sin más". Visitamos la iglesia de Akureyri, que parece hecha con regletas, y descubriendo las amapolas amarillas, naranjas y azules del jardín botánico me acordé inevitablemente de la tía Lourdes cuidando con paciencia las flores y plantas de la Finca. De camino a la Forest Lagoon, jugamos a capturar con la cámara los corazones rojos que iluminan sus semáforos cuando indican detenerse.

Quizás, uno de los distintivos culturales de Islandia más evidentes sean sus baños termales. Habíamos ido postergando la visita porque en algunos (como la Blue Lagoon) no aceptan bebés; y otros no podíamos compaginarlos con conocer los alrededores. Ese día nos dirigíamos a los de la Forest Lagoon, situada frente a Akureyri.

Entrar al recinto ya fue un viaje al orden, la limpieza y la espiritualidad que nos trajimos de Japón. La Forest Lagoon es una piscina humeante, rodeada de coníferas y diseñada para desconectar de la rutina; un rincón idílico, perfecto para estrenarnos en las aguas que arropan del frío exterior. Lara se convirtió en el bebé más chill, mirada al infinito, preparada para posar, y rompiendo a reír al momento siguiente con un agudo imposible mientras chapoteaba con sus manitas y mostraba sus encías melladas. Apoyados en el borde, que rebasaba agua sin interrupción, el vapor parecía ralentizar o detener el tiempo de esta orilla, que corría al galope para los que estaban en la ciudad, al otro lado del fiordo.

Como con la primera pisada sobre una cinta transportadora de aeropuerto, que desestabiliza la perspectiva de la velocidad, volvimos a habitar de golpe el tiempo galopante, sin paso ni trote, y nos dirigimos 200 kilómetros al oeste, donde dormiríamos. De camino, paramos en Glaumbær para ver las fotogénicas casas de techo de césped que han reconvertido en museo. 

Al día siguiente cogimos la carretera 711 (si se le puede llamar carretera) para recorrer la península de Vatnsnes. Hicimos tres paradas. La primera, para encontrar la afilada roca Ánastaðastapi, que con sus alargadas astillas de piedra recordaba al Trono de Hierro de Game of Thrones. En ese momento estaba coronada por un ave que se resistía a ceder su sitio pese al vendaval; supongo que haciendo honor a la escena que representaba.

La segunda parada fue Illugastaðir. Un lugar donde avistar focas. Mientras recorría el camino hasta la cabaña, instalada para no molestarlas, un charrán ártico sobrevolaba insistentemente sobre mi cabeza produciendo sonidos claramente amenazadores. Estas aves son conocidas por llegar a ponerse violentas y atacar a los humanos cuando consideran que sus crías están en peligro, por lo que apreté el paso recordando la película de Hitchcock y temiendo por mi cabellera. Las focas, desgraciadamente, estaban suficientemente lejos como para poder verlas si no era a través del zoom de la cámara.

La última parada fue Hvítserkur, la roca rinoceronte. Esta es la atracción más famosa de la zona; sin embargo, ni preserva la soledad de Ánastaðastapi, ni por tanto el impacto; así que el frío glacial que traía el viento pronto nos animó a poner la campervan rumbo al camping que nos esperaba en Flókalundur, a otros 200 kilómetros.

El primer día en la zona de Westfjords fue de lo más intenso. Un sol que no habíamos visto hasta ahora alumbraba el camino de playas de un azul turquesa que no creíamos que existiesen con este clima. Paisajes evocadores del aislamiento y el retiro aparecieron durante el camino, empezando por el que ofrecía el Garðar BA 64, un barco ballenero encallado, dirigido hacia las montañas, dispuesto a arremeterlas. Garðar, estoico, hace frente a la herrumbre que lo va despellejando lentamente. 

Playas de diferentes colores rodean esta parte de la región de Vestfirðir; la iglesia de Breiðavík, encarada al mar, miraba solitaria al pueblo y al horizonte de arena amarilla; muy cerca, la playa de Hvallátur destacaba su blanco con la alfombra de casas con techos pintados de verde, morado, rojo y azul claro.

Llegamos hasta el extremo noroeste de Islandia: los acantilados Látrabjarg. De pronto nos topamos con un baile aéreo de aves; gaviotas haciendo break dance en el aire, desafiando los embates del viento, impulsándose hacia arriba para zambullirse desde lo más alto, acantilado abajo, y lanzándose al vacío de cabeza, como llevadas por un columpio invisible. 

La sensación de vértigo está asegurada en unos acantilados que pueden llegar a medir más de 400 metros de altura. Paseamos por el filo, que solo mostraba su base en algunos tramos donde se vislumbraba el abismo bajo nuestros pies. Durante el resto del camino, por la forma del saliente, la profundidad solo se intuía.

De vuelta a Flókalundur, hicimos una parada en Hnjótur, donde descansan los restos de un avión de la armada estadounidense cuya carcasa sigue el mismo destino que el Garðar BA 64. Curiosamente, continua relacionado con los altos vuelos, pero se ha centrado en los orígenes de una manera más pacífica y ecológica: hoy guarda en su interior pequeños nidos, cobijando a los futuros aprendices de piloto.

Por último, antes de acabar el día nos acercamos hasta la playa Rauðasandur, que según las guías es de arena roja, pero aparecía ante nosotros dorada y reluciente por el agua que había quedado atrapada conforme la marea había cedido. La retirada del mar creaba ondulantes riachuelos que rebeldes se negaban a abandonar la orilla. Paseando por la misma, cerramos el día con broche de oro.

(2-3-4 agosto)

martes, 9 de agosto de 2022

Cicatrices (Detifoss-Mývatn-Goðafoss)

Llegamos a Detifoss con el día nublado y un viento gélido que bajaba la sensación térmica hasta los -3°C. Con este tiempo, nada pronosticaba que la catarata fuera a captar mucho espacio del día; sin embargo, Detifoss, la más caudalosa de Europa, aparece descomunal. Cientos de minas explotan sobre el lomo del río, justo antes de volver a reventar, en el momento en que se zambulle al vacío, en una caída abarrotada de las figuras que crean el humo y los escombros justo después de una explosión; misiles y setas de agua vaporizada salen al aire disparados como fluidas bombas de fuegos artificiales acompañadas por el rugido del agua.

Empezamos en el mirador de la parte oeste y retomamos la carretera para llegar al opuesto, más alto y desde donde podríamos visitar Selfoss. Río arriba, Selfoss se emplaza en un circo en la ribera este, que se enfrenta a otro, creando entre los dos, casi 360° si no fuera por el río que los parte.

Volvemos al asfalto hasta llegar a la zona que rodea el lago Mývatn. Pegada a la Ring Road, el paisaje que presenta Hverir, que nos recibe embarrada por la lluvia, hace inevitable detenerse aunque sea tarde. Antes de ir al camping, damos una vuelta rápida confiando en que al día siguiente haya mejor tiempo para poder perdernos tranquilamente.

Efectivamente, el día mejora. Empezamos alrededor de Stakhólstjörn, recorriendo los pseudocráteres que se formaron hace más de dos mil años. Estas formaciones, a diferencia de los cráteres, no se crearon de la expulsión de magma, sino que son fruto del disparo de vapor que produjo el agua atrapada bajo la colada de lava que había entrado en contacto con el lago.

Seguimos de ruta, paseando por los senderos que navegan los campos de lava de Dimmuborgir. Aquí exploramos los vómitos de lava solidificada y las reptilianas figuras que crea y encontramos las huellas de los Yule Lads, los 13 hijos traviesos de los ogros Grýla y Leppalúði que habitan Dimmuborgir y en Navidad reparten regalos o patatas podridas a los niños islandeses, según haya sido su comportamiento.

Después subimos los 450 metros que llevan al cráter Hverfjall, que destaca por su magnética y desoladora oscuridad de 2700 años. Recorrimos su cresta admirando las formas que deja a su paso el cataclismo y lo que parece la escena de la fecundación de un óvulo; recordatorio, quizás, de que toda catástrofe establece un nuevo origen. Desde esta altura obtenemos vistas panorámicas de los campos de lava de Dimmuborgir y de la Námafjall, la montaña que corona Hverir, la zona geotermal hacia donde nos dirigimos por segunda vez.

Nos encontramos contemplando las vísceras de la Tierra. Una herida abierta que invade con su olor a azufre un paisaje amontonado de marrones, ocres, rojizos, blancos y grises azulados. Los vapores de las fumarolas y las pozas de lodo hirviendo marcan la respiración de la Tierra, un animal en duermevela. 

Pero lo que más le concede el aire extraterrestre al terreno es lo abrupto de la unión de sus colores; como si estuviera pintado a la vez con una mezcla tosca de brocha gorda, trazos finos y delicados difuminados.

Una caminata de hora y media recorre el lomo de la Námafjall, desde donde el revuelto de colores se observa a vista de pájaro. Desde aquí se aprecian claramente las desolladuras de la Tierra; y aunque suene sádico, el aislamiento del mirador aporta una belleza hipnótica al lienzo traumatizado del terreno magullado.

Al día siguiente, subimos por la carretera que lleva a la estación geotérmica para visitar Víti. Este cráter guarda en su interior una laguna de azul intenso cuyos bordes parecen estar delineados por un arcoiris descolorido por las nubes que acechan.

La última visita en la zona del lago Mývatn fue la ruta por Leirhnjúkur. Esta otra zona geotermal condensa casi todo lo que habíamos visto hasta ahora pero con menos turistas: campos de lava, fumarolas, cicatrices, dos lagos de un azul lechoso y de nuevo los colores, que más parecen contusiones y heridas supurantes del terreno regadas con sombras de mercromina y yodo.

Nos alejamos del lago Mývatn y nos despedimos de sus entrañas terrestres para seguir tirando hacia el noroeste. Cerramos el día en Goðafoss. Esta catarata, a diferencia de la furiosa Detifoss, se muestra más amable y menos turbulenta; más "para todos los públicos". Sus aguas azul turquesa nos conectan con la despreocupación veraniega que tan bien combina con el espíritu de viajar. Nos quedamos un rato dejándonos asperjar por el rocío resultante del salto, y tratando de saborear el sosiego y el fresco que aún tardarán en llegar a casa.

(30-31 julio y 1 agosto)

domingo, 7 de agosto de 2022

Baldosas arcoíris (Seyðisfjörður-Borgarfjörður Eystri-Möðrudalur)

Los días pasan fugaces, los lugares se acumulan en el kilometraje, y encontramos pocos huecos para recapitular y escribir lo vivido hasta ahora. Permitidnos pues pisar el acelerador de nuestra camper y adelantar juntos lo rezagado condensando la carretera cuanto podamos para ponernos al día.

Comenzamos a conducir en dirección a los fiordos del este con el regusto de la cena en Höfn: hamburguesa de reno, humar (cigalas) a la mantequilla con ajillo y una cerveza Vatnajökull hecha con agua del glaciar.

El camino hasta Seyðisfjörður serpentea acompañando a los fiordos por los que pasamos y en el último paso de montaña se muestra en su esplendor más espectacular; sobre todo en la bajada, cuando, oportunamente, la niebla empieza a retirar su velo para dejar al descubierto un pueblo de costa al fondo del valle. Haciéndonos protagonistas con la camper, es inevitable no recordar la escena de Walter Mitty descendiendo por esta carretera en longboard. Mientras suena "Wake up" de Arcade Fire en nuestras cabezas y el viento de la libertad sopla de cara para hacer más épica la bajada, dejamos Gufufoss a nuestra derecha y se pierde en la siguiente curva, esperando una visita a la vuelta.

A pesar de ser un pueblo pequeño para los estándares europeos, Seyðisfjörður consigue tener su atractivo turístico aparte del que ofrece su bello enclave. En el pasado, este pueblo se benefició de la pesca del arenque. Por lo visto, los miércoles ha cambiado el arenque por las sardinas en lata, pues al salir el ferry a Europa los jueves, el camping se abarrota el día de antes. Por suerte, encontramos el último hueco.

A la mañana siguiente, con el pueblo más desahogado, seguimos las baldosas arcoíris. Quién sabe... quizás conecten con la Ciudad Esmeralda; lo cierto es que en seguida nos encontramos admirando la creatividad de una casa-ludoteca donde han ido reciclando objetos cotidianos para reconvertirlos en el atrezzo de un delirio de fantasía: el hogar de una isla pirata regida por la imaginación, o el belén de mi padre (partes de neumáticos pintados de verde como hojas de palmera, boyas de colores como globos, o una red que sirve de hamaca para pescar sueños).

Dejando atrás Seyðisfjörður, y tras la visita pactada a Gufufoss, la siguiente parada exige un poco de ejercicio. Una hora de subida para acercaremos hasta Hengifoss, una catarata de 128 metros recogida por una garganta dividida en capas de sabores minerales amarillos y rojos sobre negro. Antes de llegar a ella, Litlanesfoss se lanza al vacío rodeada por barbas basálticas de ballena volcánica que parecen provocarla a saltar más lejos.

De nuevo nos echamos a la carretera, que nos lleva a Borgarfjörður Eystri. Allí, vimos desde fuera la Lindarbakki, una casa construida en 1899, y la que más llama la atención. Podría pasar desapercibida por estar agazapada entre el césped y casi camuflada entre musgo; pero su rojo anaranjado y la bandera nacional se encargan de atrapar las miradas.

Mientras volvíamos del paseo, encontramos un parque infantil libre. ¿Qué nos atrajo? Muchos de ellos tienen instaladas colchonetas elásticas... Y Lara simplemente nos marcó el camino para encontrarnos saltando y riendo como niños dos minutos más tarde.

Al día siguiente nos esperaba un día largo de conducción hasta nuestro destino: Möðrudalur. Por la mañana nos acercamos a un islote a 5 kilómetros de Borgarfjörður donde anidan bandadas de frailecillos. Con planta orgullosa, como posada para un cuadro, dejaban fotografiarse a menos de un metro. Cientos de pájaros, maquillados en exceso como para un espectáculo circense, pecho fuera y cabeza bien alta e inquieta, miraban al horizonte mientras sus crías los llamaban con graznidos graves que más parecían propios de una foca.

Con la imagen de los payasos volvía la de las baldosas y la de la colchoneta elástica. Quizás tendemos a olvidar la ruta a las Tierras de Oz porque el día a día engulle su luz y solo algunas noches descubrimos la fluorescencia de sus baldosas. Convivir o trabajar con niños ayuda a tener frescas las señales. Quizás siempre sea un buen momento para reencontrar el atajo y mirar todo sin complejos, como si fuera la primera vez, dispuestos a disfrutar como enanos de la aventura de vivir.

(27-28-29 julio)

jueves, 4 de agosto de 2022

Las doce (Vatnajökull)

De camino a Vatnajökull, el glaciar más grande de Islandia, la campervan nos acerca hasta el cañón Fjaðrárgljúfur. Sobre el mirador, tras unos minutos de ruta, nos encontramos con bloques de roca espolvoreados de verde, algunos de 100 metros de profundidad, enfrentados y tallados de manera natural por agua y viento. Un trabajo constante de orfebrería para conseguir pulir las figuras más escarpadas y convertirlas en sinuosas formas, paralizadas en continuos regates fallidos al río que las moldea haciéndose espacio.


Este movimiento entre elementos que parecen estáticos también se observa en Vatnajökull, evidenciado en las morrenas que ensombrecen la lengua ante la que nos encontramos, el Skaftafellsjökull. Asomados al frío, cambiamos los tonos verdes por la paleta de azules luminiscentes que se desvanecen, derretidos con blancos agrisados por el día que se oscurece amenazante.

Tras la lluvia, que remite mientras comemos, nos acercamos en una caminata hasta Svartifoss, reconocible por el manto de saltos petrificados que la recogen; una catarata de columnas basálticas abrigando a la cascada de agua.

El día siguiente encontramos un mirador con vistas más espectaculares a Vatnajökull desde la lengua Svínafellsjökull. Desde aquí uno se deja sentir explorador para observar cómo el hielo fue conquistando espacios como una masa amorfa que avanzaba, extendiendo los múltiples tentáculos que ahora se retraen y encogen por el aumento de temperatura que conlleva el calentamiento global. 

Pero la naturaleza, artista de lo efímero, crea belleza incluso de lo lamentable y catastrófico. Este incremento de temperatura ha ido produciendo pequeñas lagunas en los dedos goteantes del glaciar en las que flotantes icebergs, antiguos miembros, navegan a la deriva hasta fusionarse con el lago.

Lo triste (quizá también lo bello) es saber que lo que se está admirando es finito. Gota a gota, los icebergs van mudando forma y color, dejando atrás los azules para pasar a los cristalinos regalando las últimas finas transparencias antes de romperse y desaparecer. Fjallsárlón fue la primera laguna donde asistimos a la bella instantánea de lo caduco. ¿Acaso no es eso la vida? La cantidad de pequeños icebergs casi amontonados y el color de lodazal del agua daban a la estampa una belleza más decadente de los últimos momentos de un glaciar.

En Jökulsárlón, sin embargo, el azul luminoso del lago, su tamaño y el de sus islotes de hielo, hacen olvidar por momentos lo penoso de la situación. Cada curva de hielo es fotográfica a rabiar, cada cambio de color es hipnótico y uno se descubre embobado bañando su vista de ese azul helado. Como recordatorio de lo urgente, sobre el silencio se sobrepone cada cierto tiempo el lamento de algún iceberg partiéndose, como el de un árbol cayendo, como la campanada decimosegunda que anunciaba a Cenicienta la irrealidad de su sueño; la hora de despertar. Y el encanto se destruye...


Para cerrar el día, mientras Violeta cantaba una nana para preservar el hechizo y conseguir que el profundo gris azulado de la mirada de nuestra hija descansase, un animal se acercó nadando hasta ellas; sacó su cabecita a modo periscopio, atenta, y empezó a moverla juguetona tras un tiempo prudencial. Una foca había acudido, quizás atraída por los cantos de sirena, y saludaba a Lara, acercándose con curiosidad mientras despedíamos el día.

(25-26 julio)