viernes, 2 de agosto de 2019

El rugido circular (Etosha National Park)

Estos tres últimos días en Etosha han sido todo un festín de fauna salvaje para nuestros ávidos ojos. Ni esperábamos ver tanta, ni desde luego tan cerca. Pero contextualicemos un poco: el Parque Nacional de Etosha es una reserva de unos 23000 kilómetros cuadrados de los cuales casi 5000 pertenecen al salar que da nombre al parque, pues “etosha” significa “lugar blanco y grande”. Aquí residen la mitad de los leones del país y es fácil poder ver al rinoceronte negro, ya en peligro de extinción. 

Por lo que habíamos leído, era accesible visitarla con vehículo propio, pero era nuestro primer safari y no estábamos seguros de si sabríamos encontrar a los animales o si merecía la pena pagar por un día de safari privado. Decidimos probar por nuestra cuenta el primer día y decidir según el resultado; pronto entendimos la táctica: primero, el principal destino son las charcas que se esparcen por el parque, la mayoría accesibles desde la carretera y de las cuales las artificiales son las más concurridas ya que están siempre llenas; segundo, fijarse en lo que hace el de delante, pues si frena, en general es que ha visto algo y sólo habrá que comprobar hacia dónde mira; tercero, seguir a un coche de safari es asegurarse avistamientos más difíciles como el de leones o rinocerontes.

Empezamos con mejor pie imposible. A la entrada de Okaukuejo descansaban un león y una leona, ajenos a los espectadores que disputaban por un hueco con vistas. La leona se relamía y bostezaba, mientras el macho permanecía espatarrado con los ojos cerrados. A la orden de la hembra, el león se levantó, la montó durante menos de 10 segundos y volvió a su letargo, holgazán como su cargo de rey le permite.

Durante la mañana se fueron sucediendo los momentos en que los animales desfilaban ante nuestros ojos: jirafas por doquier, siempre acompañadas, que comían tranquilamente sacando sus largas lenguas y moviendo su boca de lado a lado como desencajando sus mandíbulas cada vez que masticaban; springboks desperdigados por todo el parque preparados para mostrar sus saltos de ballet disponiendo sus cuerpos en el aire en un arco perfecto si se sentían intimidados; chacales de lomo negro que paseaban buscando algo que llevarse a la boca, igual que el azor lagartijero claro que oteaba el horizonte desde lo alto de los arbustos con su pico naranja y su plumaje gris claro; avestruces cuyas cabezas asemejan marionetas de calcetín en mano, moviendo sus cuellos continuamente en posiciones inimitables, vigilantes, inseguras; tocos piquigualdos (los inspiradores de Zazú) que planeaban elegantes, o la avutarda kori que cesaba el movimiento pendular de su cabeza para escapar a paso ligero cuando se acercaba el coche. Y a cada nuevo avistamiento, la expectación por conocer sus sonidos, comprobar sus movimientos y familiarizarnos con sus colores y sus formas.

Y a pesar de todo, aún faltaban los dos momentos más especiales de la jornada. A mediodía, en una de las charcas descansaba una manada de zebras. Algunas estaban tan cerca de la carretera que si hubiésemos extendido la mano las podríamos haber tocado. Contemplamos la sucesión perfecta de rayas, coherentes en su trazo hasta la crin, peinada en cepillo cual punkis. Descansaban en posición estratégica: si una cabeza miraba al este apoyada sobre el lomo de su compañera, esta apoyaría la suya mirando al oeste, entrelazándose en un abrazo sin extremidades. 

El otro momento fue cuando, advertidos por la velocidad con la que nos adelantó un safari privado, decidimos acercarnos para encontrar lo que buscaba. Dos rinocerontes, uno de ellos ya en retirada, pastaban a campo abierto. El sol empezaba a ponerse y el rinoceronte exhibía su cuerno frontal con orgullo, afilado, esperemos que a salvo ya de los cazadores furtivos. Su cabeza, prácticamente idéntica a la de un estegosaurio, masticaba paciente, segura. Pensábamos que sería el broche del día, sin embargo, de camino a la salida, nos acercamos con curiosidad a comprobar qué atraía la atención de tanto coche: otro rinoceronte, esta vez más cerca, pastaba pegado a nuestra ventanilla. Alzó la mirada brevemente y siguió con lo suyo, indiferente, mostrando los pliegues que se forman al comienzo de sus patas y que parece que le vistan de armadura.

El segundo día empezamos la búsqueda en la charca Neubrowni. Varios safaris ya estaban acomodados, por lo que habíamos dado en el clavo. Efectivamente: manadas de springboks bebían en la charca, compartiendo espacio con zebras, gacelas y avestruces. Las primeras y las últimas horas del día parecían ser las más solicitadas.

De allí partimos hacia la parte oeste, en busca de nuevos encuentros. Durante varios kilómetros sólo hubo suerte en la primera charca, en la que unas hienas moteadas se disputaban los restos de una presa. Sus risas macabras eran coherentes con el paisaje que aparecía seco y en el que solamente encontramos restos de animales desechados con las cuencas de los ojos vacías y la dentadura mostrándose bajo el cuero desgarrado. 

Cuando ya estábamos planteándonos volver al este, aparecieron los primeros elefantes africanos, que nos animaron a probar suerte en una charca más. ¡Y qué acierto! Un buen racimo de animales se congregaba junto a la charca. A los habituales, se les unían las jirafas, una manada de antílopes eland y el invitado sorpresa: un solitario rinoceronte que se acercó tímido y en son de paz. Había merecido la pena la espera. Los sonidos de las zebras que parecen chillidos de mono, los de los springboks que suenan como los cerdos y los de los cuernos de estos mismos entrechocando mientras se enfrentaban, bandadas de pájaros que se acercaban y alejaban según intuyesen el peligro... Aquello era una explosión de animales. Todo un espectáculo.

La siguiente charca tampoco defraudó: dos elefantes tomaban el sol llenos de barro mientras una manada de ñus azules y alcéfalos rojos esperaban su turno, resignados y temerosos de acercarse ante tamaña compañía. Las gallinas de Guinea, o eran las únicas que se atrevían o eran más insensatas que sus compañeros, pero el caso es que corrían peligrosamente cerca de las patas de los elefantes que por momentos levantaban en el aire para dejarlas caer como si estuviesen practicando gimnasia rítmica.

Paramos en la zona de picnic para comer, ¡y a la vuelta se habían multiplicado los animales! Se habían unido unas ocho jirafas, avestruces, zebras, gacelas órice y los elefantes eran ya más de diez. Como comprenderéis, el baño lo copaban estos últimos y la cola para acceder al agua era más que evidente. 

Retomamos nuestro espíritu voyeur, pues el safari no deja de ser sino meterse en la piel de un mirón que asiste intrusivo con cámara y prismáticos al día a día íntimo y desnudo de la fauna: mientras observas, ellos comen, duermen, descansan, cagan, mean, se cortejan, se montan...

Esta vez, tocaba ser espectadores del cortejo entre dos jirafas que bailaban acompasadas y en perfecta simetría la una junto a la otra. A ratos, una cogía impulso con el cuello hacia atrás y lo lanzaba como un látigo hacia el de su pareja, mientras la segunda acometía un esquive hacia abajo en perfecta coordinación. Con el tiempo justo para salir del parque antes de que cerrasen las puertas, nos fuimos sin conocer el final de la historia, aunque parece evidente cuál era el siguiente paso de baile.

El último día teníamos que hacer la parte este al completo para tomar la salida que nos dejaba ya encarados hacia la zona de Caprivi, el siguiente destino. Nada más entrar, una flota de coches nos atrajo hacia la función: tres leonas cruzaban la carretera y nosotros, como jugadores de Pokémon Go, nos arremolinábamos buscando cazar la foto que inmortalizase el momento.

En esta etapa, la cantidad de animales que vimos fue menor, pero la mayoría fueron nuevos. Por el camino nos encontramos con kudús, reconocibles por sus jorobas, sus rayas blancas en el lomo, sus enormes orejas y sus cuernos rizados; impalas, asustadizos y esquivos con su cornamenta en forma de tenedor de dos dientes; mangostas de lomo rayado que escarbaban sin descanso y deslumbrantes dicdics con sus miradas alienígenas y sus cuerpecitos de steenboks reducidos.

Y justo antes de salir, cuando creíamos que el día estaba acabado, un león que echaba la siesta bajo la sombra de unos arbustos, atrapó nuestra última hora en Etosha mientras esperábamos algún tipo de reacción desde un lugar cada vez más privilegiado conforme la paciencia de los demás espectadores se iba agotando y abandonaban la escena.

Nuestra perseverancia obtuvo recompensa cuando el león despertó de su letargo para regalarnos un bostezo que se asemejaba mucho a la imagen mundialmente famosa del rugido y sello de la Metro Goldwyn Mayer, pero esta vez la imagen no marcaba el inicio de la película, sino su final.

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