viernes, 16 de agosto de 2019

El instinto fotogético (Waterberg Plateau Park-Etosha NP-Okonjima NR)

Era ya por la tarde cuando cruzamos la frontera de Namibia con nuevos sellos que atesorar en nuestros pasaportes, por lo que dormimos a pocos kilómetros. La ruta que habíamos planificado desde España ya estaba hecha una vez llegásemos a Windhoek, por lo que los cuatro días que teníamos por delante eran jornadas extras con las que ahora contábamos. Teníamos claro a qué dedicar tres de ellas: una para llegar al Waterberg Plateau; otra para visitarlo y por la tarde llegar a Etosha y una tercera para repetir Etosha, que nos había enamorado. La cuarta etapa ya iría surgiendo.

Paramos en Windhoek para hacer una compra rápida y repostar. Luego, cogimos la B1 de vuelta hacia el norte hasta llegar a Waterberg, a mitad camino entre Windhoek y Etosha.

Waterberg Plateau es una enorme meseta rojiza que se alza alfombrada de verde en su uniforme cumbre sobre una extensa llanura, destacándose así desde la lejanía. Históricamente jugó un triste papel siendo el escenario en el que los pueblos herero y namaqua perdieron la batalla de rebelión contra el Ejército Imperial Alemán, que propició la huida de los locales al desértico este y la posterior persecución y aniquilación de un 80% de la población herera y un 50% de los namaquas.

La mañana del segundo día hicimos una mini excursión para subir a la meseta y acercarnos a sus piedras ocres pintadas de líquenes que le tatuaban en la piel alegres amarillos, llamativos naranjas, grisáceos verdes y apagados blancos. Las vistas abarcaban un horizonte replegado hasta su falda, que Waterberg subía pudorosa rápidamente hasta la cintura en menos de 200 metros.

Bajando, de vuelta a la Bushcamper, unos steenboks comían tranquilamente mostrando sus desproporcionados orejones alados con sus cabecitas de hada y sus cuernecitos meñique.

Por la tarde ya estábamos acampados a pocos kilómetros de Etosha, dándonos un helado chapuzón en la piscina.  Teníamos algunas opciones para el último día en mente; sólo faltaba ponerlas en común con algún local para que nos aconsejase cuál sería la que merecía más la pena.

A las 7 de la mañana del tercer día poníamos rumbo a Etosha para darnos el último atracón de vida salvaje en libertad. Etosha nos recibía con la luz anaranjada del amanecer y la blancura omnipresente de sus tierras; incluso algunos arbustos aparecían bañados de blanco como si tras un incendio sólo hubiese quedado ceniza cubriéndolo todo.

Una vez más, los leones se presentaban los primeros. Aguantamos un buen rato apostados en nuestro coche, a la espera de que decidiesen acercarse, pero no hubo suerte. Él sólo se movía para acomodarse mejor y ella daba cabezazos tratando de mantenerse despierta sin éxito, así que tiramos hacia el oeste a la charca que nos prendó la otra vez: Ozonjuitji m’Bari.

De nuevo la explosión de animales reunidos tras un estéril paisaje de 50 kilómetros, recompensando la llegada: zebras, órices, avestruces, jirafas, ñus, sprinboks, un elefante en solitaria retirada y una bandada de pájaros que se acercaban y alejaban en danza creando formas abstractas en el aire.

El silencio de los presentes permitía escuchar los gruñidos de cerdo de los springboks, el canto de los pájaros, los bufidos de los órices y el trote de las zebras que asentían con la cabeza mientras se acercaban a la charca, sólo interferidos por los clics de las cámaras que mareadas buscaban encuadrar la reunión desordenada de animales, algunos de los cuales se interponían en primer plano mientras otros escapaban del mismo.

Mientras nos empapábamos de la escena, apareció un rinoceronte negro. Se acercaba con timidez, inseguro, temeroso. A los diez minutos había conseguido reunir valor suficiente para beber acompañado, pero pronto se alejó receloso y nosotros con él, dispuestos a seguir con la búsqueda de más animales. 

Quizás esta búsqueda, cámara en mano, este rastreo y acercamiento sigiloso a la cotidianidad de la naturaleza, quizás tenga algo que conecta con nuestro primitivo instinto cazador, hilvanado con la sed de encuentro con lo salvaje. Quizás la fotografía, pues, no sea más que una forma de canalizar nuestro instinto cinegético y por eso disparemos las cámaras.

El caso es que con el sol empezando a descender, llegamos a otra charca llena de jirafas, en la que disfrutamos viéndolas espatarrarse para alcanzar el agua. Por precaución, se turnaban para beber, no fueran sorprendidas en posición tan indigna para morir: creando con sus patas un triángulo equilátero, con su cuerpo una pirámide cuyo punto culminante era el pescuezo y con su cuello un tobogán de azulejos moteados en línea recta perfecto para zambullirse. 
 
Con el agua al cuello para que nos cerrasen las puertas y de vuelta, pudimos ver a una cría de rinoceronte (delatado por su incipiente cuerno) con quien seguramente sería su madre. El pequeño iba a la zaga, parándose a comer en el camino, moviéndose con paso inexperto.

Ya en el camping, cuando estábamos cenando, se acercaron dos niños alemanes (vecinos de parcela) ofreciéndonos en un perfecto y envidiable inglés dos trozos de cerdo a la brasa tiernos y jugosos que creían que les sobrarían. Nos supo a gloria...

La cuarta mañana, la gerente del campamento nos ayudó a decidir qué hacer y se ofreció a reservarnos la actividad: visitaríamos la reserva de Okonjima, perteneciente a la ONG AfriCat. La organización trata de mediar en los conflictos que nacen de la interacción entre vida rural y salvaje, promoviendo la convivencia pacífica y trabajando por encontrar soluciones a las tensiones que surgen. Aquí se acoge a guepardos que quedan huérfanos después de que algún granjero haya disparado a sus madres para evitar la pérdida de ganado.

La visita incluyó una parte educativa de explicación de las funciones de la ONG y una segunda de presentación de los guepardos que viven en la reserva. Estos, acostumbrados ya a los coches de la organización no parecían tener  ningún reparo en ser el centro de atención y la mayoría dormía plácidamente a la sombra, sin inmutarse. Dos de ellos nos regalaron sus miradas anaranjadas por unos segundos para volver a acomodarse en su siesta. 

Con ellos nos despedimos por completo de la fauna salvaje, con nuestra sed de cazadores saciada por el momento, y comenzamos el camino de retorno a Windhoek, último destino namibio de nuestra aventura africana.

1 comentario:

  1. Madre mía habéis visto casi todos los animales salvajes y libres!!! Besos. Cuidaros.

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