El deseado descanso de "Spring break" aterrizaba al fin en el aeropuerto internacional de Kona. Un aeropuerto diferente a todo lo que hemos visto hasta ahora, en donde las terminales están expuestas al aire libre como si de cabañas se tratara al más puro estilo Port Aventura.
Llevábamos muchas horas de vuelo, así que dedicamos la
tarde a recoger el coche de alquiler, hacer el checking en el Aeolian Ranch,
que sería nuestra casa por dos días, y a saciar nuestros estómagos con
delicioso poke y cerveza local.
El viernes nos dirigimos hacia el sur. Desayunamos en The Coffee Shack, donde probamos por primera vez el codiciado ¨Kona Coffee¨ endémico de la isla. Sorbito a sorbito disfrutamos del exquisito café, mientras nos deleitábamos con unas panorámicas de la isla, donde un mar de vegetación se adentraba en el océano azul.
La siguiente parada fue en la playa Two Step, en la que hacer buceo, parece transportarte a un mundo psicodélico en el que los blancos y negros son fagocitados por colores vivos y diversos. La cantidad de colores que se presencia, sólo es igualada en los platós de Bollywood. Los peces más ¨vulgares¨ son de un amarillo tan chillón que fuera del agua salta a la vista y los deja al descubierto. Sin embargo, esto sólo es el inicio de la paleta de posibilidades cromáticas: peces rosas y morados, negros con los ojos naranjas, peces arco iris…you name it. Por si fuera poco, la morfología de estos no deja de ser menos diversa: está la forma del tamboril, el estilo del pez luna, la forma triangular del pez mariposa, los cuerpos alargados del pez trompeta o el descomunal tamaño de un pez loro de un metro de largo. Sea como fuere, lo que parecía necesario en esta parte del océano era no pasar desapercibido y llevar mucho, pero que mucho maquillaje encima.
Avergonzados por nuestra simplicidad, salimos del agua para visitar el Pu´uhonua o Honaunau National Historical Park. Este lugar sagrado era un refugio para algunos hawaianos. Aquí venían a redimirse o morir los que quebrantaban el kapu (Las reglas sociales). Los que conseguían llegar sin perder la vida, eran remunerados con una segunda oportunidad. Después de una serie de rituales.
Imbuidos de historia, nos alejamos recorriendo el “Trail 1871”
durante varias millas. No fuimos recompensados por grandes vistas pero el sol
nos pegó un chapuzón que nos dejó los cuellos rojos y nos recordó que necesitábamos
comprar crema solar.
Después de algo más de una hora de carretera, llegó la primera parada del día para visitar el valle de Pololu. Un trekking relativamente corto pero muy recomendable, desciende hasta la rocosa playa en la que muere el rio Pololu. En la bravura del océano, el rio transforma su vida tranquila para unirse a la marea ante la mirada atenta de acantilados que, impasibles, recibían las embestidas de las olas.
La siguiente parada fue en el pueblecito de Hawi, cuyos edificios
recordaban a la arquitectura del lejano oeste, sin llegar al glamour de Fort
Worth. Nuestra idea era comer aquí pero el restaurante que buscábamos había pasado a mejor vida, por lo que poco a poco fuimos bajando la costa de vuelta a Kailua.
Paramos en Mahukona beach park, donde un antiguo puerto ofrecía la calma perfecta para volver a sumergirse en los decorados de “La Sirenita” una vez más. Siguiendo hacia el sur, visitamos Spencer beach park, en la que un parque lleno de vida miraba hacia una playa llena de gente que recibía olas de sol. La penúltima parada fue en Hapuna beach, conocida por ser la playa de arena blanca más alargada de la isla. Aquí nos animamos a pegarnos un chapuzón y tumbarnos cual reptiles, en busca de vitamina D.
El domingo amanecimos tarde secuestrados por la comodidad de la cama en la “Bamboo House”, nuestro segundo hospedaje en Hawaii, que pedía a gritos fotos instagramer con su combinado de madera barnizada, jardín tropical y estilo yogui.
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