La lluvia parecía haberse instalado toda la noche sobre nosotros y nos costó pegar ojo con el repicar de las gotas percutiendo el tejado. Nos despertamos antes que el sol y preparamos todo para nuestra aventura en Corcovado ya que a las 5:00 habíamos quedado con nuestro guía Mauricio.
Apareció cuando desayunábamos en la panadería y nos fuimos juntos hacia el muelle para tomar una barca que nos llevaría navegando a la entrada del Parque Nacional.
Las olas no daban tregua y la barca iba avanzando entre saltando sobre ellas o esquivándolas. Después de 1 hora y media de viaje, llegamos a la costa. Sabíamos que íbamos a mojarnos, pero un par de olas que reventaron contra la barca, paralela a la marea, se aseguraron de darnos la bienvenida empapándome de arriba a abajo. De perdidos al mar, saltamos al agua y como si del desembarco de Normandía se tratara, nos fuimos acercando a la costa, avanzando junto a las olas hasta llegar a tierra firme.
El grupo de turistas nos fuimos separando cada uno con su guía y Bea y yo, nos quedamos con Mauricio. De camino a la estación Sirena, que nos daría cobijo en la noche, pudimos tener una pequeña introducción a la fauna. Avistamos un pájaro carpintero que se asemejaba al Pájaro loco y un trogón, que es un pájaro de la familia de los Quetzales y comparte colores resplandecientes en su plumaje. Además, nos topamos con los restos de un avión accidentado que se había ido camuflando con el tiempo rodeándose de musgo y vegetación.Una vez en la estación, dejamos las mochilas y nos equipamos de botas de lluvia para poder recorrer los caminos sin preocupaciones. Nos adentramos en un territorio de animales peculiares y algunos, totalmente desconocidos. Vimos monos aulladores, monos araña y monos ardilla. En el caso de los primeros, nos topamos con una manada que parecía estar de paseo entre los árboles y vimos embobados cómo pasaban de rama en rama sin la menor preocupación de caer al vacío. Una de ellas llevaba a su cría agarrada y no parecía ver peligro absoluto. Al contrario, pasaba de un árbol a otro saltando y columpiándose.
En la lista de animales avistados también se encontraban murciélagos, halcones cangrejeros, tucanes, un búho, cocodrilos y otras bestias fascinantes. Pero los que más nos emocionaron en la mañana, fueron el encuentro con un oso hormiguero que lanzaba su lengua en forma de látigo fustigando a termitas que acababan en su interior mientras con sus garras se aseguraba en crear el caos para que salieran despavoridas en dirección a su estómago. Otro descubrimiento especial nos tuvo haciendo cola en medio de la jungla, para acercarnos a ver al Tapir. Estas criaturas de la familia del cabello y el rinoceronte, realmente parecen de ficción, con sus mini trompas de elefante y cuerpos de hipopótamo. La que pudimos ver estaba durmiendo apaciblemente mientras su cría de unos seis meses se amamantaba en silencio.
Con tanta emoción, habíamos olvidado que era la hora de comer, pero Mauricio, ducho en el arte de guiar, nos llevó a la estación para comer y descansar un rato. Negándonos a hacer la siesta, nos acercamos al porche con vistas a un antiguo aeródromo que ahora parece más una llanura. El cielo había vuelto a romperse y esta vez como por la noche, no parecía estar dispuesto a dar tregua. Un coatí, una especie de tejón de cola larga, cruzó delante de nosotros dando saltos para resguardarse de la lluvia.
También aparecieron en busca de refugio unos pecarís, que son como unos cerdos de monte. Y con todo el mundo buscando resguardarse de la lluvia, llegó la hora de salir en expedición.
Mauricio, Bea y yo, nos zambullimos en la lluvia y nos pusimos a caminar. Los caminos estaban inundados y las botas de lluvia dejaron de tener sentido cuando el agua las inundó por dentro. Vimos pocos animales esta vez: un cangrejo anaranjado que azul parecía ir en busca de una nueva casa tras ser afectado por la inundación; y un cabrito de monte, que se asemeja bastante a un ciervo, se alimentaba ajeno a nosotros, sacando su kilométrica lengua relamiéndose a cada bocado.
A pesar de los pocos avistamientos estuvimos caminando en busca de suerte hasta que se hizo de noche y volvimos a la estación para cenar. Mauricio nos informó que al día siguiente podría estar con nosotros hasta el desayuno pero que el guía que tendríamos iba a hacer una ruta larga y que si nos apetecía, separaríamos nuestros caminos desde el inicio del día. Algo entristecidos porque ya teníamos confianza con Mauricio, le dijimos que preferíamos poder hacer la caminata larga. Nos dimos las buenas noches, y fuimos a nuestras literas con toda nuestra ropa y mochilas empapadas de cielo.
Volvimos a adelantarnos al sol cuando empezamos a caminar al día siguiente. Nuestro guía se llamaba Dani y también venían dos franceses que habían caminado con él durante los dos días anteriores. Eran unos friquis de los pájaros hasta el punto en que el francés identificaba las especies por el canto. Tenían una lista de aves que querían avistar y cada dos por tres se paraban para sacar los prismáticos en busca de movimiento entre las copas de los árboles.
Estaba algo secuestrado por los pensamientos previendo un día poco productivo para divisar nuevos animales que no volaran, cuando de repente di el alto al equipo. Había visto un tapir a escasos metros, tumbado tranquilamente.
Nos fuimos acercando poco a poco y el tapir en lugar de sentirse intimidado, se levantó y empezó a alimentarse. Observábamos y hacíamos fotos admirando al tranquilo animal cuando empezó a aproximarse más y más. Se sentía tan cómodo, que empezó a olerme con su pequeña trompa mientras alucinaba con la suerte de vivir algo tan único.
Dejamos al tapir atrás y seguimos caminando. La experiencia me había librado de mis pensamientos negativos y vi la ruta con otros colores. Atravesamos pantanales, plantas a la altura del pecho y caminos de película agujereados por rayos de sol. En un punto del camino, estaba todo tan inundado e íbamos tan lentos, que el guía vio innecesario seguir más allá y tener que nadar. Así que desayunamos y dimos media vuelta. Además de incontables aves, nos encontramos con mariposas morfo del tamaño de una cabeza, una piara de pecarís que cruzaron el camino y hasta un cabro de monte que hizo el amago de repetir la experiencia del tapir hasta que su corazón hiperactivo y su miedo, le hicieron dar media vuelta.Volvimos a la estación 6 horas más tarde, agarramos todo, nos despedimos de Mauricio y volvimos sobre nuestros pasos para embarcarnos hacia Puerto Jiménez donde nos esperaba el coche. Todavía nos quedaban unas dos horas largas de carretera. Por el camino, unos loros rojos que confundimos con aves Fénix se encargaron de finalizar el avistamiento de Animales Fantásticos. Si queréis saber dónde encontrarlos, sólo tenéis que empezar a buscar en el Parque de Corcovado, regido por el maravilloso Tapir.
(29 a 30 de noviembre)
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