martes, 22 de agosto de 2023

Embalsamar el tiempo (Gyeongju-Andong-Hahoe)

Llegamos a Gyeongju, antigua capital del reino de Silla, por la mañana, pero entre las gestiones para conseguir billetes de bus y la llegada al alojamiento, es ya casi mediodía cuando estamos listos para salir.

Regenta el hostal una mujer vestida toda de negro, con el móvil como extensión de su mano y la prisa en el cuerpo como si tuviera un chaleco bomba con cuenta atrás. Cada información que nos va dando parece que se le vaya ocurriendo con una urgencia que escapa antes de su boca que de su pensamiento. Su hiperactividad se intensifica en taquicardia cuando Lara, que está encima del colchón, cae de la cama. ¡PUM! La mujer suelta un gritito y empieza a espolsar a Lara de la cabeza a los pies, como realizando un ritual de limpieza de energías negativas. Con una mano en el pecho se disculpa explicando que le ha afectado mucho la escena y desaparece.

Salimos a conocer la ciudad. El Bulguksa Temple quedó un poco deslucido tras la reciente visita al Beomeosa. Si bien es cierto que tiene 150 años más y el desgaste de los colores le ofrece un extra de autenticidad, el templo estaba abarrotado y era difícil intuir la tranquilidad y la calma que se le supondrían. La manera de encontrarlas fue subiendo a los niveles superiores del templo, cuyas escaleras servían de filtro, descargando el templo de turistas allí donde los farolillos lo sombreaban de colores.

Comimos por las inmediaciones y salimos (creyéndonos) rumbo a la siguiente parada, animados por la mujer de la oficina de turismo que nos dijo que no nos preocupásemos por dónde cogiéramos el bus porque el trayecto era circular. Craso error... Por suerte, como estábamos comprobando el GPS, nos dimos cuenta de que íbamos en sentido opuesto. Bajamos en medio de la carretera, al paso de dos ciudades, y esperamos al siguiente transporte acompañados de otros dos turistas que corrían la misma suerte.

Ya en el centro de Gyeongju, visitando  Cheomseongdae, una torre-observatorio astronómico del siglo VII, paseamos por los jardines, que albergaban un pasadizo con calabazas de diferentes tamaños y los colores del otoño, sostenidas todas en un arco. Cruzarlo hacía que nos sintiésemos atravesando un agujero de gusano que conectase con las inmediaciones del castillo de un cuento de hadas.

Buscando la zona de Daereungwon, nos encontramos rodeando la tumba del rey Naemul, en un camino que nos lleva hasta la Gyochon Hanok Village. Aprovechamos el desvío para deambular por las calles de esta antigua aldea, hoy un núcleo de hanoks restaurados y convertidos en negocios.

De allí al Woljeonggyo Bridge hay solo unos pocos metros. El puente, con dos bellos pabellones a cada lado, nos guiaría hasta el camino que lleva al Daereungwon Ancient Tomb Complex, pero el atardecer se acerca y queremos asegurarnos de llegar a tiempo, por lo que decidimos utilizar el transporte público. Bad choice

La espera se alarga y pregunto en una tienda cercana a la parada. El tendero, desenvainando su Papagayo, nos explica que esa línea en concreto suele pasar con poca frecuencia. Unos diez minutos más tarde, apurado por vernos plantados, nos trae dos vasos de agua fresca.


Para cuando llegamos a Daereungwon, el atardecer está a punto de inflamar el cielo. Este complejo es un parque que alberga una veintena de tumulis, o tumbas reales del periodo del reino de Silla. El ser humano lleva milenios buscando la fórmula de trascender, de alargar como un chicle el partido. El verdor de los tumulis demuestra que de alguna manera el bucle continuo de la vida se preserva.

Al tratarse de tumbas escondidas bajo los montículos, existe solo un espacio designado para fotografiar de cerca; fuera del mismo, las multas por pisar el verde real son severas. Pedimos a una chica que nos haga una foto entre las chepas de tierra y ella se empeña en que le demos permiso para grabar también un vídeo. Tras el posado, muestra encantada, esperando nuestra aprobación, un archivo estático que solo se intuye grabación por el audio y el temblor del encuadre. Fotografía capturada en movimiento.

Ya es totalmente de noche al salir del restaurante donde hemos cenado, pero nos animamos a ir hasta el Anapji Pond, para ver la famosa iluminación de los tres pabellones.

Las colas de entrada recuerdan a las que se crean al entrar en un campo de fútbol. El avance es rápido y organizado, dando a entender que el gentío es habitual a estas horas. Entramos a las 21h; nos queda una hora antes del cierre.

Los focos juegan con los reflejos del estanque, y a cada paso, reclaman un nuevo retrato de larga exposición que inmortalice su espectacular traje de luces y sombras. 15 minutos antes de las 22h, los seguridades empiezan a guiarnos hacia la salida con linternas rojas de señalización, recordando amablemente con sus conos en movimiento, y sobre todo con mucha paciencia, que el recinto cerrará pronto sus puertas. Apurando los últimos minutos, seguimos las luces, rezagados, dejando que nos recoja el coche escoba.

Al día siguiente llegamos a Andong. Compramos billetes para salir el mediodía siguiente a Seoul, último destino antes de volver a casa, y esperamos el bus que nos lleve desde la terminal hasta el alojamiento. Un día más, nos encontramos yendo en sentido opuesto y, para subsanar el error, hemos de bajar en una parada, a la entrada de una autopista, equipada con cuatro sillas viejas para soportar la espera. Aún queda una hora para que pase el siguiente bus de la línea que esperábamos, así que decidimos preguntar con señas al próximo, sea cual sea, por si alguno volviese a la terminal. Tenemos suerte.

De vuelta a la casilla de salida, un autobusero nos dice que su coche nos deja cerca del hostal. Tras hacer unas llamadas a otro conductor y averiguar que un compañero nos acerca más, detiene el autocar para que cambiemos al bus trasero. Por fin, llegamos al centro de Andong.

Descansados y con energías renovadas para ir a cenar, nos dirigimos a Food Street. Encontramos una de las calles paralelas repletas de figuras en forma de huevo que acompañan, con el nombre de la ciudad, el paseo que refresca un riachuelo artificial nacido de los laterales de unas mesas públicas que hacen a la vez de fuente. Lara pide, emocionada, acercarse a cada uno de ellos.

La Lonely, Google y la información que nos entregaron en la recepción del hotel ofrecían datos contradictorios (tanto de horarios como de buses) sobre cómo llegar a Hahoe; en lo que todos coincidían era en la escasa frecuencia con que pasaban los autobuses. Así que, al día siguiente madrugamos para tener tiempo de visitar la aldea.

Conseguimos llegar al Centro de Información Turística de Hahoe antes de que abran las oficinas de turismo. Un agradable paseo a la sombra de los árboles lleva hasta el pueblo. Encontramos el sendero lleno de libélulas, una cortina de alas negras que escapan volando tímidas, en pequeños saltos, cada vez que nos acercamos.

Una vez en el pueblo, los oscuros tejados de las familias adineradas se entremezclan con los más básicos de paja. La casi exclusividad para pasear por las aletargadas callejuelas de esta aldea tradicional, los letreros en los portones de madera, los pilares y las puertas correderas de papel nos transportan a una pretérita Corea, previa a la ocupación japonesa. Gracias a su emplazamiento, rodeada por el meandro de un río que la preservó de invasiones, la aldea consiguió permanecer embalsamada en el tiempo.

En las afueras del pueblo nos encontramos tres columpios gigantes. Una niña coreana se impulsa de pie sobre uno de ellos mirando al infinito, tratando de conseguir los 45 grados en una escena donde la única huella cronológica está en la ropa. En el escenario de hanoks, el tiempo parece retornar con cada empuje. El juego se columpia en un eco de la Historia; atrapa el tiempo en cápsulas de cristal; lo detiene entre paréntesis; la diversión, el bálsamo. El gozo de la vida es la resistencia al paso del tiempo: su escape. La niña baja del columpio que queda meciéndose en el aire. ¡Nos toca!

(12 a 14 de agosto)

viernes, 18 de agosto de 2023

Donde el 4 es el 13, el 5 es el 3 (Busan)

Llegamos a mediodía al Hotel Soyu. Los tres estamos muertos del madrugón para llegar a Busan, así que hacemos una minisiesta, interrumpida por una llamada de recepción. El encargado se disculpa por la habitación que nos ha dado su compañero y nos ofrece una más grande para que estemos más cómodos. Mucho mejor.

La habitación está en un "quinto piso"; y entrecomillo, por dos razones: una, que los coreanos empiezan a contar el primero como el piso a pie de calle; la segunda, que algunos edificios deciden obviar el piso cuatro por superstición, por lo que nuestra habitación del quinto piso estaba ubicada, para nosotros, en un tercero.

Por la tarde damos un paseo por los alrededores. Empezamos por Bosu Book Street, un callejón abarrotado de montañas de libros de segunda mano. Lara hace estragos con sus andares independientes y seguros a lo Charlot, y la propietaria de una de las tiendas se vuelve loca con ella pidiendo fotos.

Bajamos hasta BIFF Square, el Hollywood Boulevard de Busan, en busca de la huella de la mano de Kim Ki-duk. Posar allí la mano fue como concederle un "aquí empezó el viaje": con el director de las pocas palabras, la violencia, los personajes marginados y las metáforas visuales por el que me enamoré del cine surcoreano.

Camino al Lotte Department Store vimos los rescoldos que quedaban del Jagalchi Market, el mercado de pescado que visitaríamos al día siguiente; hoy ya recogía sus bártulos.

El agua conectó los dos lugares, pues este centro comercial presume de tener la fuente musical de interior más grande del mundo. Paseamos por el piso 13, que incluye un jardín con vistas al puerto, compramos provisiones, y disfrutamos de las caras de asombro de Lara mientras la fuente daba su espectáculo musical, que concluyó con una cortina de gotas formando la palabra Lotte en el aire que comenzaban a esparcirse.

El segundo día nos dedicamos más a fondo a conocer el mercado de Jagalchi. Cangrejos, anguilas, gusanos, conchas, caracoles, pulpos y otros diversos animales marinos esperaban expuestos en peceras a ser escogidos en la primera planta para luego ser troceados o cocinados en la segunda. Un parquecito con vistas corona el octavo piso.

Lo que queda de mañana y parte de la tarde lo dedicamos a la Gamcheon Village, un proyecto cultural que surgió de la idea de revitalizar un barrio de refugiados a golpe de arte, como ya lo había hecho el ave fénix de Ihwa, en Seoul. Diferentes artistas pusieron su grano de arena hace casi 15 años para dar color al barrio más empobrecido de Busan. El leitmotiv escogido fue los peces de madera, las casas y el Principito.

Las casas de techos multicolores, dispuestas a lo largo de una ladera, parecen brotar como setas pintadas con tizas de colores en un patio infantil: una primavera imaginada por la inocencia más desacomplejada.

Durante todo el trayecto, Lara aporta la curiosidad y la espontaneidad del personaje de Saint-Exupéry. Cada vez que encontramos una figura, ella la llena de saludos y besos, aunque acabe con la cara hecha un poema tras recoger la suciedad de todas y cada una. Ojalá no pierda la capacidad de ver el elefante devorado por la serpiente donde nosotros aprendimos a ver solo un sombrero y siga soñando aldeas de colores.

Por la tarde tratamos de cruzar el Songdo Yonggung Suspension Bridge, pero está cerrado por amenaza de fuertes vientos; sin embargo, el teleférico que conecta con Songdo Beach funciona sin problemas; así que nos montamos en una de las cabinas que cruzan sobre el mar para acercarnos hasta el bus que nos lleve al Choryang Observatory, donde empieza a atardecer sobre el conjunto de rascacielos que destaca bicolor sobre el paisaje, cual luciérnagas iluminadas por la luz de la golden hour, como si los bloques acristalados reaccionasen químicamente reverdeciendo con los últimos rayos de sol.

Aún no lo sabemos, pero se avecina un tifón. La melodía de Royal Blood (Typhoon) empieza a sonar en la distancia, reverberando con cada gota de lluvia que se aproxima. Amanece lloviendo y leemos que Khanun (el nombre con que han bautizado a este fenómeno) hará su aparición durante la noche y mañana siguientes.

Como vamos decidiendo las noches sobre la marcha, tuvimos capacidad de reacción para flexibilizar los planes, y alargar dos noches más asegurándonos visitar la costa de Busan.

Nos ponemos los chubasqueros y salimos camino al Beomeosa Temple, con parada en la estación de buses para comprar los billetes que nos llevarán a Gyeongju en tres días.

Por las inclemencias del tiempo, hoy la visita a Beomeosa es gratuita. Una mujer observa la lluvia, de espaldas a la puerta, cuando entramos a la oficina de turismo del templo. Se sorprende al vernos, doblemente al reparar en Lara, y empieza a darnos conversación, animada, para acabar pidiéndonos que vayamos con cuidado de no resbalar.

La fina lluvia que cae transportada por el viento, la neblina que viste los montes circundantes y la ausencia casi total de turistas hacen más especial la visita. Los colores del templo, apagados por las nubes, mimetizan la estructura con la quietud y la espiritualidad del apartado paraje. El moktak (instrumento para la oración budista) parece acompañar la escena con sonidos de naturaleza acordes al retiro y la meditación.

Las últimas lluvias del día las pasamos resguardados en el Bujeon Market. Caminamos por calles de comida, montones de algas, reflejos plateados de pescadito seco, y platos de almejas y marisco emplatados en espiral. Nos llama mucho la atención el ingenio del sistema espanta-insectos que han montado: sobre los platos, cintas atadas a los ventiladores bailan espasmódicamente impidiendo que las moscas encuentren tranquilidad para su deseado banquete.

Acabamos el día paseando por Seomyeon Street, posando sobre el arte callejero que desafía la percepción de las dimensiones; y mientras cae la tarde, nos tomamos un cálido café en Jeonpo Street.

El cuarto día, la calma reina en nuestra habitación de hotel mientras Khanun sopla con fuerza. Fuera, la superstición numérica coreana parecía justificada. Aprovechamos el encierro para acabar de decidir y atar los últimos pasos en Corea. En recepción nos informan de que el tifón abandonará la zona a mediodía, por lo que preparamos la colada para salir en cuanto sea viable.

Sobre las 14h estamos comiendo en un restaurante chino exquisito (Hwaguk Chinese Restaurant) que según una guía del hotel ha sido escenario de películas coreanas como New World y Nameless Gangster.

Esa tarde, nuestra excursión es infructuosa. Tras unas dos horas de trayecto en metro y bus, encontramos el templo Haedong Yonggungsa cerrado. Cuando preguntamos las razones, recibimos unos brazos en cruz por respuesta (el templo está cerrado). Suponemos que, aunque el temporal ya pareciese solo un recuerdo del que quedaba un agradable airecillo, habían decidido prevenir. Así que nos encuentra el atardecer en el camino de vuelta.

El último día en Busan seguimos topándonos con medidas tomadas por el tifón: el camino de costa de Igidae también está cerrado. Aprovechamos para preguntar en una oficina de turismo por el templo cuya visita se frustró ayer. Tras un par de llamadas, nos informan que hoy está abierto, por lo que después de pasear por el suelo acristalado del Oryukdo Skywalk, que conecta el acantilado con unos metros al vacío adentrándose mar adentro, salimos de nuevo hacia el templo.

Haedong Yonggunsa tiene la peculiaridad de estar construido sobre unas rocas a pie de mar. Cruzando el puente que lleva a la entrada, una vez más, nos encontramos el templo engalanado con farolillos multicolores. Lara se dedica a correr y a imitar, frente a frente, el movimiento de unos pequeños monjes de plástico que asienten incansables como lo hacen ella y el brazo del gato de la fortuna.

Por la tarde nos mojamos los pies en Haeundae Beach, rodeada de rascacielos imponentes que parecen intentar encajar en el paisaje compensando con el azul de sus escamas. No es posible introducir más que nuestros pies, pues unos "socorristas de seguridad", a golpe de silbato y porras de luz roja se pasean, arriba y abajo, asegurándose de que nadie entre más de la cuenta, persiguiendo hasta la saciedad a los atrevidos que intentan esquivarlos haciéndose los despistados reclamando un posado playero para sus redes.

Nos despedimos de la ciudad desde otra playa, la Gwangalli Beach. Un musical de teatro al aire libre pone la banda sonora a nuestra despedida mientras los actores bailan, sonrientes y exagerando sus pasos a los pies del Gwangan, donde las luces empiezan a iluminar la oscuridad y el puente sirve de icono a la postal urbana, nocturna y romántica de la costa de Busan.

(7 a 11 de agosto)

domingo, 13 de agosto de 2023

Stamp tour (Suwon-Jeonju)

Tras un desayuno fuerte en Seoul, donde hicimos noche de escala desde Jeju, cogimos el metro que nos acercaría a Suwon. Durante el trayecto, observando a la gente que nos acompañaba, fuimos reconociendo un collage, una estampa de movimientos, marcas y vestimentas de esta escena coreana: los ventiladores de mano y el movimiento pendular con el que acarician su rostro; la marca de National Geographic, omnipresente; los gorros de ala grande que llevan algunas mujeres cuya forma convexa recuerda ligeramente a la cofia de The Handmaid's Tale, o las viseras-diadema-frontal de mejillón son solo algunos de los destellos que captamos.

Encontramos cerrada la oficina de información y turismo, como ya nos había ocurrido anteriormente, donde los lunch break se respetan con pulcritud. Sorprendentemente pese a su puesto de trabajo, no esperéis ni un gran inglés, ni muchas sugerencias; eso sí, te facilitarán un mapa. Cuando hemos pedido recomendaciones, nos derivan con su palma abierta a la imagen del mapa con una sonrisa y despliegan la mano sobre el mismo. All possibilities. Choose yourself.

Tras pelearnos por entender la red de buses, que resultaba más lógica una vez conocida, llegamos al alojamiento para dejar nuestro equipaje. El hostal era el típico lugar de mochileros, con habitaciones de literas, toallas Korean style (el trapo justo para no cubrir una cintura) y cuyo desayuno eran dos Yatekomo coreanos que nos entregaron al hacer el check-inDo it yourself.

Comenzamos nuestra visita en Paldalmun, una de las cuatro puertas principales que comunicaban la fortaleza de la ciudad con el exterior. En la oficina de turismo cercana, una mujer nos explicó que había unos "pasaportes" que podíamos ir sellando al pasar por los puntos más relevantes de la ciudad; sólo había  que  localizar las casetas que guardaban el sello y la almohadilla de tinta. Challenge accepted.

Lo que empezó siendo un juego para Lara (no tanto el objetivo, sino el momento de sellar) acabó siendo nuestra motivación para recorrer la muralla. 

Empezamos, con un breve respiro al sol, en la calle que llegaba hasta Hwaseong Haenggung: tiendecillas de artesanía, algún que otro mural pintado y unos bancos públicos convertidos en alforjas con flores en los aleros.

Hwaseong Haenggung fue un palacio temporal del rey Jeongjo; refugio para tiempo de guerra, y lugar de descanso cuando venía a visitar la tumba de su padre, el (ex) príncipe heredero Sado (que había sido condenado por su padre, el rey Yeongjo, a morir encerrado —sellado— en un cofre de arroz). Sellar su destino à morir sellado à lleno de sellos à impreso de estampas... Supongo que es nuestro sueño al morir: Seguir, de alguna manera (que por cierto comparte etimología con sello), aunque sea como un recuerdo, habiendo dejado impresión, firma... Filatelia vital...

Desde el palacio, gracias al gigante Buda dorado, localizamos el templo Daeseungwon, y subimos hasta allí antes de llegar al punto más alto de esa parte de la muralla: el Seojangdae, en la cima del monte Paldalsan.

Desde allí paseamos, ya mayoritariamente en descenso, por la cresta de la muralla hasta la puerta oeste Hwaseomun, donde seguimos el trayecto a pie de muralla hasta Janganmun (la puerta norte). Lara duerme porteada mientras cruzamos por la puerta secreta (Bukammun) hasta el lago Yongyeon. —Las puertas son sellos, que también sirven para preservar un mensaje del mensajero, para reservárselo al destinatario. Sigilo y sello también comparten raíz.

Los sauces llorones empiezan a filtrar entre sus ramas el atardecer, concediendo a la escena un matiz aún más romántico. Los amantes y las familias buscaban su lugar en la escena. Alucinamos con la preparación para el picnic de algunas parejas, que traían carritos de arrastre con todo tipo de detalles: ramos de flores de plástico, peluches, o incluso espejos con forma de corazón.

Cenamos pasada la puerta este (Changnyeongmun), y acabamos de poner el último sello del tour en Namsumun, al sur, con las luces anaranjadas iluminando los monumentos y sellando la victoria juntando las manos en celebración de equipo. El sello como unión.

Al día siguiente, un tren nos lleva hasta Jeonju. En la taquilla de la estación de destino intentamos comunicarnos para saber si nos compensa comprar el billete suelto a Busan o pagar el KR Pass. Como el mensaje no consigue traspasar la barrera de las lenguas, la mujer de taquilla saca la mano en gesto de paciencia, esto lo soluciono yo; coge su móvil, abre la aplicación Papagayo, y la comunicación empieza a fluir, en diferido y con interrupciones, mientras nos pasamos el móvil-testigo para hablar o leer la traducción, como si se tratase de un partido comunicativo de tenis tecnológico. La lengua como sello, signo del pensamiento, al que imprime distinción.

Para salir mañana a Busan la mejor opción parece el bus, porque durando prácticamente lo mismo, es más económico, y en el tren tendríamos que hacer el trayecto de pie. 

Pues allá que vamos a la estación de buses con nuestras mochilas. Tras la gestión, dejamos nuestro equipaje en el hanok (una casa tradicional) donde nos hospedaremos y salimos a comer para probar dos de los platos típicos: el bibimbap (original de Jeonju) y el tteokgalbi (una hamburguesa de costilla, muy tierna).

Cuando comenzamos a visitar la ciudad, el chispeo empieza a amenazar con aguar la visita; pero por suerte, la lluvia no llegará hasta más tarde. Por el momento, tenemos vistas desde el templo Omokdae al Hanok Village, la zona de la ciudad que callejearemos. 

De bajada, paseamos hasta encontrar el Jeonju Hyanggyo, una academia confuciana con una entrada donde se respiraba la calma que huía del agitado centro y con unos árboles ginkgo que custodian el camino.

Cruzando el puente Namcheongyo, nuestros pasos nos llevaron hasta la Jeondong Catholic Church, frente a la entrada del Gyeonggijeon. Este último lugar de culto guarda el retrato del fundador de la dinastía de Joseon.

Paseamos tranquilamente por el santuario mientras una pareja de enamorados vestidos con hanboks se tomaban fotos; y hacia el final de la visita, empezó a diluviar, por lo que buscamos refugio en una cafetería donde cerrar el día —el sello como conclusión—. La cafetería nos brindó vistas de los tejados estilo Joseon (curvos y de teja negra, sello de la casa).

Mañana madrugamos para salir a Busan, así que hay que poner el (último) sello al relato por hoy, que se nos hace tarde.

(5 a 6 de julio)

miércoles, 9 de agosto de 2023

Las sirenas arrugadas (Islas de Jeju y Udo)

Dejemos al inmenso Seoul alejándose por la ventanilla del avión y entremos de lleno en la bandera surcoreana: cumpliendo con los símbolos de los trigramas que rodean el Yin y el Yang sobre el blanco, nos desplazaremos por aire, tierra y mar dejando que el sol complete sobre nuestras cabezas el cuarto de ellos, fuego. 

Desde el aire, antes de aterrizar, nos topamos con unas vistas privilegiadas al verde promontorio volcánico que domina la isla de Biyangdo, la cual extiende sus aguas azul turquesa luminiscentes para tocar la playa de Hyeopjae (en la vecina Jeju), donde acabaremos nuestra visita.

Desde el primer momento en tierra resuenan ecos oceánicos con los carteles de musgo que dan la bienvenida a modo photocall.

En la tienda Pokémon, un Pikachu convertido en hareubang atrae con cantos de haenyeo a Lara mientras sostiene una mandarina; sintetizando el misticismo volcánico de la isla y la cultura manga.

Jeju es la isla de los hareubang, unas estatuas antropomorfas de basalto coronadas con un sombrero entre el bombín boliviano, el gorro de lana y el bombín del payaso rosa del circo de Playmobil. Estas representaciones petrificadas de la senectud (hareubang en el dialecto de Jeju significa "abuelos"), que sirven de mojones y dan protección a sus habitantes, dominan la isla, y son el símbolo por antonomasia de Jeju. Pero la isla nos ofrecerá más y mejores ejemplos de cómo dar el valor que se merece a la ancianidad.

Para trasladarnos por tierra alquilamos un coche eléctrico. 

El primer día avanzamos mucho menos de lo planeado... entre la llegada, el parón para comer, la velocidad media permitida (unos 45km/h de media) y que muchos lugares turísticos cierran entre las 17h y las 18h, ya solo nos quedaba mojar nuestras espinillas en la playa Hamdeok mientras Lara descubría asqueada el tacto de las algas y se repetía un "no passa res" moviendo la manitas para autoconvencerse, cada vez que el mar las empujaba hacia sus piernas.

Con el sol ya puesto, nos encontramos la puerta del hostal vacía, con un montón de carteles con información exclusivamente en coreano, un número de teléfono, un ascensor, y un teléfono que no funcionaba (que apareció cuando Violeta expresó indignada "¿por qué no ponen un teléfono para llamar?"). Por suerte, en casi toda la isla hay WiFi gratuito, y pudimos mandar un mensaje digital en botella virtual desde el chat de Booking. Apareció una mujer que no hablaba inglés, pero consiguió guiarnos hasta la habitación. Cerramos el día con una barbacoa de black pork, especialidad de Jeju.

Al amanecer del día siguiente subimos los 500 escalones que llevan a la cima del cráter Seongsan Ilchulbong. En la cresta, la mañana estaba nublada, pero un grupo de coreanos posaba para un aficionado que aprovechaba las sombras que crea el contraluz. 

Cuando pedimos una instantánea, el hombre nos convirtió en modelos improvisados y empezó a exigirnos poses Asian style: sonrisa y mano cerrada exceptuando el pulgar sobre el índice (símbolo coreano del corazón); sonrisa y puño en alto, victorioso; choque de puños coronado por un thumbs up; el "fuck you" rapero a la inglesa... Pero el momento álgido fue la cara de situación de Violeta cuando el hombre le pidió que ladease la cabeza, pusiese mirada soñadora mientras me sonreía, y crease un nido para su barbilla juntando las palmas de las manos a las mejillas.

Tras descender la empinada bajada, con las camisetas chopadas de sudor y humedad, probamos el helado de mandarina, la fruta de Jeju.

Ningún visitante puede escapar al cítrico: jabones aromatizados, postres de sabor a mandarina, puestos vendiéndolas a granel, o incluso gorras para vestir de auténticos coreano-mandarinos. 

Con fuerzas repuestas, nos dirigimos a la cercana isla de Udo, la isla de los cacahuetes. Cumpliendo con el tercer trigrama, nos dejamos transportar desde la cubierta de un barco, con la ilusión de estrenarnos conduciendo un sidecar para visitar Udo. Desgraciadamente nos encontramos con las trabas (no sabemos si legales o recelos y excusas por ser extranjeros) de que no teníamos el carnet de conducir coreano (no les servía el internacional), que éramos tres para un automóvil de dos, y que para colmo, aunque nos dejasen, nuestro carnet internacional no tenía sello en "vehículos tipo A".

Sea como fuere, solo nos quedaba la opción de visitar la isla en un hop-on-and-hop-off bus. Así que disfrutamos de las reducidas paradas. Primero, tomando un helado de cacahuete cerca de la Geommeolle Beach, con vistas espectaculares al brazo verde de tierra que la recoge. 

Después, parando en la alfombra blanca de la Hongjodangoe, como cubierta de nieve, radiante por el sol que se refleja sobre los restos de algas coralinas (rodolitos) que sustituyen a la arena.

De vuelta en Jeju, presenciamos cómo en la isla se hacen realidad historias de sirenas, encarnadas en las arrugas de las haenyeo.

Estas mujeres, que tienen entre 50 y 80 años, descienden en apnea hasta 10 metros de profundidad para pescar abulones y caracolas. Decididos a conocerlas y atraídos por un cartel que anunciaba performance a las 14h, fuimos a comer al restaurante que tienen a pie de playa. Nos sirvieron jeonbokjuk, unas gachas de arroz con abulón. A la hora prometida, y guiados por la voz que salía de un altavoz, nos unimos a la reunión de turistas que esperaban.

Dos haenyeo comenzaron a cortar a rodajas, a demanda para los que iban pidiendo previo acuerdo de pago, piñas de mar o meongge (un corazón de espinosa coraza), caracolas y abulones que se retorcían mientras los cortaban a juliana.

Nos quedamos sin escuchar el sumbisori, el canto que emiten estas vetustas sirenas al llegar a la superficie mientras intercambian el dióxido de carbono acumulado por oxígeno. La piel de estas sirenas, su neopreno, no se arruga con el agua, sino que gana flexibilidad con la experiencia.

Por la tarde nos dirigimos a Seongeup Folk Village, donde paseamos por las casas tradicionales de techo de paja. A diferencia de otras aldeas tradicionales, aquí los habitantes de Seongeup pararon el tiempo preservando el estilo de sus antepasados. Acabamos la tarde cenando una barbacoa en Seogwipo-si.

El día siguiente se hace algo corto, pues la mañana la tenemos que dedicar a hacer la colada y organizar los siguientes pasos. Como el horario de comida es reducido, a las 17h empiezan a cerrar todo, y la velocidad de conducción es tan mínima, nos da el tiempo justo para visitar tres lugares. 

Primero, las cascadas vecinas Sojeongbang y Jeongbang; la segunda es la única en Corea que cae directamente al mar, por lo que esperábamos una imagen más espectacular; sin embargo, el viento y la acumulación de gente la desmejoraban considerablemente. 

La siguiente parada fue un agradable paseo hasta la cascada Cheonjiyeon. Junto al río, los hareubang y otros diferentes objetos dispuestos en el camino servían de descanso y atracción al posado para selfis. De vuelta, una garza real paseaba en la otra orilla, disimulando su presencia.

Nos atardeció con vistas a Oedolgae, una roca de 20 metros que sobresale como un índice señalando el cielo. El oleaje mostraba su intensidad intentando superar el listón marcado por la roca, como si estuviera compitiendo a salto de altura con su propia sombra.

Al día siguiente el oleaje seguía picado, mostrándose fiero y juguetón a partes iguales en el Jusangjeollidae, motivo por el cuál no pudimos visitar la costa de Yongmeori que habían cerrado por motivos de seguridad.

Pero desde el signo de "cerrado" divisamos un templo cuyo Buda destacaba en la falda de la montaña, así que nos acercamos hasta allí. Recorrimos las escaleras de la parte externa del Sangbangsan Bomunsa custodiados por un lado por figuras que representaban los animales del horóscopo chino, y escoltados por el otro por Budas vestidos de diferentes colores festivos que echaban su plácida mirada sobre nuestros pasos. 

Tras comer, nos dimos un baño baby friendly en Hyeopjae beach, donde Lara era la única a la que cubría mínimamente el agua cuando las olas venían más altas, puesto que el área de baño estaba acotada y el agua no nos cubría más que la cintura. Eso sí, los niños coreanos iban preparados con la protección full equip: chaleco salvavidas, manguitos y flotador; a lo Transformer acuático.

Ya en el avión, sobrevolando Jeju y mirando por la ventanilla, nos despedimos de la isla de las sirenas arrugadas, que consiguen modificar la imagen de estas criaturas, demostrando que un cuerpo con estrías puede estar más capacitado que uno definido y que la belleza puede tener pliegues y continuar seduciendo con su canto.

(1 a 4 de agosto)

sábado, 5 de agosto de 2023

Viajar: Reflexiones de un chinchetero (Barcelona-Seoul)

El concepto de “chinchetero” lo escuché por primera vez de mi amigo Guille Gironés. Lo escuchó a su vez de unos compañeros de viaje que utilizaban la idea para criticar la fijación coleccionista de los viajeros que se centran en acumular países en la mochila. Quizás sea cierto que haya cierta obsesión en mi sed de recorrer el mundo; pero creo que hay algo más en ese hambre. 

Por ejemplo, el anhelo de entender. Los primeros días al pisar tierra extraña, me descubro intentando clasificar y encajar lo nuevo: empieza la observación. Al principio uno está atento, abriendo todos los poros de la piel para captar y registrar las diferencias que encuadren la esencia de la cultura visitada. Al empezar un nuevo viaje, uno trata de auscultar la cultura que late bajo el país, pues, como en medicina, el diagnóstico suele deducirse de una exploración. 

Pero no puedo negar la fijación por seguir viajando. Durante las primeras noches de jet lag, me preguntaba qué provoca exactamente ese síndrome de abstinencia, y lo reconocí en la misma fiebre impulsiva de los buscadores de oro: nos mueve la necesidad de responder a la llamada de la fiebre (que siempre seduce con la promesa de encontrar). Unos, atraídos por la del oro, buscando fortuna; otros, perseguimos el Grial del encuentro con lo exótico, lo diferente.

Y por eso aterrizó nuestra chincheta en Corea: por el deseo de encontrarnos con lo exótico. El primer día hábil (pues el anterior ya habíamos llegado por la tarde), la búsqueda resultó así: no encontramos lo exótico paseando por el arroyo Cheonggyecheon (quitando la escultura cromática de una caracola gigante); tampoco en el City Hall (si no es por albergar un jardín vertical en su interior); encontramos un destello delante del palacio Deoksugung al presenciar el cambio de guardia (y solo un destello, pues la artificialidad contaminaba el efecto). En el Mercado Namdaemun, el bulgogi que comimos empezó a desafiar los sentidos, pero grupos de scouts, que están celebrando un encuentro mundial por estas fechas, plagaban cada rincón (restando autenticidad a un escenario lleno de extras).

La primera confrontación a la idea de lo exótico llegó en el barrio Myeong-dong con una mujer que paró en la calle para ofrecernos un paraguas que aplacara el inclemente sol. En el primer momento nos sobrevino el pudor a dejarse ayudar, pero su insistencia y su explicación (it's for the baby) levantaron las defensas. Protegidos ahora bajo el parasol, una idea comenzó a brotar: ¿no será lo exótico un espejismo? Al fin y al cabo, ¿no es cada cultura sino la adaptación y respuesta de cada ser humano a su entorno?, ¿realmente somos tan diferentes?

Con estas ideas germinando, un teleférico nos llevó hasta los pies de la Namsan Tower. Allí, una abrumadora cantidad de hechizos de amor "eterno" se amontonaban en las barandillas como hormigas de caramelos multicolores caminando unas sobre otras. Algunos candados habían perdido su encantamiento, pues Lara iba comprobando uno a uno y conseguía cazar entre sus manitas varios amores frustrados reconvertidos en trofeos que mostraba orgullosa.

Tras recrearnos con las vistas de Seoul desde arriba, llenamos nuestros estómagos con una barbacoa coreana en el restaurante 853. 

Al día siguiente, el templo Jogyesa nos recibió engalanado con flores de loto que permitían un paseo entre macetas que entibiaba el ambiente con la imaginación de estar atravesando un estanque.

En el Palacio Gyeongbokgung, los hanboks (el traje tradicional coreano) sobreimprimían el entorno con un recuerdo, una transparencia temporal pintada con los colores de la dinastía Joseon. 

Un gran porcentaje de turistas (coreanos, foráneos y scouts) vestían con los ropajes alquilados para posar ante las cámaras de sus móviles. De caderas para abajo, destacaban los colores pastel de las faldas de ellas; arriba, despuntaban las semitransparencias negras de las copas de los gat (sombreros) de ellos; en las pieles, se heterogeneizaba lo que en la dinastía Joseon hubiera sido parte del "uniforme" de todos. En el cambio de turno de la guardia real, los colores pastel dieron paso a los estridentes trajes de los guardianes.

Tras un descanso, subimos la cuesta que lleva a Ihwa, conocido por los murales con que varios artistas dieron nueva vida al barrio, que estaba deteriorándose. A los pocos minutos de pasear por la calle principal, las corrientes monzónicas nos dieron la bienvenida y tuvimos que refugiarnos bajo un toldo. Al rato, amainó un poco y salimos. Entonces, una pareja apretujada bajo su paraguas se acercó a explicarnos que nos habían visto desde los edificios de enfrente y venían a traernos un paraguas. Lo cierto es que las varillas del regalado el día anterior por la coreana amenazaban con voltearlo por completo y dejarlo inservible si no se usaba exclusivamente como parasol, pero el pudor a ser ayudados se impuso de nuevo, y tras agradecer el ofrecimiento con rubor, dijimos que no podíamos aceptarlo porque ya teníamos uno y esperábamos que dejase de llover pronto. La cultura individualista chocando con la colectivista. 

El tiempo empeoró, y por suerte, el empeño coreano por ayudar volvió a insistir. Esta vez, un hombre conduciendo una moto bajo la lluvia se acercó hasta el toldo, y enseñándonos su paraguas, casi sin frenar, nos interpeló un "take it" y aceleró alejándose de nuevo, cual rider con prisas que ha entregado su paquete, dejándonos el paraguas. Refugiados, caminamos hasta una cafetería para dejar que pasase el agua al calor de un café latte.

Ya de vuelta en Insadong, el barrio donde nos alojamos, los coreanos volvieron a agasajarnos con una sopa de noodles de regalo para Lara.

Al día siguiente, el templo Bongeunsa nos recibía adornado con un techo de farolillos blancos dispuestos de manera tan simétrica, que cuando las nubes dejaban asomar el sol, la luz que pasaba entre los espacios que dejaban libres los farolillos creaba armónicas calles y avenidas de luz, azulejos radiantes y efímeros; aluzejos, vaya…

Antes de comer, Lara se marcó varios intentos imitando a una joven que seguía los pasos del Gangnam Style frente a la estatua que conmemora el hit que menciona el barrio. La joven, inciándola en la cultura TikTok, consiguió que Lara aprendiese a poner las manos como PSY, cual jinete cabalgando alegre y confuso.

La comida en el Gwangjang Market, rodeados de tiendas de tela y comiendo sentados en taburetes, fue la más auténtica de todas; fue también el preludio de una nueva tanda de lluvia que nos pilló, esta vez, bajo techo. 

Por la tarde, mientras el sol se ponía, exhausto de reflejarse en superficies tan distintas y variopintas, dimos un salto adelante en el tiempo para pasear por las instalaciones futuristas y sinuosas de Zaha Hadid, en la Dongdaemun Design Plaza.

Y volviendo al presente, dejadme retomar la reflexión inicial: reivindico la figura del explorador tan denostada tras la colonización, aunque tan alejada de su idea: colonizar es imponer una visión foránea a un pueblo; lo que busca el explorador es, precisamente, escuchar otras visiones, enriquecerse de ellas, ser mil veces "colonizado".

Antes explicaba que me identificaba con los buscadores de oro, y es que no solo comparto la fiebre que les mueve a buscar aventura, sino el procedimiento para buscar el tesoro: la técnica del bateo; el filtrar a través de la observación. Con la técnica, uno se va dando cuenta de que el intento de catalogar, no es sino simplificar y eso sólo puede acabar reduciendo la cultura a un holograma, un reflejo, una caricatura. Igual que en el proceso de destilar uno no se queda con la diferencia sino con la esencia, para el viajero, encontrar el oro es la revelación de que aunque la cultura nos diferencie, la esencia no cambia. Quizás ese sea el tuétano del viajero, quizás ahí resida la emoción de la búsqueda: en el bateo para tamizar las diferencias en busca de lo más valioso, lo que nos une. Desvelar, descubrir el “espejismo” de la diferencia es el ocaso del chinchetero y la ventura de quien busca.


(27 a 31 de julio)