sábado, 24 de agosto de 2019

Devolver la mirada (Windhoek-Dubai-Barcelona)

Con los planes cumplidos y las experiencias atesoradas llegamos a Windhoek (que se pronuncia “vínduc”). Última etapa: ya podemos desabrochar el alma; y es que cuando viajamos, tenemos tantos lugares a los que queremos llegar y una sed tan acuciante por empaparnos del presente regalado, que al llegar al último destino siempre hay una sensación de poder dejarse caer, de saber que ya se deben soltar las riendas para aprender a disfrutar también de la cercana vuelta y de otro tipo de descanso, el que proporciona el hogar.

Windhoek se mostró una ciudad agradable donde terminar nuestro periplo por una pequeña parte de la extensa África, y la Christuskirche aparecía al final de la avenida Robert Mugabe con su aspecto comestible de galleta de jengibre que le confieren los marrones tostados y en relieve de sus ladrillos, perfilados por líneas blancas que destacan aún más sus formas esponjosas, como si hubiese sido recién horneada, preparada para Hansel y Gretel.

Con el apetito encendido nos dimos el capricho de comer en el Joe’s Beerhouse, muy cerca del camping y probar las carnes de kudú, springbok, zebra, órice y cocodrilo. Nos gustó especialmente la de zebra con un sabor similar al que resultaría de la mezcla entre la carne de ternera y el hígado. Tuvimos la suerte de coincidir en el restaurante con la celebración de una boda y ver cómo iban llegando los invitados, vestidos con diferentes y coloridos trajes tradicionales. Al preguntar a la camarera qué grupo formaban los que compartían mismas telas y colores nos explicó que vestían según su pertenencia a una etnia o tribu.

Nos despedimos de la ciudad dando un paseo, mientras bajaba la comida, y al día siguiente estábamos entregando las llaves de nuestra Bushcamper alquilada y recién lavada. Había sido nuestra casa a cuestas durante casi 9300 kilómetros, ahí es nada...

Ya en Johannesburg, Emirates nos dio la gran noticia de que ninguna de las dos mochilas llegaría a Barcelona, pues era imposible descifrar el código de las mismas por la escasez de tinta con que habían sido impresas. Por si la suerte jugaba de nuestro lado, volvimos a preguntar en Dubai. No cayó esa breva. Sólo quedaba pasear por la ciudad durante unas horas antes de subir al último avión.

Las imágenes de hace seis años se repitieron. El Burj Khalifa se divisaba desde el metro conforme nos acercábamos al Dubai Mall, como una aguja buscando enhebrar el cielo y ensombrecido por el aire contaminado. 

Ya en el centro comercial, el exceso emiratí nos mantenía boquiabiertos como liebres paralizadas por el brillo de los faros según lo cruzábamos para llegar a la plaza donde se alza el edificio más alto del mundo. Dentro, los turistas y lugareños, se refrescaban tranquilamente paseando por tiendas de lujo, contemplaban la enorme pecera refugiados en un mundo subacuático o se deslizaban en su pista de patinaje interior. 

Fuera, nuestros movimientos fueron ralentizados por el calor sofocante que nos abofeteó al dejar detrás el derroche de aire acondicionado; los turistas posábamos sudorosos ante el Burj Khalifa con la urgencia que imponían las temperaturas y buscábamos las sombras que atenuaban mínimamente el golpe, para retornar con la cabeza gacha y dejarnos abrazar por el oasis interior del mall.

La vuelta a Barcelona ocurrió sin más incidentes que el de las mochilas extraviadas, que llegaron al día siguiente.

El cierre de esta entrada llegó aún más tarde, con la despedida emocional que se produjo con la lectura de una entrevista a Xavier Aldekoa. Hablaba de devolver a África la mirada que se merece, evitando caer en reducirla a un conjunto de heridas. No podemos condenar a todo un continente con tanto potencial y riquezas a ser simplificado y recluido en un papel de víctima.

África, como cualquier otro continente, no es sólo cicatrices; es gente que sueña, lucha y celebra el milagro de vivir (defender la alegría...). Suenan en eco, versos de Vetusta (Hay un himno para cada final y una estrofa es para mí, es mi turno, sé que debo romperlo...) y resuenan en el recuerdo para confirmarlo los gritos de celebración de las mujeres (la lengua del futuro) en el Joe’s Beerhouse (lalalalalalalalalala...).

viernes, 16 de agosto de 2019

El instinto fotogético (Waterberg Plateau Park-Etosha NP-Okonjima NR)

Era ya por la tarde cuando cruzamos la frontera de Namibia con nuevos sellos que atesorar en nuestros pasaportes, por lo que dormimos a pocos kilómetros. La ruta que habíamos planificado desde España ya estaba hecha una vez llegásemos a Windhoek, por lo que los cuatro días que teníamos por delante eran jornadas extras con las que ahora contábamos. Teníamos claro a qué dedicar tres de ellas: una para llegar al Waterberg Plateau; otra para visitarlo y por la tarde llegar a Etosha y una tercera para repetir Etosha, que nos había enamorado. La cuarta etapa ya iría surgiendo.

Paramos en Windhoek para hacer una compra rápida y repostar. Luego, cogimos la B1 de vuelta hacia el norte hasta llegar a Waterberg, a mitad camino entre Windhoek y Etosha.

Waterberg Plateau es una enorme meseta rojiza que se alza alfombrada de verde en su uniforme cumbre sobre una extensa llanura, destacándose así desde la lejanía. Históricamente jugó un triste papel siendo el escenario en el que los pueblos herero y namaqua perdieron la batalla de rebelión contra el Ejército Imperial Alemán, que propició la huida de los locales al desértico este y la posterior persecución y aniquilación de un 80% de la población herera y un 50% de los namaquas.

La mañana del segundo día hicimos una mini excursión para subir a la meseta y acercarnos a sus piedras ocres pintadas de líquenes que le tatuaban en la piel alegres amarillos, llamativos naranjas, grisáceos verdes y apagados blancos. Las vistas abarcaban un horizonte replegado hasta su falda, que Waterberg subía pudorosa rápidamente hasta la cintura en menos de 200 metros.

Bajando, de vuelta a la Bushcamper, unos steenboks comían tranquilamente mostrando sus desproporcionados orejones alados con sus cabecitas de hada y sus cuernecitos meñique.

Por la tarde ya estábamos acampados a pocos kilómetros de Etosha, dándonos un helado chapuzón en la piscina.  Teníamos algunas opciones para el último día en mente; sólo faltaba ponerlas en común con algún local para que nos aconsejase cuál sería la que merecía más la pena.

A las 7 de la mañana del tercer día poníamos rumbo a Etosha para darnos el último atracón de vida salvaje en libertad. Etosha nos recibía con la luz anaranjada del amanecer y la blancura omnipresente de sus tierras; incluso algunos arbustos aparecían bañados de blanco como si tras un incendio sólo hubiese quedado ceniza cubriéndolo todo.

Una vez más, los leones se presentaban los primeros. Aguantamos un buen rato apostados en nuestro coche, a la espera de que decidiesen acercarse, pero no hubo suerte. Él sólo se movía para acomodarse mejor y ella daba cabezazos tratando de mantenerse despierta sin éxito, así que tiramos hacia el oeste a la charca que nos prendó la otra vez: Ozonjuitji m’Bari.

De nuevo la explosión de animales reunidos tras un estéril paisaje de 50 kilómetros, recompensando la llegada: zebras, órices, avestruces, jirafas, ñus, sprinboks, un elefante en solitaria retirada y una bandada de pájaros que se acercaban y alejaban en danza creando formas abstractas en el aire.

El silencio de los presentes permitía escuchar los gruñidos de cerdo de los springboks, el canto de los pájaros, los bufidos de los órices y el trote de las zebras que asentían con la cabeza mientras se acercaban a la charca, sólo interferidos por los clics de las cámaras que mareadas buscaban encuadrar la reunión desordenada de animales, algunos de los cuales se interponían en primer plano mientras otros escapaban del mismo.

Mientras nos empapábamos de la escena, apareció un rinoceronte negro. Se acercaba con timidez, inseguro, temeroso. A los diez minutos había conseguido reunir valor suficiente para beber acompañado, pero pronto se alejó receloso y nosotros con él, dispuestos a seguir con la búsqueda de más animales. 

Quizás esta búsqueda, cámara en mano, este rastreo y acercamiento sigiloso a la cotidianidad de la naturaleza, quizás tenga algo que conecta con nuestro primitivo instinto cazador, hilvanado con la sed de encuentro con lo salvaje. Quizás la fotografía, pues, no sea más que una forma de canalizar nuestro instinto cinegético y por eso disparemos las cámaras.

El caso es que con el sol empezando a descender, llegamos a otra charca llena de jirafas, en la que disfrutamos viéndolas espatarrarse para alcanzar el agua. Por precaución, se turnaban para beber, no fueran sorprendidas en posición tan indigna para morir: creando con sus patas un triángulo equilátero, con su cuerpo una pirámide cuyo punto culminante era el pescuezo y con su cuello un tobogán de azulejos moteados en línea recta perfecto para zambullirse. 
 
Con el agua al cuello para que nos cerrasen las puertas y de vuelta, pudimos ver a una cría de rinoceronte (delatado por su incipiente cuerno) con quien seguramente sería su madre. El pequeño iba a la zaga, parándose a comer en el camino, moviéndose con paso inexperto.

Ya en el camping, cuando estábamos cenando, se acercaron dos niños alemanes (vecinos de parcela) ofreciéndonos en un perfecto y envidiable inglés dos trozos de cerdo a la brasa tiernos y jugosos que creían que les sobrarían. Nos supo a gloria...

La cuarta mañana, la gerente del campamento nos ayudó a decidir qué hacer y se ofreció a reservarnos la actividad: visitaríamos la reserva de Okonjima, perteneciente a la ONG AfriCat. La organización trata de mediar en los conflictos que nacen de la interacción entre vida rural y salvaje, promoviendo la convivencia pacífica y trabajando por encontrar soluciones a las tensiones que surgen. Aquí se acoge a guepardos que quedan huérfanos después de que algún granjero haya disparado a sus madres para evitar la pérdida de ganado.

La visita incluyó una parte educativa de explicación de las funciones de la ONG y una segunda de presentación de los guepardos que viven en la reserva. Estos, acostumbrados ya a los coches de la organización no parecían tener  ningún reparo en ser el centro de atención y la mayoría dormía plácidamente a la sombra, sin inmutarse. Dos de ellos nos regalaron sus miradas anaranjadas por unos segundos para volver a acomodarse en su siesta. 

Con ellos nos despedimos por completo de la fauna salvaje, con nuestra sed de cazadores saciada por el momento, y comenzamos el camino de retorno a Windhoek, último destino namibio de nuestra aventura africana.

martes, 13 de agosto de 2019

The wild (Isla Kubu-Nxai Pan NP-Makgadikgadi NP-Moremi GR)

Desde el comienzo percibimos algunas diferencias entre Namibia y Botswana: en la segunda, el clima es más caluroso, amanece y atardece antes (tema a tener en cuenta cuando tus movimientos se restringen a las horas de luz), los precios del alojamiento son bastante más elevados a pesar de ofrecer menos servicios y las “carreteras” precisan 4x4 porque algunos tramos son de arena fina.

De camino a la isla Kubu, una antigua isla en medio del salar de Sowa, que hace tiempo fue un lago, los paisajes iban cambiando con un denominador común: la arena gris clara (más bien polvo) que salía despedida del suelo explosiva cuando las ruedas pasaban sobre ella. Los tramos en que los árboles se habían desprendido de sus hojas rojizas recordaban a escenarios de Juego de Tronos, y aquellos en que los rodales eran dos líneas blancas paralelas en medio de un campo de maleza pajiza y amarillenta nos transportaban a Castilla mientras la Bushcamper se deslizaba como un barco sobre la arena, más renqueando que rodando en el ondulante terreno.

La isla es un montículo que se alza plagado de baobabs en la planicie blanco-verdosa del salar, por lo que uno siente haber llegado al planeta del Principito. Lo fuera o no, lo cierto es que el precio nos pareció propio de la realeza, siendo más del doble de lo que pagábamos en la vecina Namibia sin ofrecer más que el escenario puesto.

El amanecer al día siguiente sirvió de analgésico, con los baobabs umbríos e infinitamente ramificados al frente y un telón de fondo coloreado poco a poco en su lienzo de luces que mezclaba el rojo encendido, el amarillo apagado, el violeta remitiendo, un toque de añil y un tímido azul.

Siguiendo la ruta de salares y camino a Maun, visitamos el Nxai Pan antes de buscar zona de acampada. Aquí los caminos eran pura arena de playa y surfeamos durante 20 kilómetros hasta llegar al Baines’ Baobabs, árboles conocidos con este nombre por haber sido retratados por el pincel de Thomas Baines, miembro de la expedición de Livingstone. El tamaño, sus raíces-boa y sus troncos de Botero imponían mucho más que los baobabs de Kubu, pero al igual que los anteriores, parecían haber sido dibujados por la mente de Tim Burton.

Al suroeste, donde hicimos parada para dormir, se encuentra otro parque nacional, el Makgadikgadi, donde nos reencontramos con los elefantes, las zebras y las jirafas que volvían del río ahora que la luz se apagaba.

Si el precio del camping de Kubu nos había parecido excesivo, el de este era abusivo: 50 dólares por persona por aparcar en una parcela de arena sin electricidad. ¡Cinco veces el precio de Namibia! Tras escuchar el indignado y repetido “¡¿¿Qué??!” de Violeta y preguntarle si había otro lugar de acampada cerca, reconoció que prefería hacernos rebaja a perder dos clientes, así que acabamos pagando la tasa de Sudáfrica: la mitad.

A la mañana siguiente, tras una improductiva búsqueda de fauna en la ribera del río Boteti, llegamos a Maun donde al cuarto intento encontramos alojamiento para los tres próximos días, el primero de los cuales se nos fue planificando y reponiendo víveres.

El primer día en Moremi fue un poco decepcionante para las expectativas que teníamos. Esperábamos un Etosha, pero aquí las charcas que hay no son artificiales, lo que implica que muchas ya están secas, razón por la cual se complican los avistamientos que dependerán de la suerte de ver a los animales desde el camino y entre las matas. 

Además, la entrada se encuentra a unos 100 kilómetros de los principales alojamientos, conectados por un camino destartalado y casi postbélico de la cantidad de baches y agujeros que minan la ruta; tanto es así que no conseguimos hacerlo en menos de dos horas, lo que aún reducía más las posibilidades de avistamientos teniendo en cuenta que las horas más prolíficas son las del amanecer y atardecer y que sólo se debe conducir en horas diurnas. Los paisajes hasta allí, de nuevo, preciosos, eso sí. Especialmente el del camino que lleva a la puerta, con bosques otoñales de mopane recibiendo al visitante junto con algún que otro elefante. 

Lo más destacado de este día fue conocer a los antílopes Lechwe cuyo pelaje y forma nos pareció más similar al de un antílope-ovino, y a la exótica cigüeña ensillada que parecía dormitar en una charca con su amarilo antifaz descansando sobre su pico, ajena a nuestra presencia que alucinaba con la mezcla de sus colores.
 
Moremi se estaba reservando para el segundo día y se vestía de gala. Aprendida la lección, a las 7h ya estábamos en rumbo, obteniendo una mayor recompensa esta vez. Advertidos por un grupo de coches de safari que estaban parados en medio del camino, nos acercamos curiosos para ver cómo una cola moteada se movía serpenteante. Un elegante leopardo caminaba mostrando sus omóplatos que marcaban silenciosos su característico andar felino y buscaba un lugar alejado de los paparazzi. Primero se sentó de espaldas controlando con la cabeza de perfil, alerta. Cuando los objetivos de un safari comenzaron a rodearle, entendió que no era buen lugar para estar a sus anchas, se levantó y se dirigió hacia nosotros con su hipnótica mirada amarilla. Pasó por delante de nuestro elefante blanco, se tumbó momentáneamente en medio del camino, comprendió que no le daríamos tregua y emprendió marcha refugiándose entre los arbustos y perdiéndose entre la maleza. El momento de oro. El trayecto ya había merecido la pena.

El resto del día hubo más suerte que el anterior. En una de las charcas, cinco o seis hipopótamos se revolcaban medio hundidos en el barro y rotaban sus orejas de trompeta. Uno de ellos nos miraba de frente, amenazador, y empezaba a acercarse sospechosamente poco a poco, por lo que no quisimos darle oportunidad de mostrarnos su mal genio; lo habíamos captado, nos retirábamos.

Abandonamos Moremi topándonos con un grupo de babuinos que se relajaban posando sus culitos pelados en un borde del camino. Un pequeño, tan pronto mamaba y se abrazaba a su madre buscando protección, como se soltaba seguro y se ponía a jugar.

En el camino de salida, jirafas y elefantes dominaban la senda y no tenían reparos en aparecer de golpe para cruzar el camino, dejando claro quiénes eran los dueños de la zona. Los últimos en mostrarse fueron un par de licaones que seguramente empezarían ahora su jornada de caza.

Botswana quedaba a nuestras espaldas mientras éramos bienvenidos de nuevo por la frontera namibia tras una breve incursión en rutas salvajes y Mumford sonaba: “What’s that I see? I think it’s the wild...”.

lunes, 12 de agosto de 2019

El aliento del Chobe y del Zambeze (Kasane-Cataratas Victoria-Chobe NP)

Cruzar la frontera para llegar a Botswana fue relativamente fácil y rápido: el papeleo de rigor, el pago de tasas y pasar tanto las ruedas de la Bushcamper como las suelas de nuestros zapatos por una solución de sosa para evitar que la fiebre aftosa viniera de polizón (esto era nuevo). 

Encontrar alojamiento fue un poco más complicado que en Namibia, pero preguntando para encontrar zona de acampada llegamos a la que sería nuestra parcela durante tres días. Allí contratamos la excursión a las cataratas Victoria para el día siguiente, pues de haberlo hecho por nuestra cuenta, las tasas del coche para cruzar a Zimbabwe superaban los 200 dólares.

Esta frontera fue la otra cara de la moneda. Esperamos durante más de una hora en una cola que prácticamente no avanzaba y que se engrosaba cada vez que un botswano se colaba con un taco de pasaportes de todos sus compañeros. Unos le echaban morro, otros eran ayudados por los oficiales a pasar por delante, por lo que sin necesidad de justificación ni excusas, si el que estaba en cola no espabilaba, se comía un fajo de pasaportes extra por delante.

Pasada la frontera, lo demás fue rápido, y pronto empezamos el recorrido de miradores que siguen el curso del río Zambeze y sus cataratas. Las cataratas Mosi-oa-Tunya (humo que truena), más conocidas por el nombre que homenajeó a la reina de Inglaterra, están a medio camino entre la frontera de Zambia y Zimbabwe, por lo que estos dos países comparten la gestión del espectáculo.

Una de las primeras imágenes que apareció ante nuestros ojos, escondida en un recodo del mirador, fue el arco iris creado por la luz atravesando el agua pulverizada resultante del rugido de la primera catarata. En la parte oeste, era casi constante la caída de una llovizna traída por el viento, que transportaba el agua en montaña rusa subiendo en vertical desde la glotis del río, para ser escupida en dispersión al cruzar la mandíbula y dejar caer su aliento sobre el público y las cámaras de los despistados, dispuesta a crear una experiencia única y exclusiva. 

Conforme avanzábamos, el vómito de agua era más abundante. El río, pródigo, vertía su contenido con vehemencia, alimentando a su retoño. La fuerza de la caída en algunos tramos provoca que el mirador sea más una ducha con vistas, pero poco a poco se va calmando y ahora en época seca la parte oriental deja de lado su joven ímpetu para dar paso a una serenidad adulta que sacrifica el caudal para regalar unos miradores en corte vertical limpio que compensan y hasta superan, con sus paisajes de mundo perdido, la maravilla. La experiencia es un grado...

Esta última parte final hace sentir a uno algo parecido a lo que debió de sentir el Dr. Livingstone cuando se encontró ante la inmensidad de las cataratas. 

Aquí, dos jóvenes que estaban de excursión con el instituto quisieron tomarse unas fotos con Violeta que pudo ensayar su pose de celebridad instantánea.

El siguiente día queríamos dedicarlo por completo a visitar el Parque Nacional Chobe, pero por la mañana y pese a los comentarios de la Lonely Planet, los avistamientos de animales escaseaban, así que decidimos disfrutar de las aves: ibis, cigüeñas, garzas y una pareja de bee-eaters que descansaban sobre una ramita mostrando su traje de plumas, presumidos y coquetos, con su sombra de ojos preparada para la ocasión.

Pensamos que sería mejor dejar que pasasen las horas de más calor y volver de nuevo por la tarde, así que volvimos a comer al camping, donde un grupo de mangostas de lomo rayado se resguardaba del pesado calor.

Por la tarde entendimos la fama de Chobe. Superado el camino de arena que lleva a la ribera, pudimos ver cómo un grupo de aves carroñeras: buitres y marabúes, se repartían o más bien se disputaban los restos de lo que parecía haber sido un búfalo; los marabúes atacaban con su pico, mientras que los buitres extendían amenazantes sus alas confiando en el respeto que pueda imponer la táctica de hacer creer que el más grande es el más fuerte. 

Siguiendo el río, manadas de elefantes compartían la extensión con algunas jirafas. La imagen de documental era más semejante a aquella con la que esperábamos ser recibidos a primera hora. Aquí estaba reunida la mayor concentración de elefantes que veríamos en todo el viaje.

Una manada que se encontraba especialmente cerca protegía a sus crías, una de las cuáles no tendría más que semanas, pues se mantenía en pie a duras penas y trataba de controlar sin éxito los movimientos de su trompa a imitación de sus mayores.

Con el sol a punto de ponerse y los torpes movimientos iniciales del pequeño elefante pusimos rumbo de vuelta dejándonos despedir por unos kudús que sorprendimos en el camino. La salvaje Botswana despertaba y se dejaba admirar mientras nosotros recogíamos nuestros bártulos y dejábamos atrás el río Chobe.


jueves, 8 de agosto de 2019

Los renglones torcidos (Etosha-Caprivi-Kasane)

No existe aventura sin mini problemas que resolver o bien obstáculos que superar. Esta ha sido la etapa de las pruebas, y observada a distancia creemos habernos convertido en alguno de los personajes del Maniac Mansion por unos días.

Primera prueba: Conseguir abrir y cerrar la parte de atrás de la Bushcamper, donde dormimos y tenemos todos nuestros enseres.

Desde nuestra visita a Cape Cross y con los últimos días en Etosha, el polvo del camino había ido calando en la cerradura, haciendo finalmente imposible que la llave girase. Contactamos con la compañía de alquiler de coches y nos dieron la dirección de un taller en Tsumeb para que no tuviésemos que desviarnos de la ruta planificada. Por suerte, en una de las ventanas habíamos dejado una ranura abierta para que ventilase, y trepando por la ventanilla, utilizando la manivela de cierre como vía supletoria a la llave, pudimos entrar y salir durante los días que estuvimos en Etosha. 

La mañana en que nos dirigiríamos al taller, mientras tratábamos de dejar la ventanilla entreabierta desde la parte exterior y ya con el cierre de la puerta echado, la ventanilla decidió cerrarse por completo para dar más emoción al asunto. 

En el taller, parece que no llegamos a entendernos cuando le explicamos al mecánico lo que pasaba, así que decidió cambiar la cerradura al completo al ver que con el aceite y el aire a presión no bastaban para abrir la puerta. Como esta estaba cerrada con manivela por dentro, seguía sin abrir. Fue entonces cuando entendió, y nos dijo que la única manera era extrayendo la ventana para meter la mano y desbloquear la puerta. 

Total, que lo que iba a costar quince minutos a lo sumo, se convirtió en más de una hora de reloj mientras el mecánico utilizaba la radial para llegar a los tornillos que debían sujetar la nueva cerradura y eran demasiado pequeños para los agujeros, añadiéndoles tuercas desde un hueco del lateral para que se mantuviesen en su sitio.

Monstruo del primer nivel: De camino al taller, ya habíamos coleccionado un nuevo obstáculo: nos paró un policía para informarnos que la multa por no llevar las luces puestas durante el día era de 250 NAD; que era mejor si los pagábamos en ese momento y en efectivo, ahorrándonos la parada en comisaría y el ser registrados en el sistema. No nos dio recibo y guardó el dinero sospechosamente en su portapapeles. “Please, proceed”.

Bonus points: La cantidad de animales de los que pudimos disfrutar en Etosha.

Resultado: Primera prueba superada con -250 NAD.

Segunda prueba: Conseguir salir del torreón en el que estábamos encerrados con llave.

Pasado el primer nivel, encontramos un camping regentado por una alemana muy habladora y desgreñada que tras darnos conversación y confirmar que normalmente lo de las luces se suele quedar en una simple advertencia para los locales, nos invitó a subir a un torreón que tenían en la zona de acampada. “Ahora lo que haréis será coger vuestra cámara y ver el atardecer desde arriba de la torre”.

Confiados y obedientes, disfrutamos de nuestro bonus point desde lo alto de la torre, para comprobar al bajar ¡que había cerrado la puerta con llave! Subimos escaleras de nuevo para gritar inútilmente “Hello?” “The door is closed!”, “Helloooo?”. De una de catástrofes, a una de terror. El sol ya se había puesto y pronto la luz se atenuaría por completo. En un momento dado, esperando respuesta en vano, comprobé cómo en la trampilla que daba paso al último piso estaba enganchado un murciélago que parecía mirarme. Unos minutos después, se dejó caer para sobrevolar sobre el piso inferior donde estaba Violeta buscando salidas alternativas, ahora buscando escondite.

Oportunamente recibimos respuesta en tono de guasa “Helloooo. We are cooooming!!!” Con un deje de ironía en su voz de bruja maquiavélica, seguido de unas risas que nuestra imaginación interpretó más como el juego macabro que mantiene una desequilibrada con sus víctimas que como el arrepentido entendimiento de que nos había encerrado sin darse cuenta.

No contenta, cuando apareció con el marido (monstruos del segundo nivel junto con el murciélago) y antes de abrirnos la puerta, aún se cachondeaban: “¡Bajad! ¿No conocéis el cuento de Rapunzel?” Aplaudían y reían. Respondimos con la sonrisa forzada de quien no quiere enfadar al enemigo y trata de apaciguarlo mientras salíamos del cautiverio impuesto.

Resultado: Segunda prueba superada por los pelos de Rapunzel.

Tercera prueba: Conseguir sacar el coche del banco de arena en el que estaba encallado.

Durante la mañana siguiente habíamos conducido desde Grootfontein hasta Divundu. Queríamos encontrar acampada en un alojamiento recomendado por muchos de los blogs leídos antes de venir, pero precisamente por eso sabíamos que estaría muy solicitado, por lo que contábamos con un nuevo monstruo: el tiempo que corría a contrarreloj, que decidió aliarse con el banco de arena. 

El camino estaba lleno de tierra y la conducción se complicaba, pero nos sentíamos confiados; hasta el punto de tomar la decisión errónea cuando el camino se dividió en dos opciones: una para 2x4 y otra para 4x4. El espejismo de no haber tenido ningún problema hasta entonces en la conducción nos empujó a aceptar el reto de la ruta más complicada, así que poco a poco, el coche fue frenándose, y las ruedas empezaron, a girar sin, agarrarse, al, suelo. Fue entonces cuando nos acordamos de que no habíamos bajado la presión de los neumáticos; total, que sacamos la pala para cavar y el medidor de presión para desinflar las ruedas.

Pocos minutos después, paró un coche con una pareja de sudafricanos que venía en dirección contraria y se ofreció a echar una mano. La mujer alegó que su marido era un experto en ese tipo de situaciones, así que el experto, con un pareo y descalzo, se puso manos al volante y trató de sacarnos del entuerto sin más éxito que el de llenar de arena el asiento del conductor que estaba con la ventanilla bajada. Visto lo visto, él se puso con la pala y nosotros a deshinchar ruedas para dejarlas a 1’2. Hecho esto, decidió intentar arrastrarnos con su coche, aparcando el suyo delante. ¿Éxito? Ninguno. Ahora éramos dos coches encallados el uno delante del otro.

Fue entonces cuando aparecieron los negros para ayudar a los blanquitos. Eran un grupo de siete y lo primero que hicieron fue analizar la situación mientras hablaban entre ellos. Después de cavar un poco, decidieron que lo mejor era empujar nuestro coche por delante para sacarlo marcha atrás. Et voilà! La Bushcamper ya estaba fuera de peligro. Ahora quedaba el segundo. Intentaron la misma maniobra sin éxito, así que después de volver a sopesar la situación, a uno se le ocurrió que lo mejor sería levantar el coche por la parte trasera y poner arena bajo la rueda para alzarlo del nivel en el que se encontraba. Dicho y hecho; sólo quedó empujar para sacar por fin el segundo coche. ¡Menos mal que nos tocó la negra!

Al llegar al camping, aún quedaban dos zonas de acampada libres.

Resultado: Tercera prueba superada a(l) tiempo con el comodín negro.

Bonus points: El campamento está situado frente a la ribera del río Okavango, por lo que nuestros vecinos de enfrente eran una manada de hipopótamos que se encontraba lo suficientemente lejos como para no temer y lo suficiente cerca como para poder conocer sus rasgos y escuchar sus chapuzones y rugidos. 

La mañana del día siguiente visitamos el Mahango Game Reserve. Un camino que lleva hasta un baobab gigante rodeado de un paisaje otoñal sirve de escenario para buscar oportunidades de encuentro con la fauna. Pudimos ver nuevas especies de aves, encontrarnos más cerca de la carraca lila (un pajarito de plumaje vistoso y multicolor) y hacer migas con los monos que se sentaban bajo los árboles.

Por la tarde nos dieron un paseo en mokoro (canoa) y tuvimos un encuentro más cercano con el hipopótamo. Cuando descansábamos de la ida en una isla, un hipopótamo que quedaba escondido decidió darse a conocer y acercarse al río para darse un baño. Una leyenda cuenta que sus bostezos no son sino una forma de enseñar sus fauces vacías al Creador demostrando que siguen cumpliendo la promesa primigenia (que hicieron para conquistar el agua) de no comerse a ninguna criatura

En el camino de vuelta disfrutamos de un atardecer anaranjado que se reflejaba en movimiento sobre las aguas del río Okavango.  

Al día siguiente, camino hacia Botswana, nuestro coche tuvo que convertirse en un tendedero improvisado para poder secar toda la ropa interior que habíamos dejado a lavar en el camping.

Una familia de elefantes se acercó a la cuneta para despedirnos de nuestra primera incursión por Namibia.


(Al cruzar la frontera a Botswana, suena la musiquilla de Mario Bros y los oficiales miran con asombro y cara de póquer el escaparate de calcetines, bragas y calzoncillos que cubren cada rincón de la parte delantera de la Bushcamper. -Ideas del norte...- y ladean sus cabezas pensando que no tenemos solución).

viernes, 2 de agosto de 2019

El rugido circular (Etosha National Park)

Estos tres últimos días en Etosha han sido todo un festín de fauna salvaje para nuestros ávidos ojos. Ni esperábamos ver tanta, ni desde luego tan cerca. Pero contextualicemos un poco: el Parque Nacional de Etosha es una reserva de unos 23000 kilómetros cuadrados de los cuales casi 5000 pertenecen al salar que da nombre al parque, pues “etosha” significa “lugar blanco y grande”. Aquí residen la mitad de los leones del país y es fácil poder ver al rinoceronte negro, ya en peligro de extinción. 

Por lo que habíamos leído, era accesible visitarla con vehículo propio, pero era nuestro primer safari y no estábamos seguros de si sabríamos encontrar a los animales o si merecía la pena pagar por un día de safari privado. Decidimos probar por nuestra cuenta el primer día y decidir según el resultado; pronto entendimos la táctica: primero, el principal destino son las charcas que se esparcen por el parque, la mayoría accesibles desde la carretera y de las cuales las artificiales son las más concurridas ya que están siempre llenas; segundo, fijarse en lo que hace el de delante, pues si frena, en general es que ha visto algo y sólo habrá que comprobar hacia dónde mira; tercero, seguir a un coche de safari es asegurarse avistamientos más difíciles como el de leones o rinocerontes.

Empezamos con mejor pie imposible. A la entrada de Okaukuejo descansaban un león y una leona, ajenos a los espectadores que disputaban por un hueco con vistas. La leona se relamía y bostezaba, mientras el macho permanecía espatarrado con los ojos cerrados. A la orden de la hembra, el león se levantó, la montó durante menos de 10 segundos y volvió a su letargo, holgazán como su cargo de rey le permite.

Durante la mañana se fueron sucediendo los momentos en que los animales desfilaban ante nuestros ojos: jirafas por doquier, siempre acompañadas, que comían tranquilamente sacando sus largas lenguas y moviendo su boca de lado a lado como desencajando sus mandíbulas cada vez que masticaban; springboks desperdigados por todo el parque preparados para mostrar sus saltos de ballet disponiendo sus cuerpos en el aire en un arco perfecto si se sentían intimidados; chacales de lomo negro que paseaban buscando algo que llevarse a la boca, igual que el azor lagartijero claro que oteaba el horizonte desde lo alto de los arbustos con su pico naranja y su plumaje gris claro; avestruces cuyas cabezas asemejan marionetas de calcetín en mano, moviendo sus cuellos continuamente en posiciones inimitables, vigilantes, inseguras; tocos piquigualdos (los inspiradores de Zazú) que planeaban elegantes, o la avutarda kori que cesaba el movimiento pendular de su cabeza para escapar a paso ligero cuando se acercaba el coche. Y a cada nuevo avistamiento, la expectación por conocer sus sonidos, comprobar sus movimientos y familiarizarnos con sus colores y sus formas.

Y a pesar de todo, aún faltaban los dos momentos más especiales de la jornada. A mediodía, en una de las charcas descansaba una manada de zebras. Algunas estaban tan cerca de la carretera que si hubiésemos extendido la mano las podríamos haber tocado. Contemplamos la sucesión perfecta de rayas, coherentes en su trazo hasta la crin, peinada en cepillo cual punkis. Descansaban en posición estratégica: si una cabeza miraba al este apoyada sobre el lomo de su compañera, esta apoyaría la suya mirando al oeste, entrelazándose en un abrazo sin extremidades. 

El otro momento fue cuando, advertidos por la velocidad con la que nos adelantó un safari privado, decidimos acercarnos para encontrar lo que buscaba. Dos rinocerontes, uno de ellos ya en retirada, pastaban a campo abierto. El sol empezaba a ponerse y el rinoceronte exhibía su cuerno frontal con orgullo, afilado, esperemos que a salvo ya de los cazadores furtivos. Su cabeza, prácticamente idéntica a la de un estegosaurio, masticaba paciente, segura. Pensábamos que sería el broche del día, sin embargo, de camino a la salida, nos acercamos con curiosidad a comprobar qué atraía la atención de tanto coche: otro rinoceronte, esta vez más cerca, pastaba pegado a nuestra ventanilla. Alzó la mirada brevemente y siguió con lo suyo, indiferente, mostrando los pliegues que se forman al comienzo de sus patas y que parece que le vistan de armadura.

El segundo día empezamos la búsqueda en la charca Neubrowni. Varios safaris ya estaban acomodados, por lo que habíamos dado en el clavo. Efectivamente: manadas de springboks bebían en la charca, compartiendo espacio con zebras, gacelas y avestruces. Las primeras y las últimas horas del día parecían ser las más solicitadas.

De allí partimos hacia la parte oeste, en busca de nuevos encuentros. Durante varios kilómetros sólo hubo suerte en la primera charca, en la que unas hienas moteadas se disputaban los restos de una presa. Sus risas macabras eran coherentes con el paisaje que aparecía seco y en el que solamente encontramos restos de animales desechados con las cuencas de los ojos vacías y la dentadura mostrándose bajo el cuero desgarrado. 

Cuando ya estábamos planteándonos volver al este, aparecieron los primeros elefantes africanos, que nos animaron a probar suerte en una charca más. ¡Y qué acierto! Un buen racimo de animales se congregaba junto a la charca. A los habituales, se les unían las jirafas, una manada de antílopes eland y el invitado sorpresa: un solitario rinoceronte que se acercó tímido y en son de paz. Había merecido la pena la espera. Los sonidos de las zebras que parecen chillidos de mono, los de los springboks que suenan como los cerdos y los de los cuernos de estos mismos entrechocando mientras se enfrentaban, bandadas de pájaros que se acercaban y alejaban según intuyesen el peligro... Aquello era una explosión de animales. Todo un espectáculo.

La siguiente charca tampoco defraudó: dos elefantes tomaban el sol llenos de barro mientras una manada de ñus azules y alcéfalos rojos esperaban su turno, resignados y temerosos de acercarse ante tamaña compañía. Las gallinas de Guinea, o eran las únicas que se atrevían o eran más insensatas que sus compañeros, pero el caso es que corrían peligrosamente cerca de las patas de los elefantes que por momentos levantaban en el aire para dejarlas caer como si estuviesen practicando gimnasia rítmica.

Paramos en la zona de picnic para comer, ¡y a la vuelta se habían multiplicado los animales! Se habían unido unas ocho jirafas, avestruces, zebras, gacelas órice y los elefantes eran ya más de diez. Como comprenderéis, el baño lo copaban estos últimos y la cola para acceder al agua era más que evidente. 

Retomamos nuestro espíritu voyeur, pues el safari no deja de ser sino meterse en la piel de un mirón que asiste intrusivo con cámara y prismáticos al día a día íntimo y desnudo de la fauna: mientras observas, ellos comen, duermen, descansan, cagan, mean, se cortejan, se montan...

Esta vez, tocaba ser espectadores del cortejo entre dos jirafas que bailaban acompasadas y en perfecta simetría la una junto a la otra. A ratos, una cogía impulso con el cuello hacia atrás y lo lanzaba como un látigo hacia el de su pareja, mientras la segunda acometía un esquive hacia abajo en perfecta coordinación. Con el tiempo justo para salir del parque antes de que cerrasen las puertas, nos fuimos sin conocer el final de la historia, aunque parece evidente cuál era el siguiente paso de baile.

El último día teníamos que hacer la parte este al completo para tomar la salida que nos dejaba ya encarados hacia la zona de Caprivi, el siguiente destino. Nada más entrar, una flota de coches nos atrajo hacia la función: tres leonas cruzaban la carretera y nosotros, como jugadores de Pokémon Go, nos arremolinábamos buscando cazar la foto que inmortalizase el momento.

En esta etapa, la cantidad de animales que vimos fue menor, pero la mayoría fueron nuevos. Por el camino nos encontramos con kudús, reconocibles por sus jorobas, sus rayas blancas en el lomo, sus enormes orejas y sus cuernos rizados; impalas, asustadizos y esquivos con su cornamenta en forma de tenedor de dos dientes; mangostas de lomo rayado que escarbaban sin descanso y deslumbrantes dicdics con sus miradas alienígenas y sus cuerpecitos de steenboks reducidos.

Y justo antes de salir, cuando creíamos que el día estaba acabado, un león que echaba la siesta bajo la sombra de unos arbustos, atrapó nuestra última hora en Etosha mientras esperábamos algún tipo de reacción desde un lugar cada vez más privilegiado conforme la paciencia de los demás espectadores se iba agotando y abandonaban la escena.

Nuestra perseverancia obtuvo recompensa cuando el león despertó de su letargo para regalarnos un bostezo que se asemejaba mucho a la imagen mundialmente famosa del rugido y sello de la Metro Goldwyn Mayer, pero esta vez la imagen no marcaba el inicio de la película, sino su final.