A las 7 de la mañana, estábamos puntuales en el puente que da acceso al Parque Nacional Cahuita. Cuando entramos, nos dimos cuenta que éramos los primeros en llegar. A los pocos metros de caminar por un sendero de playa colonizado por la jungla, un aguti, cruzó como si lo persiguiera el demonio.
Al aguti lo habíamos visto por primera vez el día anterior, cuando al ir al baño me encontré con un animal que tenía cara de rata y el cuerpo de ciervo en miniatura.
Caminando por el Parque, también nos cruzamos con unas cuantas mariposas Morfo que con sus colores azul esmeralda y su tamaño descomunal, nos hacían pensar que estábamos en un cuento de hadas. El camino abovedado por las platas y con las goteras de los rayos del sol, ayudaba a sentirse en territorio de ninfas.
El hechizo se empezó a torcer cuando vimos que había que cruzar un río justo al lado de una señal de cocodrilos. Para evitar sustos, nos acercamos lo máximo posible al mar y fuimos cruzando lentamente pensando que el agua sólo llegaría hasta las rodillas. Al llegar al otro lado del río, estábamos a salvo de cocodrilos, pero el agua nos había llegado hasta los muslos.
Continuamos caminando, tras calzarnos, para ver que a los pocos metros el camino salía al mar para volver a entrar. A duras penas evité mojarme los pies, saltando de tronco en tronco cuando el agua de la ola retrocedía. Bea no tuvo tanta suerte y acabó caminando resignada, con los zapatos haciendo snorkel. Para colmo, unos metros más allá, se repetía la situación y esta vez eran mis zapatillas las que decidieron bucear. Empapados hasta más allá de las rodillas con nuestros pies dando un festival de sonidos acuosos, decidimos dar media vuelta para evitar llegar al siguiente destino de noche.
La soda Kawe nos había dado de cenar el día anterior y queríamos que nos siguiera alimentando.
Tras el desayuno, nos lanzamos a la carretera para recorrer las 5 horas que nos separaban de San Gerardo de Dota. Al llegar al hotel, en un enclave montañoso, el clima estaba nublado y frío. Sin darnos cuenta nos habíamos plantado a 2200 metros de altura. Teníamos un objetivo claro: ver Quetzales. Nuestro plan era ir el jueves temprano al Parque Nacional que lleva el nombre de estas aves. En el Miriam’s Quetzals, en frente de nuestras cabañas, Miriam, con su sonrisa perenne, nos aconsejó ir a Casa Monge. Decía que los Quetzales buscaban el aguacatillo para comerlo y que en el Parque Nacional había poco. “Si quieren caminar, vayan al parque. Si quieren ver Quetzales vayan a las 6:00 a Casa Monge”.
Así que nos tomamos la tarde con calma, cenamos en el restaurante de Miriam y nos dimos un festín gastronómico maridado con salsa Lizano, una salsa nacional que nos encantó y que se volvería con nosotros a Texas en la mochila. Estaba todo bueno pero el postre hecho con papaya en mermelada, parecía ser un pedacito recolectado del cielo.
A pesar de que el despertador sonara a las 5, ya era jueves, día de acción de gracias. Era el día perfecto para dar las gracias por poder ver al ave sagrada de los mayas y aztecas y Thanksgiving, no defraudó. Sin embargo querido lector, a partir de aquí tendrá que hacer un esfuerzo de imaginación porque las fotos las hicimos con la cámara, que desgraciadamente, agotada de trabajar, se quedó dormida en el avión de vuelta, se despistó y no bajó cuando tocaba. Queremos pensar que está feliz viajando de un destino a otro de manera gratuita. Quién sabe.
El caso es que al aparcar en Casa Monge, una persona nos indicó el lugar anunciándonos que había dos Quetzales machos. Nos costó avistarlos hasta que los ojos se hicieron al verde esmeralda intenso. Uno de los machos descansaba escondido en un árbol, pero iba cambiando de lugar cada dos por tres. Por momentos se acercaba, con movimientos poco fluidos, recordando al vuelo de una mariposa, mostrando los rojos del pecho y la cola larga.
Durante las dos horas que nos mantuvimos estoicos al frío, disfrutamos viendo al Quetzal revoloteando, y descubrimos otros dos machos y una hembra. Llegamos a estar bastante cerca de uno de ellos. Cuando el sol reflejó sus plumas entendimos porqué se trataba del ave sagrada. Los colores reflectantes parecían colores de piedras preciosas y su cola bífida y larga junto a sus movimientos lo alejaban del mundo real y lo acercaba al mitológico.
Algo agarrotados y dándonos por vencidos al esperar que el último Quetzal alzara el vuelo para poner la guinda al pastel, nos fuimos a desayunar al restaurante de Miriam.
Mientras llegaba el desayuno fuimos al balcón, en el que un sol calentaba nuestros huesos y una cantidad sinfín de colibríes y otras aves, se daban cita para disfrutar de los comederos que tenían.
La estampa colmaba a cualquier de paz interior y este instante de pura vida, junto a la oportunidad de ver Quetzales, nos llenó el pecho de agrademiento por lo afortunados qué éramos. Toda esta gratitud, nos la llevamos en el maletero de camino a Puerto Jiménez, donde al día siguiente nos esperaba la siguiente aventura: la visita al Parque Nacional de Corcovado. Quién nos hubiera dicho que el coche pesaría todavía más, a la vuelta de Corcovado…(27 a 28 de noviembre)
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