lunes, 12 de agosto de 2019

El aliento del Chobe y del Zambeze (Kasane-Cataratas Victoria-Chobe NP)

Cruzar la frontera para llegar a Botswana fue relativamente fácil y rápido: el papeleo de rigor, el pago de tasas y pasar tanto las ruedas de la Bushcamper como las suelas de nuestros zapatos por una solución de sosa para evitar que la fiebre aftosa viniera de polizón (esto era nuevo). 

Encontrar alojamiento fue un poco más complicado que en Namibia, pero preguntando para encontrar zona de acampada llegamos a la que sería nuestra parcela durante tres días. Allí contratamos la excursión a las cataratas Victoria para el día siguiente, pues de haberlo hecho por nuestra cuenta, las tasas del coche para cruzar a Zimbabwe superaban los 200 dólares.

Esta frontera fue la otra cara de la moneda. Esperamos durante más de una hora en una cola que prácticamente no avanzaba y que se engrosaba cada vez que un botswano se colaba con un taco de pasaportes de todos sus compañeros. Unos le echaban morro, otros eran ayudados por los oficiales a pasar por delante, por lo que sin necesidad de justificación ni excusas, si el que estaba en cola no espabilaba, se comía un fajo de pasaportes extra por delante.

Pasada la frontera, lo demás fue rápido, y pronto empezamos el recorrido de miradores que siguen el curso del río Zambeze y sus cataratas. Las cataratas Mosi-oa-Tunya (humo que truena), más conocidas por el nombre que homenajeó a la reina de Inglaterra, están a medio camino entre la frontera de Zambia y Zimbabwe, por lo que estos dos países comparten la gestión del espectáculo.

Una de las primeras imágenes que apareció ante nuestros ojos, escondida en un recodo del mirador, fue el arco iris creado por la luz atravesando el agua pulverizada resultante del rugido de la primera catarata. En la parte oeste, era casi constante la caída de una llovizna traída por el viento, que transportaba el agua en montaña rusa subiendo en vertical desde la glotis del río, para ser escupida en dispersión al cruzar la mandíbula y dejar caer su aliento sobre el público y las cámaras de los despistados, dispuesta a crear una experiencia única y exclusiva. 

Conforme avanzábamos, el vómito de agua era más abundante. El río, pródigo, vertía su contenido con vehemencia, alimentando a su retoño. La fuerza de la caída en algunos tramos provoca que el mirador sea más una ducha con vistas, pero poco a poco se va calmando y ahora en época seca la parte oriental deja de lado su joven ímpetu para dar paso a una serenidad adulta que sacrifica el caudal para regalar unos miradores en corte vertical limpio que compensan y hasta superan, con sus paisajes de mundo perdido, la maravilla. La experiencia es un grado...

Esta última parte final hace sentir a uno algo parecido a lo que debió de sentir el Dr. Livingstone cuando se encontró ante la inmensidad de las cataratas. 

Aquí, dos jóvenes que estaban de excursión con el instituto quisieron tomarse unas fotos con Violeta que pudo ensayar su pose de celebridad instantánea.

El siguiente día queríamos dedicarlo por completo a visitar el Parque Nacional Chobe, pero por la mañana y pese a los comentarios de la Lonely Planet, los avistamientos de animales escaseaban, así que decidimos disfrutar de las aves: ibis, cigüeñas, garzas y una pareja de bee-eaters que descansaban sobre una ramita mostrando su traje de plumas, presumidos y coquetos, con su sombra de ojos preparada para la ocasión.

Pensamos que sería mejor dejar que pasasen las horas de más calor y volver de nuevo por la tarde, así que volvimos a comer al camping, donde un grupo de mangostas de lomo rayado se resguardaba del pesado calor.

Por la tarde entendimos la fama de Chobe. Superado el camino de arena que lleva a la ribera, pudimos ver cómo un grupo de aves carroñeras: buitres y marabúes, se repartían o más bien se disputaban los restos de lo que parecía haber sido un búfalo; los marabúes atacaban con su pico, mientras que los buitres extendían amenazantes sus alas confiando en el respeto que pueda imponer la táctica de hacer creer que el más grande es el más fuerte. 

Siguiendo el río, manadas de elefantes compartían la extensión con algunas jirafas. La imagen de documental era más semejante a aquella con la que esperábamos ser recibidos a primera hora. Aquí estaba reunida la mayor concentración de elefantes que veríamos en todo el viaje.

Una manada que se encontraba especialmente cerca protegía a sus crías, una de las cuáles no tendría más que semanas, pues se mantenía en pie a duras penas y trataba de controlar sin éxito los movimientos de su trompa a imitación de sus mayores.

Con el sol a punto de ponerse y los torpes movimientos iniciales del pequeño elefante pusimos rumbo de vuelta dejándonos despedir por unos kudús que sorprendimos en el camino. La salvaje Botswana despertaba y se dejaba admirar mientras nosotros recogíamos nuestros bártulos y dejábamos atrás el río Chobe.


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