lunes, 23 de diciembre de 2024

El mal de aventura (Uvita-Austin)

Es consabido que no hay Yin sin Yan, que la luz implica sombras y oscuridad, que el Delta muere en el inicio del océano, que no hay principio sin final. Nuestro viaje languidecía y tocaba su fin. Y como siempre, una sensación agridulce se introducía en la mochila como un polizón. La maldición del viajero empezaba a palpitar; el sabor agrio de acabar las aventuras y volver a la inmutabilidad del día a día, se mezclaba con el dulzor de volver a casa y reposar lo vivido. La eterna dicotomía del viajero. La maldición del trotamundos. 

Pero pausemos estos pensamientos por un momento porque hemos decidido acabar el viaje buscando el sol entre las nubes; resueltos a secar en la playa, las experiencias pasadas por agua de Corcovado. 

Amanecimos en Uvita y antes de desayunar, nos acercamos al Parque Nacional Marino Ballena. Esta playa protegida, tiene la forma de la cola de una ballena cuando la marea está baja. 
La fina capa de agua marina, sobre la arena forma un espejo que da extensión al cielo y da permiso para caminar sobre él. Para acabar de decorar el paisaje, la selva está instalada en primera línea de playa ofreciendo prestigiosas vistas a sus inquilinos que pueden ver como la cola de la ballena se sumerge y resurge siguiendo los caprichos de la marea.
Desayunamos antes de lanzarnos a la carretera y nos llevamos puesto un paraguas de nubes que parecían obsesionarse en protegernos del sol. Por suerte, alguno de los rayos consiguió agujerearlas y decidimos hacer parada en la playa Biesanz, muy cerquita del famoso Parque Nacional Manuel Antonio que decidimos esquivar por falta de tiempo y por evitar masificaciones.
Este pedacito de costa que es más bien una cala, resguardada por rocas y vegetación selvática, nos sirvió de refugio de las sombras durante un rato y nos ofreció la oportunidad de disfrutar del sol y reposar lo vivido. 

El mar tiene esa virtud; quizás sea la sal que potencia las vivencias al igual que con la comida, o quizás sean las olas que mecen y adormecen. Quizás está en nuestra piel, que siente la proximidad al mar. Puede ser que la conexión que se forjó desde nuestro nacimiento en la costa levantina, siga calmando nuestros cuerpos cuando sienten la cercanía marina.
La vuelta de las nubes nos sacó del ensimismamiento y nos puso de nuevo en el coche para recorrer los últimos kilómetros hasta San José. 
Pasaban las horas e impaciente, el sol se fue a dormir, entre montañas cubiertas de nubes que ocultaban su belleza. La noche se instaló en Costa Rica antes de que llegáramos a la capital y aparcáramos tras más de 1500 kilómetros de aprendizaje durante esta semana larga.
Celebramos el final del viaje en Café Rojo, un restaurante que mezcla los sabores nacionales, con la gastronomía vietnamita. Saboreando la fusión de nuestro último "Casado" con sabores asiáticos, acompañado con un vino de Chile, sentimos los efectos de la enfermedad del viajero o mal de aventura. Esta maldición se agrava cuando el viaje se convierte en monotonía y uno vive en el extranjero.
Con cada experiencia internacional, el viajero añade una pieza del puzzle que va completando su persona; pero al mismo tiempo pierde el eje de rotación, se desorienta y va desapareciendo su sentimiento de pertenencia a un único lugar. 
En la cotidianidad lo embelesa el olor a aventuras y en el viaje ansía el calor del hogar. Sin embargo, su concepto de hogar se ha multiplicado, y el calor se va dividiendo en cada uno de esos destinos en los que ha vivido. Cuando se está quieto, el espíritu siente ganas de partir y cuando se está en movimiento, las raíces tiran de uno mismo para permanecer en un lugar. Se crea una dicotomía imposible de resolver. Sólo hay una manera de reducir los efectos: no parar de caminar, descubrir, desaprender, vivir; En definitiva, viajar.
Veía volar los pensamientos mientras el avión aterrizaba en uno de nuestros hogares, Austin. Consciente que pronto volvería a sentir los efectos y no quedaría más remedio que lanzarse a la aventura.

"Es más fácil enamorarse de los espíritus aventureros que convivir con ellos. No necesitan a nadie ni entienden que nadie los necesite. Tampoco pertenecen a ningún sitio. Y, cuanto más te esfuerzas por retenerlos, más se alejan. Necesitan volar cuando están en casa y regresar a casa cuando han volado. Se aburren de los demás con facilidad, pero más aún de sí mismos. Atrapados en su libertad, terminan encadenados a ella." David Jiménez.

(1 a 2 de diciembre)

Desde la distancia pero sintiendo el calor de La Terreta cerca, ¡Feliz Navidad familia!

domingo, 8 de diciembre de 2024

Animales fantásticos y dónde encontrarlos (Puerto Jiménez-Parque Nacional de Corcovado)

La lluvia parecía haberse instalado toda la noche sobre nosotros y nos costó pegar ojo con el repicar de las gotas percutiendo el tejado. Nos despertamos antes que el sol y preparamos todo para nuestra aventura en Corcovado ya que a las 5:00 habíamos quedado con nuestro guía Mauricio. 

Apareció cuando desayunábamos en la panadería y nos fuimos juntos hacia el muelle para tomar una barca que nos llevaría navegando a la entrada del Parque Nacional. 

Las olas no daban tregua y la barca iba avanzando entre saltando sobre ellas o esquivándolas. Después de 1 hora y media de viaje, llegamos a la costa. Sabíamos que íbamos a mojarnos, pero un par de olas que reventaron contra la barca, paralela a la marea, se aseguraron de darnos la bienvenida empapándome de arriba a abajo. De perdidos al mar, saltamos al agua y como si del desembarco de Normandía se tratara, nos fuimos acercando a la costa, avanzando junto a las olas hasta llegar a tierra firme. 

El grupo de turistas nos fuimos separando cada uno con su guía y Bea y yo, nos quedamos con Mauricio. De camino a la estación Sirena, que nos daría cobijo en la noche, pudimos tener una pequeña introducción a la fauna. Avistamos un pájaro carpintero que se asemejaba al Pájaro loco y un trogón, que es un pájaro de la familia de los Quetzales y comparte colores resplandecientes en su plumaje. Además, nos topamos con los restos de un avión accidentado que se había ido camuflando con el tiempo rodeándose de musgo y vegetación.

Una vez en la estación, dejamos las mochilas y nos equipamos de botas de lluvia para poder recorrer los caminos sin preocupaciones. Nos adentramos en un territorio de animales peculiares y algunos, totalmente desconocidos. Vimos monos aulladores, monos araña y monos ardilla. En el caso de los primeros, nos topamos con una manada que parecía estar de paseo entre los árboles y vimos embobados cómo pasaban de rama en rama sin la menor preocupación de caer al vacío. Una de ellas llevaba a su cría agarrada y no parecía ver peligro absoluto. Al contrario, pasaba de un árbol a otro saltando y columpiándose.


En la lista de animales avistados también se encontraban murciélagos, halcones cangrejeros, tucanes, un búho, cocodrilos y otras bestias fascinantes. Pero los que más nos emocionaron en la mañana, fueron el encuentro con un oso hormiguero que lanzaba su lengua en forma de látigo fustigando a termitas que acababan en su interior mientras con sus garras se aseguraba en crear el caos para que salieran despavoridas en dirección a su estómago. 

Otro descubrimiento especial nos tuvo haciendo cola en medio de la jungla, para acercarnos a ver al Tapir. Estas criaturas de la familia del cabello y el rinoceronte, realmente parecen de ficción, con sus mini trompas de elefante y cuerpos de hipopótamo. La que pudimos ver estaba durmiendo apaciblemente mientras su cría de unos seis meses se amamantaba en silencio. 

Con tanta emoción, habíamos olvidado que era la hora de comer, pero Mauricio, ducho en el arte de guiar, nos llevó a la estación para comer y descansar un rato. Negándonos a hacer la siesta, nos acercamos al porche con vistas a un antiguo aeródromo que ahora parece más una llanura. El cielo había vuelto a romperse y esta vez como por la noche, no parecía estar dispuesto a dar tregua. Un coatí, una especie de tejón de cola larga, cruzó delante de nosotros dando saltos para resguardarse de la lluvia. 


También aparecieron en busca de refugio unos pecarís, que son como unos cerdos de monte. Y con todo el mundo buscando resguardarse de la lluvia, llegó la hora de salir en expedición. 

Mauricio, Bea y yo, nos zambullimos en la lluvia y nos pusimos a caminar. Los caminos estaban inundados y las botas de lluvia dejaron de tener sentido cuando el agua las inundó por dentro. Vimos pocos animales esta vez: un cangrejo anaranjado que azul parecía ir en busca de una nueva casa tras ser afectado por la inundación; y un cabrito de monte, que se asemeja bastante a un ciervo, se alimentaba ajeno a nosotros, sacando su kilométrica lengua relamiéndose a cada bocado. 

A pesar de los pocos avistamientos estuvimos caminando en busca de suerte hasta que se hizo de noche y volvimos a la estación para cenar. Mauricio nos informó que al día siguiente podría estar con nosotros hasta el desayuno pero que el guía que tendríamos iba a hacer una ruta larga y que si nos apetecía, separaríamos nuestros caminos desde el inicio del día. Algo entristecidos porque ya teníamos confianza con Mauricio, le dijimos que preferíamos poder hacer la caminata larga. Nos dimos las buenas noches, y fuimos a nuestras literas con toda nuestra ropa y mochilas empapadas de cielo.

Volvimos a adelantarnos al sol cuando empezamos a caminar al día siguiente. Nuestro guía se llamaba Dani y también venían dos franceses que habían caminado con él durante los dos días anteriores. Eran unos friquis de los pájaros hasta el punto en que el francés identificaba las especies por el canto. Tenían una lista de aves que querían avistar y cada dos por tres se paraban para sacar los prismáticos en busca de movimiento entre las copas de los árboles. 

Estaba algo secuestrado por los pensamientos previendo un día poco productivo para divisar nuevos animales que no volaran, cuando de repente di el alto al equipo. Había visto un tapir a escasos metros, tumbado tranquilamente. 

Nos fuimos acercando poco a poco y el tapir en lugar de sentirse intimidado, se levantó y empezó a alimentarse. Observábamos y hacíamos fotos admirando al tranquilo animal cuando empezó a aproximarse más y más. Se sentía tan cómodo, que empezó a olerme con su pequeña trompa mientras alucinaba con la suerte de vivir algo tan único.

Dejamos al tapir atrás y seguimos caminando. La experiencia me había librado de mis pensamientos negativos y vi la ruta con otros colores. Atravesamos pantanales, plantas a la altura del pecho y caminos de película agujereados por rayos de sol. En un punto del camino, estaba todo tan inundado e íbamos tan lentos, que el guía vio innecesario seguir más allá y tener que nadar. Así que desayunamos y dimos media vuelta. Además de incontables aves, nos encontramos con mariposas morfo del tamaño de una cabeza, una piara de pecarís que cruzaron el camino y hasta un cabro de monte que hizo el amago de repetir la experiencia del tapir hasta que su corazón hiperactivo y su miedo, le hicieron dar media vuelta.

Volvimos a la estación 6 horas más tarde, agarramos todo, nos despedimos de Mauricio y volvimos sobre nuestros pasos para embarcarnos hacia Puerto Jiménez donde nos esperaba el coche. Todavía nos quedaban unas dos horas largas de carretera. Por el camino, unos loros rojos que confundimos con aves Fénix se encargaron de finalizar el avistamiento de Animales Fantásticos. Si queréis saber dónde encontrarlos, sólo tenéis que empezar a buscar en el Parque de Corcovado, regido por el maravilloso Tapir.   

(29 a 30 de noviembre)

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Acción de gracias (Cahuita-San Gerardo de Dota-Puerto Jiménez)

A las 7 de la mañana, estábamos puntuales en el puente que da acceso al Parque Nacional Cahuita. Cuando entramos, nos dimos cuenta que éramos los primeros en llegar. A los pocos metros de caminar por un sendero de playa colonizado por la jungla, un aguti, cruzó como si lo persiguiera el demonio. 


Al aguti lo habíamos visto por primera vez el día anterior, cuando al ir al baño me encontré con un animal que tenía cara de rata y el cuerpo de ciervo en miniatura. 

Caminando por el Parque, también nos cruzamos con unas cuantas mariposas Morfo que con sus colores azul esmeralda y su tamaño descomunal, nos hacían pensar que estábamos en un cuento de hadas. El camino abovedado por las platas y con las goteras de los rayos del sol, ayudaba a sentirse en territorio de ninfas.

El hechizo se empezó a torcer cuando vimos que había que cruzar un río justo al lado de una señal de cocodrilos. Para evitar sustos, nos acercamos lo máximo posible al mar y fuimos cruzando lentamente pensando que el agua sólo llegaría hasta las rodillas. Al llegar al otro lado del río, estábamos a salvo de cocodrilos, pero el agua nos había llegado hasta los muslos. 

Continuamos caminando, tras calzarnos, para ver que a los pocos metros el camino salía al mar para volver a entrar. A duras penas evité mojarme los pies, saltando de tronco en tronco cuando el agua de la ola retrocedía. Bea no tuvo tanta suerte y acabó caminando resignada, con los zapatos haciendo snorkel. Para colmo, unos metros más allá, se repetía la situación y esta vez eran mis zapatillas las que decidieron bucear. Empapados hasta más allá de las rodillas con nuestros pies dando un festival de sonidos acuosos, decidimos dar media vuelta para evitar llegar al siguiente destino de noche. 

La soda Kawe nos había dado de cenar el día anterior y queríamos que nos siguiera alimentando.


Pero antes de volver, nos pasamos por una palmera que el día anterior hacía la función de hamaca para un perezoso. Fiel a su nombre, ahí seguía un día después; profundamente dormido y con su particular sonrisa bobalicona que parece más propia de una persona bajo los efectos de estupefacientes. 


Tras el desayuno, nos lanzamos a la carretera para recorrer las 5 horas que nos separaban de San Gerardo de Dota. Al llegar al hotel, en un enclave montañoso, el clima estaba nublado y frío. Sin darnos cuenta nos habíamos plantado a 2200 metros de altura. Teníamos un objetivo claro: ver Quetzales. Nuestro plan era ir el jueves temprano al Parque Nacional que lleva el nombre de estas aves. En el Miriam’s Quetzals, en frente de nuestras cabañas, Miriam, con su sonrisa perenne, nos aconsejó ir a Casa Monge. Decía que los Quetzales buscaban el aguacatillo para comerlo y que en el Parque Nacional había poco. “Si quieren caminar, vayan al parque. Si quieren ver Quetzales vayan a las 6:00 a Casa Monge”.

Así que nos tomamos la tarde con calma, cenamos en el restaurante de Miriam y nos dimos un festín gastronómico maridado con salsa Lizano, una salsa nacional que nos encantó y que se volvería con nosotros a Texas en la mochila. Estaba todo bueno pero el postre hecho con papaya en mermelada, parecía ser un pedacito recolectado del cielo.

A pesar de que el despertador sonara a las 5, ya era jueves, día de acción de gracias. Era el día perfecto para dar las gracias por poder ver al ave sagrada de los mayas y aztecas y Thanksgiving, no defraudó. Sin embargo querido lector, a partir de aquí tendrá que hacer un esfuerzo de imaginación porque las fotos las hicimos con la cámara, que desgraciadamente, agotada de trabajar, se quedó dormida en el avión de vuelta, se despistó y no bajó cuando tocaba. Queremos pensar que está feliz viajando de un destino a otro de manera gratuita. Quién sabe.

El caso es que al aparcar en Casa Monge, una persona nos indicó el lugar anunciándonos que había dos Quetzales machos. Nos costó avistarlos hasta que los ojos se hicieron al verde esmeralda intenso. Uno de los machos descansaba escondido en un árbol, pero iba cambiando de lugar cada dos por tres. Por momentos se acercaba, con movimientos poco fluidos, recordando al vuelo de una mariposa, mostrando los rojos del pecho y la cola larga. 

Durante las dos horas que nos mantuvimos estoicos al frío, disfrutamos viendo al Quetzal revoloteando, y descubrimos otros dos machos y una hembra. Llegamos a estar bastante cerca de uno de ellos. Cuando el sol reflejó sus plumas entendimos porqué se trataba del ave sagrada. Los colores reflectantes parecían colores de piedras preciosas y su cola bífida y larga junto a sus movimientos lo alejaban del mundo real y lo acercaba al mitológico. 

Algo agarrotados y dándonos por vencidos al esperar que el último Quetzal alzara el vuelo para poner la guinda al pastel, nos fuimos a desayunar al restaurante de Miriam. 

Mientras llegaba el desayuno fuimos al balcón, en el que un sol calentaba nuestros huesos y una cantidad sinfín de colibríes y otras aves, se daban cita para disfrutar de los comederos que tenían. 

La estampa colmaba a cualquier de paz interior y este instante de pura vida, junto a la oportunidad de ver Quetzales, nos llenó el pecho de agrademiento por lo afortunados qué éramos. Toda esta gratitud, nos la llevamos en el maletero de camino a Puerto Jiménez, donde al día siguiente nos esperaba la siguiente aventura: la visita al Parque Nacional de Corcovado.  Quién nos hubiera dicho que el coche pesaría todavía más, a la vuelta de Corcovado…

(27 a 28 de noviembre)

sábado, 30 de noviembre de 2024

Más allá del verde (Puerto Viejo-Cahuita)

Amanecimos con calma, degustando una taza de café desde la calidez de la cama, con vistas al ventanal que nos protegía de la lluvia y la niebla, pero nos ofrecía intimidad para observar las diferentes aves que se acercaban a pasar la mañana. Tras un rato de contemplación, nos pusimos en marcha, parando primero en una soda cercana para rellenar el vacío de nuestros estómagos antes de encaminarnos hacia Puerto Viejo. 

Tres horas más tarde, parábamos en Frogs Heaven, un centro de recuperación animal iniciado por un agricultor que, ahogado por las grandes empresas, decidió repoblar de vegetación una finca para que los animales tuvieran un espacio en el que habitar. El precio algo elevado, nos tenía expectantes por ver si valía la pena. Lo cierto es que, el guía, con sus explicaciones y su savoir faire, nos dejó satisfechos, descubriéndonos una cantidad de animales importantes y dándonos información sobre estos.

El highlight fue ver a la rana de ojos rojos que dormía camuflada hasta que el guía la despertó. Abrió los ojos rojos chillones, separó las patas y como si se tratara de un abanico al abrirse, nos ofreció una gama de hasta 7 colores diferentes. 

Vimos también, un basilisco y dos especies de ranas venenosas: la rana flecha o rana blue jeans, que es diminuta y se acercó dando saltitos al escuchar el vídeo de la llamada de otra blue jeans reproducido por el guía. Otra rana venenosa que avistamos, fue la rana verdinegra. 

Además, descubrimos tres especies de murciélagos, los murciélagos blancos, apelotonados bajo la hoja de una Strelitzia, que usaban de tienda de campaña. Parecían ratitas que se apretaban buscando el calor murciélago y apetecía agarrar de los mofletes y estrujarlos. Por lo que nos contó el guía, el 50% de los mamíferos del país, son murciélagos.

Al acabar el tour, todavía teníamos que hacer algo de tiempo antes del check in, por lo que aprovechamos para ir a la soda Magallanes para comer. Mientras esperábamos la comida, disfrutamos viendo unos tucanes llamados Aracari, darse un festín con las bananas que colgaban cerca nuestro.


Chilamate Rainforest Eco Retreat, nuestro alojamiento, superó las expectativas con una habitación limpia en medio de la jungla, vigilada por una enorme iguana inmutable a nuestros gritos de asombro. Pasamos la tarde paseando por los senderos privados del alojamiento, ataviados de botas impermeables que evitaban que nos llenaramos de fango. Conseguimos llamar a las ranas flecha usando el truco del canto en Youtube, pero no pudimos dar con las ranas de ojos rojos. Al caer la noche, nos fuimos a cenar a una soda antes de volver a nuestra habitación para entregarnos al sueño mientras una lluvia insistente taladraba el techo acallando los colores de la jungla.

Tanto nos entregamos al descanso que por poco nos perdemos el desayuno. Por suerte, vinieron a confirmar si estábamos interesados en comer y nos acercamos justo a tiempo.

Con energías renovadas, convencí a Bea para explorar la jungla, en busca de la rana de ojos rojos que me tenía obsesionado. Poco a poco nos adentramos más y más. 


Avistamos una cantidad importante de blue jeans, que impregnaban el suelo de puntitos rojo intenso. El verde estaba presente pero el color arcilloso y las coloridas ranas se negaban a darse por vencidos en la batalla cromática. Cuando llevábamos una hora de caminata, nos dimos cuenta de que el camino no iba a regresar hacia el hotel y se nos estaba haciendo tarde.

Deseando que las dotes de scout funcionasen, fui guiándonos caminando sobre nuestros pasos sin la ayuda de miguitas de pan. Utilizando en su lugar, las imágenes vívidas de lo que acabábamos de explorar. La lluvia era intensa y los nervios subieron la temperatura de nuestro cuerpo hasta hacernos sudar a mares. La posibilidad de habernos perdido no era muy confortable. 

Por suerte, la adrenalina, la suerte y la experiencia en caminatas, nos llevó de vuelta al hotel sanos y salvos.


Para acabar con buen sabor de boca, justo cuando íbamos a dejar las botas e irnos, una rana venenosa verdinegra apareció para alegrarnos el final de nuestra estancia. Mientras, un par de blue jeans hinchaban sus sacos vocales, marcando territorio y despidiéndose de nosotros, aportando su granito de arena a la banda sonora de la jungla.

Subimos al coche para dirigirnos al este con dirección a Cahuita en la costa del Caribe. Google quiso ponernos a prueba y nos mandó por carreteras terciarias, casi sin asfaltar y llenas de baches y socavones rellenados por agua. 

A la hora en que llegamos, nos quedaban pocas opciones para aprovechar el día, así que optamos por dar un paseo en Playa negra. Caminamos sobre la arena negra que nos transportaba a La Palma, rodeados de vegetación y acariciados por un mar más embravecido de lo que esperábamos del Caribe. Amparados por unas nubes que se fueron tintando de colores rojizos, anaranjados y rosáceos, el cielo se fue mimetizando con la arena de la playa, acabando en un fundido en negro. En nuestra retina, como si se tratara de fosfenos, todavía seguían presentes los colores chillones que se esconden más allá del eterno verde.     

(25 a 26 de noviembre)

miércoles, 27 de noviembre de 2024

Pura vida (San José-La Fortuna)

En Costa Rica el dicho “Pura vida” engloba muchos significados que van desde un simple saludo, a una contestación de cómo va todo. Desde un canto agradecido a la vida, hasta un grito de aceptación a los contratiempos. Durante los siguientes dos días íbamos a ir descubriendo sus matices mientras nuestros pulmones se llenaban de aire puro. 

“Pura vida” como bienvenida.

El avión aterrizaba en San José tras un día entero esperando nuestra conexión desde Houston. Ya era noche cerrada cuando nuestros pies conquistaron el suelo costarriqueño. Gestionamos el papeleo para hacernos con nuestro coche de alquiler y nos dirigimos al centro de la capital con el único objetivo de descansar y empezar la aventura con energías renovadas. La hora de ir a dormir se hizo de rogar por culpa de la cena. Con todos los locales cerrados, sólo quedaba depender de aplicaciones de comida como Uber Eats y la espera nos dejó salivando más de la cuenta. 

“Pura vida” como señal de aceptación de lo que llega.

Nuestra primera jornada consistía en viajar de la capital hacia el norte, al distrito de La Fortuna. El viaje de tres horas, se alargó debido a los atascos y nos impidió llegar a nuestro destino antes de las 5 horas. Con nuestro nuevo horario de llegada, la barrera bajada del Parque Nacional del volcán Arenal, indicaba que quedaba descartada la visita para ese día. Despagados, nos fuimos directos al hotel, acompañados todavía por un cielo plomizo que se había subido al asiento trasero desde San José y se negaba en apearse. 

Mientras aparcábamos y bajábamos las mochilas, con la lentitud de un perezoso, el cielo gris, se dio por vencido y continuó el viaje en solitario sin despedirse siquiera. Nos recibió Sergio con una sonrisa y cómo no, con un “Pura vida”, el gerente del hotel nos anunció que había habido complicaciones con nuestra reserva pero que nos había compensado con su habitación favorita.


Cuando abrimos la puerta, la pared de ventanales dejaban entrar el paisaje como Pedro por su casa, y el sol, liberado al fin del cielo gris, dejó escapar todos sus rayos para que invadieran la habitación y sobrestimularan nuestros sentidos. 

¿Qué tal va todo? “Pura vida”. 

Siguiendo los consejos de Sergio, nos sacudimos la pena por no poder visitar el Parque, yendo al Mirador del silencio; siendo según él una mejor opción. El mirador, prometía vistas al volcán, que continua activo, y senderos selváticos más exigentes. Armados de un mapa y de ganas de explorar, nos adentramos en la selva, avistando colibrís, pavas, tucanes de pico iris y hasta dos “momotas”, que son unas coloridas aves de larga cola azul, que acaba en forma de péndulo. 

Una hora más tarde, llegábamos al mirador. El sol arropaba al volcán Arenal con unas sábanas anaranjadas que se extendía por el cielo y se doblaban en el horizonte. El volcán adormilado, se anclaba a la vida y no dejaba de suspirar nubes grises que demostraban que el dragón podría cerrar los ojos, pero continuaría despierto.

Antes de volver a nuestra habitación, cenamos en Jalapas, un restaurante a espaldas del Arenal, que domina el lugar desde un cerro con unas vistas espectaculares. La noche, sin embargo, tapó con un velo impenetrable el paisaje y nos obligó a tirar de imaginación llenando el negro de colores.

“Pura vida” como canto a la vida. 

Por la mañana del domingo, la cafeína recorría nuestro flujo sanguíneo, despertando cada músculo mientras nos adentrábamos en Místico Park, un parque en medio de la selva que regentan puentes colgantes que desean ser fotografiados, mientras emulan la marea con sus balanceos ondulantes. El paisaje era dominado por el verde, que tomaba diferentes tonalidades y formas. Algunos seres con delirios de grandeza, pretendían ningunearlo con vistosos colores. Una esterlicia por aquí, un tucán por allá. Sin embargo, por muy vistosos que fueran, la dominancia del verde era abrumadora. 

Nuestra siguiente visita fue precedida por una parada para reponer café. Llenos de energía, nos dispusimos a bajar los 500 escalones, que nos llevaban a la catarata La Fortuna. 

Con una caída de unos 75 metros, el agua revienta la calma del lago creando pequeños maremotos. La crudeza del salto junto al imponente verde que adornaba todo alrededor, hacía difícil ahogar el grito “pura vida” que nacía en lo más profundo del alma y pretendía ver la luz a través de nuestras gargantas.

Empapados de vida, subimos las escaleras encontrándonos de camino, con una víbora de pestañas de color amarillo chillón, que se abrigaba de la humedad hecha un ovillo descansando plácidamente. Un poco más arriba, una manada de hormigas nos recordó con sus picaduras porqué hay que llevar calzado cerrado en la selva y nos hicieron bailar claqué para que no se nos olvidara.

El día era perfecto y no lo empañaba ni la lluvia perenne. Un perezoso, ajeno al festival del agua avanzaba lentamente entre los árboles, dejándonos una imagen más para el recuerdo. 

Con el frío en los huesos, nos dirigimos al río Choyin para calentarnos en sus aguas termales, rodeados de locales y de vegetación que ni el vapor lograba empañar. 

Comimos en la soda Las hormigas, haciendo las paces con los insectos, que lo único que pretendía era proteger su vida y hacernos bailar. Las sodas, son restaurantes familiares en los que se suele servir comida tradicional a precios más asequibles. Nuestro estómago se llenó de “casado”, un plato típico a base de carne, frijoles, arroz y plátano frito.

“Pura vida” como despedida.

Con la esperanza de ver la puesta de sol desde las espectaculares panorámicas de nuestra habitación, volvimos al hotel provistos de comida y una botella de vino para celebrar la vida. La noche despidió al día con una puesta de niebla que no permitió al cielo engalanarse de colores esta vez. Aquí en Costa Rica, sin embargo, la naturaleza busca la manera de darle la vuelta a la tortilla y cuando la oscuridad lo invadía todo, unas tímidas luciérnagas obraron el milagro y consiguieron bajar las estrellas a la selva en medio de un cielo encapotado. 

¡Pura vida!  

(22 a 24 de noviembre)

sábado, 31 de agosto de 2024

Filtros (Keelung-Jeliu-Taipéi)

Nos encontramos en Heping Island, ante el Scenic Pavilion. Unas escaleras llevan a un pabellón que se asoma al mar de la China Oriental, con vistas al islote Keelung; el escenario está preparado para la postal.

Unas jóvenes (presumiblemente) taiwanesas con vestidos poco acordes a la temperatura, pero llamativos para el retrato, esperan pacientemente a que nos vayamos. Sus móviles reproducen música (que ellas tararean) disimulando un aislamiento inexistente, mientras sus dedos se deslizan en movimientos repetitivos golpeando suavemente la pantalla, antes de empezar su book de pretendida exclusividad, tan pronto como nos apartemos.

Para mitigar el calor, nos damos un breve chapuzón en la piscina de agua marina que hay en el geoparque; aunque el alivio dura poco, pues el socorrista utiliza pronto su silbato para izar la bandera roja que nos expulsa a todos del agua.

Por la tarde, un bus nos acerca hasta Jiufen. Salimos a visitar la ciudad, que parece tranquila hasta que una calle desemboca donde un río de gente, más bien una cascada, fluye por los escalones devorando Shuqi Road. La marabunta describe con sus móviles en alto el concepto de "turismo de masas". El hormigueo de gente es incontenible: unos esquivan; otros apresuran el paso excusándose al saberse en medio; algunos esperan, en fila, con una sonrisa; otros empujan impacientes; mientras el resto, o posa, o hace abiertamente photobombing en instantáneas ajenas con tal de captar, en las propias, su idea proyectada. El enjambre, vivo, busca huecos sin cesar.

Los farolillos empiezan a encenderse; da comienzo la función. La pendiente de escalones permite que al alzar la mirada uno pueda encuadrar imágenes solitarias de la A-Mei Teahouse con su negra madera, el verde que decora al caer, su amarillo marco en las ventanas, el rojo anaranjado de los farolillos y su regusto a cuento de hadas asiático.

Un chaval asoma medio cuerpo por un balcón, tratando de esconder la cantidad, posando "casual". Mira al infinito unos segundos, ajeno a la cola que espera su turno, y luego busca al compañero para que le enseñe la foto que repetirá una, y otra, y veinte veces más hasta que se aproxime a la perfección deseada que aparecerá con filtros en la red, cumpliendo con los estándares de felicidad encapsulada posteable, y que a su vez actuará de efecto llamada para nuevos tábanos.

Me pregunto hasta qué punto no soy yo parte de ese clan masivo. Me digo que no, que busco la autenticidad de cada lugar. Pero dudo si eso nos diferencia sustancialmente... ¿acaso no persigo la sublimación en cada imagen, escondido tras el objetivo de la cámara y lo subjetivo del lenguaje?

Volveremos por la mañana, cuando la marea humana baje y nos demos cuenta que parte del encanto, paradójicamente, se ha desvanecido. Mientras recogemos para volver a Taipéi, los autobuses ya están reincorporando colonias de turistas guiados por astas con señuelos, que, pantalla en mano, nutren la corriente de nuevo.

Nosotros, ya en Taipéi, aconsejados por el recepcionista del hotel que, halagado, meditó bien qué recomendar, nos nutrimos de xiaolongbaos y de la mejor sopa de setas que hayamos probado nunca, tras una hora de cola, en el Din Tai Fung.

Al día siguiente, la sincronización de pasos perfectamente coordinados del cambio de guardia en un baile fragmentado (tres pasos, pause, dos pasos, pausa) reúne a una pequeña masa de turistas en el Salón Conmemorativo de Chiang Kai-shek. 

El calor sofocante no parece obstáculo para la limpieza y precisión de cada movimiento ante la estatua de bronce del exdictador (y primer presidente de la República de China en Taiwán) que mira hacia el oeste, sonriente, bajo el sol del Kuomintang, con la vana esperanza de reconquistar, algún día, la China continental. 

Por la tarde empieza a llover, así que el recorrido histórico lo hacemos paraguas en mano: desde principios del siglo XX, en la Red House, caminando hacia atrás hasta la mitad del siglo XVIII en el Tianhou Temple, para dar un salto hacia delante en la dinastía Qing hasta el Bopiliao Historic Block, y otro salto hacia atrás, en el Longshan Temple, que nos coloca, con los cantos de monjes y fieles, de vuelta al presente.

La mañana siguiente es lunes, día en que muchos lugares turísticos y museos permanecen cerrados, al igual que las puertas del Confucius Temple. Paseamos tranquilamente por el Dalongdong Baoan Temple y, antes de comer, resguardados bajo un cruce de carretera, vemos de lejos el Grand Hotel, con sus distintivas tejas ocre y sus icónicos 87 metros de columnas rojas. 

Por la tarde paseamos la zona de Dihua Street buceando entre los pórticos de los edificios de ladrillo caravista del siglo XIX que lucen renovados.

Conforme cae la noche buscamos un lugar para disfrutar de las vistas del Taipei 101, el rascacielos más alto del mundo hasta 2009 (cuando fue superado por el Burj Khalifa). Sonando en los altavoces del centro comercial aledaño, reconocemos, desubicados, la letra de "La lluna, la pruna". 

Otra canción nos acerca a Occidente en el Zhongshan Park; un grupo de mujeres ponen pasos de zumba al Wannabe de las Spice Girls, mientras un hombre practica, concentrado, taichí, y otro da vueltas sobre sí mismo añadiendo saltitos, cual derviche, en una imagen demente de libertad.

El viaje llega a su fin. El Taipéi 101, iluminado en el reflejo de una fuente, hunde sus raíces de bambú en el agua; al otro lado, el Sun Yat-sen Memorial Hall, con su figura de mantarraya, despliega sus aleros para nadar reflejada en su espejo. 

Al día siguiente salimos hacia Barcelona con la mirada más rasgada que en julio. Los colores fluorescentes de "Millenium Mambo" se suceden en la retina a cámara lenta, mezclados con imágenes de lo vivido; lo vivido pasado por el filtro cultural, reinterpretado acaso en una aproximación fiel a la realidad. 

Ahora que el turismo insaciable despierta movilizaciones en contra, la sintonía del FamilyMart se repite amortiguada, en un eco con sordina mientras los pensamientos se suceden rumiantes: ¿Podemos mantener la democratización del viaje y a la vez huir de las dinámicas turísticas? ¿Podemos preservar la magia de un encuentro relativamente solitario, conservando las singularidades de nuestro trozo de planeta, y que el viaje no impacte negativamente en su autenticidad? ¿Podemos, como viajeros, escapar de la velocidad hiperactiva para tratar de conocer en profundidad y con-vivir sin filtros?

(9 a 13 agosto)

domingo, 18 de agosto de 2024

El tiempo, fantasma (Taitung-Taipéi-Keelung)

El plan inicial era el siguiente: tomar un tren de Kaohsiung a Taitung, donde un barco nos llevaría a la Orchid Island. Ese era el plan... pero en Keelung acababa de dar comienzo el Mid-Summer Ghost Festival, fechas en que las puertas del infierno se abren para que los espíritus vaguen libremente por las calles. Durante estos días, la gente muestra deferencia por todos los muertos, también los que puedan encontrarse perdidos o sin nadie que vele por ellos; las ofrendas comprenden desde preparar banquetes que sacien su hambre, hasta espectáculos de cabaré y pole-dancing con los asientos de primeras filas reservados para los fallecidos. 

Preferimos aprovechar la coincidencia, dejar la isla para otro viaje y viajar a Keelung desde Taitung.

Llegamos a Taitung por la noche y, ¡sorpresa!, no había recepción. Intuímos que nos habían enviado algún mensaje con el código de entrada, asumiendo que teníamos acceso a internet. Por suerte, el wifi de la casa estaba abierto y encontramos el correo con la combinación para abrir la puerta. 

La mañana siguiente tenemos solo hasta las 12h para visitar la ciudad, así que bajamos a pasear por el Railway Art Village y nos tomamos relajadamente un café.

Aprendida la lección del self check-in, revisamos los mensajes antes de salir a Taipéi (donde haremos escala antes de Keelung). Esta vez hay que descargarse el Line para confirmar que hemos reservado el hotel. Nos informan que todo el registro de entrada se hará a través de una máquina... Miedo...

Y con razón. Ya allí, cuando creemos que el proceso está acabado, subimos al quinto piso para encontrar la habitación 5E; pero, al salir del ascensor, descubrimos que todas las habitaciones son letras con el 6... ¡Que comience la yincana! Gracias al viaje a Corea, pronto damos con la solución: el "cuatro" () en chino es homófono de la palabra "muerte" (), por lo que, al igual que la triscaidecafobia en Occidente tiende a evitar el 13 en la numeración de ciertos lugares, la tetrafobia hace lo propio por estos lares. Generalmente ayuda a no olvidarlo la ausencia del botón en los ascensores, pero no era este el caso: 1 para el bajo, 2 para las habitaciones del 2, el 3 para las del 3, y el 4 para las del 5. 

Frente a la puerta de la habitación descubrimos que el código que tenemos no abre la puerta. ¿Y la llave? Escuchamos que la persona del servicio de limpieza está en el mismo piso. Cero inglés... Pero hace una llamada, y con gestos me indica que baje. Entiendo que llegará alguien, pero nadie aparece. Vuelvo para intentar comunicarme con ella, explicándole que no tenemos llave. De nuevo saca el móvil, y me urge a bajar. Esta vez, en la máquina se mueve un cursor sobre la pantalla que asumo que dirigen en remoto. Aparece mi nombre, y en unos segundos, la máquina expulsa una tarjeta que, esta sí, parece la llave. Escape room superada.

La tarde noche nos sirve para hacer la colada y organizar los siguientes pasos; la idea es alquilar un coche en Keelung para poder hilar todas las paradas. Sin embargo...

En la recepción del hotel de Keelung se ponen a hacer llamadas para informarnos, finalmente, que en el país de las scooters, al menos allí, NADIE alquila coches. Así que decidimos cuadrar horarios para poder acercarnos con buses públicos, a la mañana siguiente, a tres de los sitios que habíamos escogido. 

Por la tarde fuimos al Zhongzheng Park, donde la enorme estatua de 25 metros de Guanyin es custodiada por dos leones de Fu de cabeza hipertrofiada; aderezamos el paseo con la visita al Zhupu altar (que estaban engalanando para iluminar en uno de los platos fuertes del festival), unas vistas de la ciudad desde la Keelung Tower y un refugio antiaéreo que encontramos al bajar del ascensor.

Después, cogimos un bus para acercarnos hasta la postal del Cinque Terre taiwanés, en el puerto de Zhengbin. La comparación es exagerada, pues se trata de una sola hilera de 16 casitas de colores, pero la combinación titila reflejada en una acuarela hipnótica, en constante diálogo y disolución creativa entre el agua del mar de la China Oriental y la brisa marina. 

La parada de bus de vuelta se enciende al barniz del atardecer, transmutada en diner americano con sus bombillas en fila de tocador de camerino, y sus luces de neón anunciando que permanece abierto, preparando el apetito para el tour gastronómico en el mercado nocturno MiaoKou.

Al día siguiente, la primera parada era en Wanli, donde se encuentran las Futuro y las Venturo Houses. Son un conjunto de casas deshabitadas diseñadas en los 60 por el finlandés Matti Suuronen siguiendo la estética de la era espacial. Estos apartamentos astronáuticos abandonados fueron en su día la imagen del progreso. 

Pero ahora que el moho reverdece de lágrimas los cascotes de esta ciudad fantasma; ahora que hasta la palabra OVNI está desfasada (reconvertida en FANI para huir de teorías de la conspiración); ahora que no queda sino un esbozo vintage del abandono, un aire retro en los escombros; estos platillos volantes, estos vestigios decadentes, son la nostalgia viva de un x-filo irredento, la imagen fosilizada de un vals entre lo que fue futuro y lo que ya es ayer.

Como transportados por las naves ancladas, hacemos nuestra segunda parada en suelo terrestre con tintes exoplanetarios. El Yehliu Geopark alberga quiméricas formaciones rocosas esculpidas por las fuerzas terráqueas de la naturaleza. Creadas por la actividad volcánica, la erosión y la inspiración perseverante del tiempo, la imaginación humana ha dado a estas misteriosas figuras nombres tan rutinarios y gráficos como Cacahuete, Helado o Pezuña de Cerdo, y sugerentes como Cabeza de la Reina, Zapato del Hada o Geisha Japonesa. 

45 minutos al norte, nos encontramos en el Arrecife Verde de Laomei. El color de su nombre hace referencia a la época inicial de la estación húmeda, cuando las algas crecen sobre el arrecife que baña la orilla de alargados dedos rocosos creando una capa esmeralda que emerge exhuberante cuando la marea baja.

En esta época, sin embargo, el verde se concentra alejado de la zona más cercana al pueblo; por lo que tuvimos que dar un buen paseo mientras Lara se lo pasaba en grande persiguiendo a los cangrejos que huían a su paso, como se escapa el paso de las horas, sin que ella sea consciente, esculpiendo su espíritu de experiencias y cubriéndolo de plantas acuáticas que reverdecerán a su debido tiempo.

(5 a 8 agosto)