sábado, 31 de agosto de 2024

Filtros (Keelung-Jeliu-Taipéi)

Nos encontramos en Heping Island, ante el Scenic Pavilion. Unas escaleras llevan a un pabellón que se asoma al mar de la China Oriental, con vistas al islote Keelung; el escenario está preparado para la postal.

Unas jóvenes (presumiblemente) taiwanesas con vestidos poco acordes a la temperatura, pero llamativos para el retrato, esperan pacientemente a que nos vayamos. Sus móviles reproducen música (que ellas tararean) disimulando un aislamiento inexistente, mientras sus dedos se deslizan en movimientos repetitivos golpeando suavemente la pantalla, antes de empezar su book de pretendida exclusividad, tan pronto como nos apartemos.

Para mitigar el calor, nos damos un breve chapuzón en la piscina de agua marina que hay en el geoparque; aunque el alivio dura poco, pues el socorrista utiliza pronto su silbato para izar la bandera roja que nos expulsa a todos del agua.

Por la tarde, un bus nos acerca hasta Jiufen. Salimos a visitar la ciudad, que parece tranquila hasta que una calle desemboca donde un río de gente, más bien una cascada, fluye por los escalones devorando Shuqi Road. La marabunta describe con sus móviles en alto el concepto de "turismo de masas". El hormigueo de gente es incontenible: unos esquivan; otros apresuran el paso excusándose al saberse en medio; algunos esperan, en fila, con una sonrisa; otros empujan impacientes; mientras el resto, o posa, o hace abiertamente photobombing en instantáneas ajenas con tal de captar, en las propias, su idea proyectada. El enjambre, vivo, busca huecos sin cesar.

Los farolillos empiezan a encenderse; da comienzo la función. La pendiente de escalones permite que al alzar la mirada uno pueda encuadrar imágenes solitarias de la A-Mei Teahouse con su negra madera, el verde que decora al caer, su amarillo marco en las ventanas, el rojo anaranjado de los farolillos y su regusto a cuento de hadas asiático.

Un chaval asoma medio cuerpo por un balcón, tratando de esconder la cantidad, posando "casual". Mira al infinito unos segundos, ajeno a la cola que espera su turno, y luego busca al compañero para que le enseñe la foto que repetirá una, y otra, y veinte veces más hasta que se aproxime a la perfección deseada que aparecerá con filtros en la red, cumpliendo con los estándares de felicidad encapsulada posteable, y que a su vez actuará de efecto llamada para nuevos tábanos.

Me pregunto hasta qué punto no soy yo parte de ese clan masivo. Me digo que no, que busco la autenticidad de cada lugar. Pero dudo si eso nos diferencia sustancialmente... ¿acaso no persigo la sublimación en cada imagen, escondido tras el objetivo de la cámara y lo subjetivo del lenguaje?

Volveremos por la mañana, cuando la marea humana baje y nos demos cuenta que parte del encanto, paradójicamente, se ha desvanecido. Mientras recogemos para volver a Taipéi, los autobuses ya están reincorporando colonias de turistas guiados por astas con señuelos, que, pantalla en mano, nutren la corriente de nuevo.

Nosotros, ya en Taipéi, aconsejados por el recepcionista del hotel que, halagado, meditó bien qué recomendar, nos nutrimos de xiaolongbaos y de la mejor sopa de setas que hayamos probado nunca, tras una hora de cola, en el Din Tai Fung.

Al día siguiente, la sincronización de pasos perfectamente coordinados del cambio de guardia en un baile fragmentado (tres pasos, pause, dos pasos, pausa) reúne a una pequeña masa de turistas en el Salón Conmemorativo de Chiang Kai-shek. 

El calor sofocante no parece obstáculo para la limpieza y precisión de cada movimiento ante la estatua de bronce del exdictador (y primer presidente de la República de China en Taiwán) que mira hacia el oeste, sonriente, bajo el sol del Kuomintang, con la vana esperanza de reconquistar, algún día, la China continental. 

Por la tarde empieza a llover, así que el recorrido histórico lo hacemos paraguas en mano: desde principios del siglo XX, en la Red House, caminando hacia atrás hasta la mitad del siglo XVIII en el Tianhou Temple, para dar un salto hacia delante en la dinastía Qing hasta el Bopiliao Historic Block, y otro salto hacia atrás, en el Longshan Temple, que nos coloca, con los cantos de monjes y fieles, de vuelta al presente.

La mañana siguiente es lunes, día en que muchos lugares turísticos y museos permanecen cerrados, al igual que las puertas del Confucius Temple. Paseamos tranquilamente por el Dalongdong Baoan Temple y, antes de comer, resguardados bajo un cruce de carretera, vemos de lejos el Grand Hotel, con sus distintivas tejas ocre y sus icónicos 87 metros de columnas rojas. 

Por la tarde paseamos la zona de Dihua Street buceando entre los pórticos de los edificios de ladrillo caravista del siglo XIX que lucen renovados.

Conforme cae la noche buscamos un lugar para disfrutar de las vistas del Taipei 101, el rascacielos más alto del mundo hasta 2009 (cuando fue superado por el Burj Khalifa). Sonando en los altavoces del centro comercial aledaño, reconocemos, desubicados, la letra de "La lluna, la pruna". 

Otra canción nos acerca a Occidente en el Zhongshan Park; un grupo de mujeres ponen pasos de zumba al Wannabe de las Spice Girls, mientras un hombre practica, concentrado, taichí, y otro da vueltas sobre sí mismo añadiendo saltitos, cual derviche, en una imagen demente de libertad.

El viaje llega a su fin. El Taipéi 101, iluminado en el reflejo de una fuente, hunde sus raíces de bambú en el agua; al otro lado, el Sun Yat-sen Memorial Hall, con su figura de mantarraya, despliega sus aleros para nadar reflejada en su espejo. 

Al día siguiente salimos hacia Barcelona con la mirada más rasgada que en julio. Los colores fluorescentes de "Millenium Mambo" se suceden en la retina a cámara lenta, mezclados con imágenes de lo vivido; lo vivido pasado por el filtro cultural, reinterpretado acaso en una aproximación fiel a la realidad. 

Ahora que el turismo insaciable despierta movilizaciones en contra, la sintonía del FamilyMart se repite amortiguada, en un eco con sordina mientras los pensamientos se suceden rumiantes: ¿Podemos mantener la democratización del viaje y a la vez huir de las dinámicas turísticas? ¿Podemos preservar la magia de un encuentro relativamente solitario, conservando las singularidades de nuestro trozo de planeta, y que el viaje no impacte negativamente en su autenticidad? ¿Podemos, como viajeros, escapar de la velocidad hiperactiva para tratar de conocer en profundidad y con-vivir sin filtros?

(9 a 13 agosto)

domingo, 18 de agosto de 2024

El tiempo, fantasma (Taitung-Taipéi-Keelung)

El plan inicial era el siguiente: tomar un tren de Kaohsiung a Taitung, donde un barco nos llevaría a la Orchid Island. Ese era el plan... pero en Keelung acababa de dar comienzo el Mid-Summer Ghost Festival, fechas en que las puertas del infierno se abren para que los espíritus vaguen libremente por las calles. Durante estos días, la gente muestra deferencia por todos los muertos, también los que puedan encontrarse perdidos o sin nadie que vele por ellos; las ofrendas comprenden desde preparar banquetes que sacien su hambre, hasta espectáculos de cabaré y pole-dancing con los asientos de primeras filas reservados para los fallecidos. 

Preferimos aprovechar la coincidencia, dejar la isla para otro viaje y viajar a Keelung desde Taitung.

Llegamos a Taitung por la noche y, ¡sorpresa!, no había recepción. Intuímos que nos habían enviado algún mensaje con el código de entrada, asumiendo que teníamos acceso a internet. Por suerte, el wifi de la casa estaba abierto y encontramos el correo con la combinación para abrir la puerta. 

La mañana siguiente tenemos solo hasta las 12h para visitar la ciudad, así que bajamos a pasear por el Railway Art Village y nos tomamos relajadamente un café.

Aprendida la lección del self check-in, revisamos los mensajes antes de salir a Taipéi (donde haremos escala antes de Keelung). Esta vez hay que descargarse el Line para confirmar que hemos reservado el hotel. Nos informan que todo el registro de entrada se hará a través de una máquina... Miedo...

Y con razón. Ya allí, cuando creemos que el proceso está acabado, subimos al quinto piso para encontrar la habitación 5E; pero, al salir del ascensor, descubrimos que todas las habitaciones son letras con el 6... ¡Que comience la yincana! Gracias al viaje a Corea, pronto damos con la solución: el "cuatro" () en chino es homófono de la palabra "muerte" (), por lo que, al igual que la triscaidecafobia en Occidente tiende a evitar el 13 en la numeración de ciertos lugares, la tetrafobia hace lo propio por estos lares. Generalmente ayuda a no olvidarlo la ausencia del botón en los ascensores, pero no era este el caso: 1 para el bajo, 2 para las habitaciones del 2, el 3 para las del 3, y el 4 para las del 5. 

Frente a la puerta de la habitación descubrimos que el código que tenemos no abre la puerta. ¿Y la llave? Escuchamos que la persona del servicio de limpieza está en el mismo piso. Cero inglés... Pero hace una llamada, y con gestos me indica que baje. Entiendo que llegará alguien, pero nadie aparece. Vuelvo para intentar comunicarme con ella, explicándole que no tenemos llave. De nuevo saca el móvil, y me urge a bajar. Esta vez, en la máquina se mueve un cursor sobre la pantalla que asumo que dirigen en remoto. Aparece mi nombre, y en unos segundos, la máquina expulsa una tarjeta que, esta sí, parece la llave. Escape room superada.

La tarde noche nos sirve para hacer la colada y organizar los siguientes pasos; la idea es alquilar un coche en Keelung para poder hilar todas las paradas. Sin embargo...

En la recepción del hotel de Keelung se ponen a hacer llamadas para informarnos, finalmente, que en el país de las scooters, al menos allí, NADIE alquila coches. Así que decidimos cuadrar horarios para poder acercarnos con buses públicos, a la mañana siguiente, a tres de los sitios que habíamos escogido. 

Por la tarde fuimos al Zhongzheng Park, donde la enorme estatua de 25 metros de Guanyin es custodiada por dos leones de Fu de cabeza hipertrofiada; aderezamos el paseo con la visita al Zhupu altar (que estaban engalanando para iluminar en uno de los platos fuertes del festival), unas vistas de la ciudad desde la Keelung Tower y un refugio antiaéreo que encontramos al bajar del ascensor.

Después, cogimos un bus para acercarnos hasta la postal del Cinque Terre taiwanés, en el puerto de Zhengbin. La comparación es exagerada, pues se trata de una sola hilera de 16 casitas de colores, pero la combinación titila reflejada en una acuarela hipnótica, en constante diálogo y disolución creativa entre el agua del mar de la China Oriental y la brisa marina. 

La parada de bus de vuelta se enciende al barniz del atardecer, transmutada en diner americano con sus bombillas en fila de tocador de camerino, y sus luces de neón anunciando que permanece abierto, preparando el apetito para el tour gastronómico en el mercado nocturno MiaoKou.

Al día siguiente, la primera parada era en Wanli, donde se encuentran las Futuro y las Venturo Houses. Son un conjunto de casas deshabitadas diseñadas en los 60 por el finlandés Matti Suuronen siguiendo la estética de la era espacial. Estos apartamentos astronáuticos abandonados fueron en su día la imagen del progreso. 

Pero ahora que el moho reverdece de lágrimas los cascotes de esta ciudad fantasma; ahora que hasta la palabra OVNI está desfasada (reconvertida en FANI para huir de teorías de la conspiración); ahora que no queda sino un esbozo vintage del abandono, un aire retro en los escombros; estos platillos volantes, estos vestigios decadentes, son la nostalgia viva de un x-filo irredento, la imagen fosilizada de un vals entre lo que fue futuro y lo que ya es ayer.

Como transportados por las naves ancladas, hacemos nuestra segunda parada en suelo terrestre con tintes exoplanetarios. El Yehliu Geopark alberga quiméricas formaciones rocosas esculpidas por las fuerzas terráqueas de la naturaleza. Creadas por la actividad volcánica, la erosión y la inspiración perseverante del tiempo, la imaginación humana ha dado a estas misteriosas figuras nombres tan rutinarios y gráficos como Cacahuete, Helado o Pezuña de Cerdo, y sugerentes como Cabeza de la Reina, Zapato del Hada o Geisha Japonesa. 

45 minutos al norte, nos encontramos en el Arrecife Verde de Laomei. El color de su nombre hace referencia a la época inicial de la estación húmeda, cuando las algas crecen sobre el arrecife que baña la orilla de alargados dedos rocosos creando una capa esmeralda que emerge exhuberante cuando la marea baja.

En esta época, sin embargo, el verde se concentra alejado de la zona más cercana al pueblo; por lo que tuvimos que dar un buen paseo mientras Lara se lo pasaba en grande persiguiendo a los cangrejos que huían a su paso, como se escapa el paso de las horas, sin que ella sea consciente, esculpiendo su espíritu de experiencias y cubriéndolo de plantas acuáticas que reverdecerán a su debido tiempo.

(5 a 8 agosto)

jueves, 15 de agosto de 2024

Rescatar del olvido (Kaohsiung)

Era el primer día de visita en Kaohsiung y caía sábado, día de mercadillo en Neiwei. Nos encontramos ante una nave llena de sábanas extendidas con trastos de todo tipo, mezclados entre sí sin aparente lógica en pasillos convertidos en trasteros. Cualquier objeto es susceptible de mostrarse orgulloso en el Neiwei Flea Market: discos de vinilo almacenados en cajas polvorientas comparten cama con tallas de madera, fotografías rescatadas del polvo, y montones de ropa; monedas y sellos festejan con cintas de vídeo y cuadros, entre figuritas de porcelana y muñecas con cabeza de dinosaurio creadas por la mente perversa de Sid, el malo de Toy Story; una cabeza de ciervo disecada, máquinas de escribir, plantas, instrumentos musicales, y artículos religiosos celebran la diversidad; televisores, utensilios de cocina, ventiladores, transistores, señales de tráfico, gramófonos, planchas, lámparas de gas, botellas de cristal de Coca Cola... Un hiperbólico asíndeton visual; el sueño lascivo, o un infierno de indecisión para alguien aquejado por el síndrome de Diógenes; la personificación del amontonamiento y la aglomeración.

Cambiamos de barrio y nos acercamos hasta la Guomao Community, donde fue reubicada la antigua comunidad de residencias militares que alojaba a las Fuerzas Armadas de la República de China y a sus familiares tras el Gran Retiro de 1949; cuando, tras la derrota de los nacionalistas del Kuomintang contra los comunistas de Mao Zedong, unos dos millones de personas se exiliaron en la isla de Formosa.

La limpia geometría hemisférica de dos de los edificios que se enfrentan consigue que desde su centro se genere visualmente, en plano contrapicado, un tragaluz circular con dos brazos que se extienden, tal vez, emulando el sol de la bandera nacional.

Comimos por la zona, en un restaurante que no paraba de recibir locales que aparcaban su moto, se aprovisionaban de comida casera para llevar, en marcial fila india, y volvían a subir a su vehículo, en una escena de hormiguero ajetreado.

Las altas temperaturas empezaron a notarse sin piedad en el Lotus Pond. Primero nos recibió la estatua gigante del Zuoying Yuandi, sentado y descalzo, con rostro apacible mientras aplastaba una serpiente y una tortuga, a la espera de que cruzásemos un paseo, custodiado por pequeñas estatuas, que se adentra en su templo, lago adentro.

La diosa Guanyin también recibía el calor a orillas del lago, sin inmutarse, cabalgando, pálida, un dragón que conecta los pabellones de otoño y primavera. Cruzamos de un pabellón al otro dejándonos engullir por la serpiente de las nubes. Tras visitar el templo de tres pisos Chi Ming Tang, cansados y sudorosos, decidimos volver a descansar al hotel.

Con energías repuestas, la noche nos recibió engalanada con un mar de farolillos en el templo Sanfeng. Entramos en el patio interior, buceando bajo el rojo manto ardiente sobre nuestras cabezas. Luego, desde el segundo piso, nuestra vista surfeó las elegantes ondas de papel encendido que tintaban la noche de un candente anaranjado de peces koi que ascendían de las ascuas en busca de oxígeno. Fuera, a las puertas, un espectáculo de marionetas (budaixi) atraía la atención de Lara, con sus colores fluorescentes de luz ultravioleta, que embelesada, prefería disfrutar de una función en versión original sin subtítulos.

En un país donde la chispa se enciende al atardecer, no hay mejor plan que alimentarse como los autóctonos en alguno de los más de cien puestos de comida callejera que ofrece el Liuhe Night Market. Recorriéndolo en busca del bocado más apetecible, descubrimos máquinas de recreativos, perros paseados en carritos de bebé, puestos de batidos y bubble tea, incluso un periquito con pañal al hombro de su cuidadora, en una versión pirata tierna, terrenal y actualizada.

La noche se cerró en la estación de metro Formosa Boulevard, donde admiramos el trabajo artístico del Dome of Light: un cuadro creado con miles de piezas individuales de cristal, en el que destacan dos árboles de luz (rojo y azul) de los que florece una explosión de colores representando escenas de origen y destrucción. Los frutos fantásticos de estos pilares centrales, de los que manan los cuatro elementos, sirven de broche de oro al día que, entonando las notas de copas musicales, se acaba abrazando lo onírico.

Al día siguiente, nos encontramos a unos cuantos kilómetros al noreste, frente al monasterio budista más grande de Taiwán, en el conjunto de templos de Fo Guang Shan. Aquí se encuentra la sede de la orden fundada por Hsing Yun, que promueve el budismo mahāyāna de corte humanista que trata de modernizar la práctica.

En el Great Path to Buddhahood, cuatro pagodas de ocho pisos a cada lado preparan el camino hasta un colosal Buda sedente que obliga a achinar los ojos en el día soleado. En el salón principal, a resguardo del calor, guiados por los monjes, monjas y laicos voluntarios, ofrecimos unas velas en señal de respeto, frente a los diferentes Budas que emanaban calma, invitando al silencio y al retiro.

Parece que el bochorno del día dio sus frutos, pues mientras visitábamos el Great Buddha Land, empezó a llover. Un ejército clon dorado de Budas de menor escala se agolpaban en hileras, vigilantes, a los pies de una réplica gigante que se mantenía en pie mientras el agua regaba la colina.

De vuelta a Kaohsiung, cenamos en el Ruifeng Night Market, donde Lara no podía evitar más que verbalizar continuamente "el pesto" que hacía el famoso stinky tofu.

El tercer día a mediodía saldríamos en tren hacia Taitung, así que únicamente podíamos aprovechar la mañana. El Kaohsiung Music Centre, con su apariencia de esqueleto de coral observaba nuestro paseo por el puerto, camino del Pier 2 Art Center.

Cuando la isla exportaba a mansalva productos made in Taiwan, Kaohsiung fue el puerto de contenedores más grande del país pero, con el tiempo, la bonanza decayó conforme la oferta la iba monopolizando China. Un grupo de artistas rescató los almacenes y les dieron una nueva vida. Actualmente, la zona es una sala de exposiciones al aire libre, boutiques, cafés y galerías de arte; murales y esculturas han revalorizado el área convirtiéndola en una de las mayores atracciones turísticas de la ciudad. 

Nos despedimos de la zona oeste, a los pies de la Torre Tuntex Sky 85; el rascacielos más alto de la ciudad. El diseño quiso emular el carácter chino gāo (高), que significa "alto" y que, siendo la sílaba inicial del nombre de la ciudad, fue un día emblema de la misma. Hoy, el edificio permanece cerrado y dormido, esperando, quizás, una idea que le rescate para poder volver a alzarse de las ascuas y resurgir de nuevo.

(3 a 5 agosto)

sábado, 10 de agosto de 2024

Luciérnagas en la ciudad (Chiayi-Tainan)

Devuelto el coche, el plan de ir a Alishan Forest Recreation Area se frustra en el visitor center. Tras el paso de Gaemi, ni el bus ni el tren consiguen acercarse hasta allí, así que reponemos fuerzas con un brunch energético y salimos a torear la solana para recorrer Chiayi. La ciudad fue en su día la puerta de entrada a la reserva, de la que nos contentaremos con un acercamiento artístico y otro histórico.

A través de la parte creativa, el Song of the Forest, una cúpula en forma de nido hecho con vías de tren recicladas que se entretejen como ramas, ofrece un tastet, imitando la temperatura y la luz que se filtran a través de la celosía de árboles, cuando uno se encuentra en el interior del bosque, a resguardo del sol.

Por la parte histórica, a principios del siglo XX, durante la ocupación japonesa, comenzó la construcción del ferrocarril (el Alishan Forest Railway) para poder exportar madera de la potencia ocupada al país nipón. Hinoki Village fue un área de alojamientos para los trabajadores de la industria maderera. Ahora, el tatuaje histórico en forma de casas de estilo japonés hechas con madera oscura de ciprés taiwanés, se ha reconvertido en una zona comercial, cultural y de restauración. Un mango shaved ice nos revitalizó antes de ir a descansar al hotel, a tiempo de evitar el chaparrón que comenzó a caer sin previo aviso.

Por la tarde-noche, paseamos por los soportales de la ciudad, que durante el día tiene algo de Habana vieja asiática (con las scooters invadiendo cualquier hueco que sirva de aparcamiento), en un espacio avejentado, que a primera vista puede confundirse por sucio y dejado.

Por el día, la ciudad no tiene un atractivo especial; la magia comienza cuando el sonsonete de caja musical del camión de la basura marca la hora en que los sensatos se recogen. Cual luciérnagas, intermitentemente, los farolillos se mecen, oxigenando la ciudad, con sus luces tenues, rojas y amarillas sobre el cielo que se apaga. La ciudad despierta, añil; con las sombras de los callejones, y con los puestos humeantes de comida callejera. 

Hagamos un salto temporal de 24 horas y espacial de 70 kilómetros al sur. De esta manera, ya estaremos instalados en el hotel de Tainan y volveremos a ser testigos de cómo la ciudad se despereza con el ocaso. Salgamos a dar un paseo por Shennong Street. Parece una simple calle decorada con farolillos y tiendas alternativas, pero conforme oscurece, poco a poco, se ilumina de colores suaves, van apareciendo los fotógrafos, y un músico adecúa la escena para convertirla con sus acordes de guitarra en un paseo romántico.

La mañana siguiente, el sol vuelve, desluciendo el entorno. La ciudad parece dormida; así que destacaremos únicamente la visita al Anping Tree House, un antiguo almacén de la Tait & Co; hoy, la nave es un amasijo de raíces aéreas de baniano que pisan tierra abrazando y asfixiando los muros de una casa que ya es accesoria del Ficus que un día la escoltó.

Junichirô Tanizaki argumentaba en "El elogio de la sombra" que Occidente relaciona la belleza con lo puro, lo blanco, lo luminoso; mientras que la cultura japonesa encuentra lo bello en la penumbra, en las sombras que resaltan cada pliegue y recoveco, dotando de profundidad y realidad a los objetos. Quizás sea un legado de la influencia colonial de Japón; o quizás Tanizaki asumió como japonés algo que era más universal; lo cierto es que, cuando en Taiwan las luces naturales dan paso a las artificiales, la ciudad desprende un halo diferente que huele a incienso.

Un mismo templo, que hacía unos minutos no ofrecía nada diferente, fue extendiendo sus alas conforme la tarde caía, en un despliegue evocador de farolillos amarillos que nos atrajo a su interior. Sonaba la madera de los moon blocks cayendo al suelo, respondiendo a las preguntas de los creyentes sobre su futuro; los devotos agachaban la cabeza como reproduciendo los movimientos a 1.5x, de pie y con las manos juntas. 

El hechizo nocturno podía comprobarse también en su vecino, el Matsu Temple, que nos recibió vestido de gala, reluciente, habiéndose desprendido ya de la capa tosca que le confería el día.

Acabamos la noche dejándonos perder por el Snail Alley, buscando la autenticidad en el refugio de la tenue opacidad de sus callejones.

El último día en Tainan, hipnotizados por el embrujo de las sombras, empezamos a encontrarlas, ahora reformuladas: desde el siglo XVII, en los juegos sobrios y geométricos del Confucius Temple, donde una pareja posaba para la sesión de fotos de su boda, con trajes tradicionales y un abanico enorme con el que ocultaban diferentes partes del cuerpo, en miradas sugerentes y de flirteo.

Los últimos destellos de oscuridad emergen solemnes, vagando del inframundo, en el Dongyue Temple, donde los familiares se acercan a contactar con sus muertos, construyendo un canal de comunicación a través de los médiums. En una sala contigua, una mujer daba vueltas sosteniendo una bandeja, mirando al infinito, al compás de los cantos de un vidente. La oscuridad de las sombras buscaba cernirse sobre el día, amparada en la penumbra del templo, para empezar una nueva jornada en la ciudad que despierta de noche.

(30 julio a 2 agosto)

lunes, 5 de agosto de 2024

Lazos místicos contra el terror y los seísmos: destellos del oeste de Taiwan (Changhua-Lukang-Puli-Sun Moon Lake-Jiji)

Estamos en la oficina de alquiler de coches; la explicación de las condiciones, las dudas y las respuestas (a lo que han interpretado que era la pregunta) se llevan a cabo mediante un traductor que va pasando de mano en mano. Reservado, el dependiente habla al móvil en voz baja, formando un cuenco con la mano, y espera que aparezca el texto traducido en pantalla. Una barrera de vergüenza impide agilizar la recepción de algunos mensajes con gestos. Durante dos días haremos ruta a cuatro ruedas hacia Chiayi, al suroeste. Casi una hora después de comunicación en diferido, el coche arranca. 

La primera parada se ve frustrada, pues confiábamos demasiado en el modo offline del Maps.me que nos había salvado en anteriores viajes. Error. Cuando el GPS, ebrio, no hacía más que reorientar y redirigir sin ton ni son, decidimos guiarnos por las señales de la carretera que apuntaban a Changhua, la pretendida segunda parada. 

Con miedo de no saber dónde podríamos aparcar para evitar el riesgo de multa, dejamos el coche en un parking antes de visitar el Nanyao temple. El sol pega fuerte y la humedad da consistencia al calor que respiramos y a la capa que se pega sobre nuestra piel. 

Tras una parada rápida para comer, vamos en busca del Nantian temple, que intuimos que es el que Google marca como "Kaihua". Previamente ya nos había pasado que los lugares aparecían con distintos apodos (porque la romanización difiere ortográficamente según el mapa elegido, o porque le nacen sobrenombres) por lo que asumimos este cambio de nombre como dentro de la norma... De camino, paramos en el Confucius temple, atraídos por su entrada circular. Descansamos momentáneamente bajo los aleros del tejado mientras Lara campaba a sus anchas con su ventilador portátil. 

Llegados al Kaihua temple, nos extrañamos de no ver los animatronics publicitados en la Lonely. Efectivamente, no era el que buscábamos... Preguntamos a una mujer, que nos recomienda no ir, por el contenido gore de los mismos; pero tras unos minutos dibujando parsimoniosamente un mapa, no muy detallado, pide ayuda a una chica más joven, que nos explica en inglés cómo llegar. De camino, rumbo al templo, aparece un coche que baja las ventanillas y nos ofrece acercarnos. Son la misma joven del Kaihua y su madre. El instinto materno de Violeta, erizado, veía en la escena a la Tamara Seisdedos y a su madre versión serial killer taiwanesas. Sonaba música de Tarantino en su cabeza, imaginando el movimiento defensivo que nos salvaría de una muerte violenta asegurada. Sus sospechas se redoblaron cuando el coche se metió en contradirección acompañado de una risa nerviosa de la Margarita Seisdedos que se afanaba por cambiar de carril. Contra todo pronóstico, llegamos sanos y salvos ante las puertas del templo, que cobija un pasaje del terror kitsch (los "18 Levels of Horror") diseñado para amedrentar al pueblo con los horrores que les esperarían en el inframundo si no seguían el camino correcto.

Los tres ancianos que se encargaban de la venta de entradas, dispersados en diferentes puntos de la estancia desolada, producían una sensación más creepy, aún si cabe, con sus sonrisas sospechosas y sobre estiradas cuando las miradas se encontraban, ensordeciendo la soledad del templo, y contribuyendo a la ambientación enrarecida previa al jump scare

Dentro, Lara disfrutaba con las marionetas electrónicas, que aderezadas de gritos, luces verdes y rojas, torturaban sin piedad a los malaventurados pecadores mientras ella reía nerviosa: 'Uhhh, ¡qué susto!"

A la salida, el sol siguió acompañando, inclemente,  la subida al monte Baguashan, donde un Buda gigante de veintipico metros descansaba plácidamente con las piernas cruzadas sobre una flor de loto, enmarcado por palmeras y con sus manos reposando contemplativas en posición Dhyana Mudra.

Lejos ya de Changhua, el atardecer nos pilló en una trampa para turistas. La web y la Lonely prometían vistas impactantes de un templo de cristal dedicado a Matsu que, con las luces encendidas tras el ocaso, resplandecía en su originalidad. La realidad fue más prosaica: las luces embellecían el templo, sí, pero, ofrecían más un aspecto hortera, que un aire sutil.

Al día siguiente, en Puli, nos acercamos hasta el BaoHu Temple Dimu. Esta vez, la sorpresa fue positiva. Hileras de farolillos amarillos conectaban la puerta de entrada con el segundo nivel, sobre el que se levantaba el primer templo. La lluvia comenzó a repicar sobre las tejas verdes. Las nubes descansaban desgajadas sobre las montañas cercanas. La escena comenzó a cubrirse de mística conforme subíamos niveles y se abría ante nosotros la vista de los tejados mojados que jugaban con el verde, azul y rojo sobre el paisaje montañoso al tiempo que una tenue niebla nos abrazaba. 

Mientras trataba de fotografiar los reflejos que un incensario dejaba sobre los charcos, la magia redobló su magnetismo frente al objetivo cuando apareció un traje amarillo danzando marcialmente, mezclando círculos, cambios de pasos que titubeaban si avanzar o retroceder, dejándose fluir a la improvisación; una mano escribía caracteres en el aire, como dictada por un poder divino que susurrara, mesiánico. Las mejores fotos son sin duda las que no se hacen; por suerte queda la palabra, que es menos intrusiva y más discreta. La estampa era de lo más cinematográfica: una Montserrat Baró imbuida de un aura zen en un traje amarillo Kill Bill. La mujer se movía rodeada de trajes blancos que la veneraban con la mirada y recibían extasiados la lluvia y su mensaje. Cuando acabó, un discípulo más sobreactuado tomó su turno. Era hora de volver.

El nubarrón fue retrocediendo conforme nos acercamos a Sun Moon Lake, que nos recibió, soleado y resplandeciente, ofreciendo unas inmejorables vistas del lago desde el Longfeng temple. Este templo está dedicado a Yue Lao, la versión china tercera edad de Cupido. Este dios del amor une a las parejas con un lazo que amarrará para siempre su destino y permitirá que acaben encontrándose.

Siguiendo el recorrido por el lago, subimos los 365 escalones del Wenwu temple y terminamos tratando de subir los que llevaban a la cima de la Ci'en Pagoda, pero para cuando llegamos a los pies de esta última, tras 700 metros de ascenso de embarrado camino, un cartel informaba que permanecería cerrada hasta la mañana siguiente.

Nuestra última parada del día fue en Jiji, donde queríamos comprobar los estragos que el terremoto del 21 de septiembre de 1999 había hecho en el templo Wuchang. La escasez de luz solo permitía ver cómo el movimiento de tierra había succionado la base, sin completar la tarea de tragar la parte central del edificio, dejando tras su paso un templo de naipes a medio caer, que aún hoy resiste, inclinado.

Condujimos ya a oscuras hasta Chiayi, donde devolveríamos el coche a la mañana siguiente. Los puestos de las binlang girls se sucedían tratando de atraer clientes de la carretera con sus escaparates a lo Red Light District. Las luces de neón figuran un lazo más efímero y vano que los utilizados por Yue Lao, pero atrapa de igual manera a algunos conductores cansados, con su adicción a la nuez de betel, mascada como estimulante.

Por suerte para nosotros, el mayor remedio al volante para mantenernos despiertos eran las ganas de jugar de Lara, su negativa al sueño, y sus gritos de animadora cuando cruzábamos un túnel (¡túnel!, ¡túnel!, ¡túnel!, ¡túnel!).

(28 a 29 julio)