sábado, 31 de agosto de 2024

Filtros (Keelung-Jeliu-Taipéi)

Nos encontramos en Heping Island, ante el Scenic Pavilion. Unas escaleras llevan a un pabellón que se asoma al mar de la China Oriental, con vistas al islote Keelung; el escenario está preparado para la postal.

Unas jóvenes (presumiblemente) taiwanesas con vestidos poco acordes a la temperatura, pero llamativos para el retrato, esperan pacientemente a que nos vayamos. Sus móviles reproducen música (que ellas tararean) disimulando un aislamiento inexistente, mientras sus dedos se deslizan en movimientos repetitivos golpeando suavemente la pantalla, antes de empezar su book de pretendida exclusividad, tan pronto como nos apartemos.

Para mitigar el calor, nos damos un breve chapuzón en la piscina de agua marina que hay en el geoparque; aunque el alivio dura poco, pues el socorrista utiliza pronto su silbato para izar la bandera roja que nos expulsa a todos del agua.

Por la tarde, un bus nos acerca hasta Jiufen. Salimos a visitar la ciudad, que parece tranquila hasta que una calle desemboca donde un río de gente, más bien una cascada, fluye por los escalones devorando Shuqi Road. La marabunta describe con sus móviles en alto el concepto de "turismo de masas". El hormigueo de gente es incontenible: unos esquivan; otros apresuran el paso excusándose al saberse en medio; algunos esperan, en fila, con una sonrisa; otros empujan impacientes; mientras el resto, o posa, o hace abiertamente photobombing en instantáneas ajenas con tal de captar, en las propias, su idea proyectada. El enjambre, vivo, busca huecos sin cesar.

Los farolillos empiezan a encenderse; da comienzo la función. La pendiente de escalones permite que al alzar la mirada uno pueda encuadrar imágenes solitarias de la A-Mei Teahouse con su negra madera, el verde que decora al caer, su amarillo marco en las ventanas, el rojo anaranjado de los farolillos y su regusto a cuento de hadas asiático.

Un chaval asoma medio cuerpo por un balcón, tratando de esconder la cantidad, posando "casual". Mira al infinito unos segundos, ajeno a la cola que espera su turno, y luego busca al compañero para que le enseñe la foto que repetirá una, y otra, y veinte veces más hasta que se aproxime a la perfección deseada que aparecerá con filtros en la red, cumpliendo con los estándares de felicidad encapsulada posteable, y que a su vez actuará de efecto llamada para nuevos tábanos.

Me pregunto hasta qué punto no soy yo parte de ese clan masivo. Me digo que no, que busco la autenticidad de cada lugar. Pero dudo si eso nos diferencia sustancialmente... ¿acaso no persigo la sublimación en cada imagen, escondido tras el objetivo de la cámara y lo subjetivo del lenguaje?

Volveremos por la mañana, cuando la marea humana baje y nos demos cuenta que parte del encanto, paradójicamente, se ha desvanecido. Mientras recogemos para volver a Taipéi, los autobuses ya están reincorporando colonias de turistas guiados por astas con señuelos, que, pantalla en mano, nutren la corriente de nuevo.

Nosotros, ya en Taipéi, aconsejados por el recepcionista del hotel que, halagado, meditó bien qué recomendar, nos nutrimos de xiaolongbaos y de la mejor sopa de setas que hayamos probado nunca, tras una hora de cola, en el Din Tai Fung.

Al día siguiente, la sincronización de pasos perfectamente coordinados del cambio de guardia en un baile fragmentado (tres pasos, pause, dos pasos, pausa) reúne a una pequeña masa de turistas en el Salón Conmemorativo de Chiang Kai-shek. 

El calor sofocante no parece obstáculo para la limpieza y precisión de cada movimiento ante la estatua de bronce del exdictador (y primer presidente de la República de China en Taiwán) que mira hacia el oeste, sonriente, bajo el sol del Kuomintang, con la vana esperanza de reconquistar, algún día, la China continental. 

Por la tarde empieza a llover, así que el recorrido histórico lo hacemos paraguas en mano: desde principios del siglo XX, en la Red House, caminando hacia atrás hasta la mitad del siglo XVIII en el Tianhou Temple, para dar un salto hacia delante en la dinastía Qing hasta el Bopiliao Historic Block, y otro salto hacia atrás, en el Longshan Temple, que nos coloca, con los cantos de monjes y fieles, de vuelta al presente.

La mañana siguiente es lunes, día en que muchos lugares turísticos y museos permanecen cerrados, al igual que las puertas del Confucius Temple. Paseamos tranquilamente por el Dalongdong Baoan Temple y, antes de comer, resguardados bajo un cruce de carretera, vemos de lejos el Grand Hotel, con sus distintivas tejas ocre y sus icónicos 87 metros de columnas rojas. 

Por la tarde paseamos la zona de Dihua Street buceando entre los pórticos de los edificios de ladrillo caravista del siglo XIX que lucen renovados.

Conforme cae la noche buscamos un lugar para disfrutar de las vistas del Taipei 101, el rascacielos más alto del mundo hasta 2009 (cuando fue superado por el Burj Khalifa). Sonando en los altavoces del centro comercial aledaño, reconocemos, desubicados, la letra de "La lluna, la pruna". 

Otra canción nos acerca a Occidente en el Zhongshan Park; un grupo de mujeres ponen pasos de zumba al Wannabe de las Spice Girls, mientras un hombre practica, concentrado, taichí, y otro da vueltas sobre sí mismo añadiendo saltitos, cual derviche, en una imagen demente de libertad.

El viaje llega a su fin. El Taipéi 101, iluminado en el reflejo de una fuente, hunde sus raíces de bambú en el agua; al otro lado, el Sun Yat-sen Memorial Hall, con su figura de mantarraya, despliega sus aleros para nadar reflejada en su espejo. 

Al día siguiente salimos hacia Barcelona con la mirada más rasgada que en julio. Los colores fluorescentes de "Millenium Mambo" se suceden en la retina a cámara lenta, mezclados con imágenes de lo vivido; lo vivido pasado por el filtro cultural, reinterpretado acaso en una aproximación fiel a la realidad. 

Ahora que el turismo insaciable despierta movilizaciones en contra, la sintonía del FamilyMart se repite amortiguada, en un eco con sordina mientras los pensamientos se suceden rumiantes: ¿Podemos mantener la democratización del viaje y a la vez huir de las dinámicas turísticas? ¿Podemos preservar la magia de un encuentro relativamente solitario, conservando las singularidades de nuestro trozo de planeta, y que el viaje no impacte negativamente en su autenticidad? ¿Podemos, como viajeros, escapar de la velocidad hiperactiva para tratar de conocer en profundidad y con-vivir sin filtros?

(9 a 13 agosto)

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