miércoles, 31 de julio de 2019

Mensajes del pasado (Swakopmund-Skeleton Coast-Twyfelfontein)

La primera sensación de Swakopmund fue el frío viento que provenía de la costa enviado por el océano Atlántico, y el olor a mar que tanto rememora a vacaciones y a libertad. La ciudad transpira calma, con edificios bien cuidados y reminiscencias europeas en su arquitectura. Dimos un agradable paseo por la ciudad, que acabó frente al Atlántico, el cual se mostraba salvaje e indomable: libre. Acampamos en un alojamiento muy apañado, con parcelas de césped bien cuidadas, cada una anexionada a un cuarto de baño privado y con ducha.

El día siguiente estuvo predominado por la niebla. Una niebla densa y misteriosa que cubría todo lo que no fuese nuestro espacio más inmediato. Una niebla que se disipó momentáneamente mientras visitábamos Cape Cross: una reserva de lobos marinos.

Al aparcar, nos sorprendió lo cerca que estaban de los coches, pero es que literalmente invadían el camino que llevaba a la pasarela de madera desde donde se les puede observar. Ni las focas se cortaban campando a sus anchas, ni algún turista que les plantaba el móvil delante obteniendo como respuesta un bramido amenazador por parte de alguna.

No esperábamos la siguiente escena: invasiva para el olfato, con un hedor acre, persistente y penetrante; los sonidos, a medio camino entre balido, mugido y llanto de bebé; y los leones marinos, aletargados y dejados caer sobre la arena, despertando solo para marcar su territorio, agresivos, cuando otra foca buscaba hueco cerca del lugar donde descansaban ellas. Los cachorros mamaban mientras sus madres yacían inertes y algún otro buscaba a la suya haciéndose escuchar mientras avanzaba de lado a lado tras un baño rápido.

Ya en la carretera de nuevo, el escenario de niebla era perfecto para adentrarnos en el tramo permitido de la Skeleton Coast. Paisajes blanquecinos, a veces cubiertos de un negro cenizo; paisajes desolados, casi piratas; imagen acentuada por algún barco varado junto a la orilla, pero sobre todo por las historias de naufragios, de barcos que no pudieron ganar la batalla contra la marea y fueron empujados por el viento a esta Costa de los Esqueletos, convirtiendo su presencia en mensaje de advertencia.

Sin embargo, aquí en Namibia el paisaje cambia continuamente, como nos dijo más adelante una guía, y tal cual entramos en Damaraland, ocuparon la vista los rojos, marrones y verdes, con mesetas y montes en forma de embudo inverso. 

Tras una noche de descanso en un camping cercano, visitamos el yacimiento arqueológico de Twyfelfontein, donde se preservan petroglifos de más de 6000 años de antigüedad. Parece que se atribuye la autoría a la tribu de los san y que utilizarían los mismos como medio de comunicación intergeneracional. Quizás el más original de todos es un avestruz con cuatro cabezas que en realidad no son sino cuatro posiciones diferentes de la misma, pudiéndose considerar con poco error de margen, la primera animación de la historia.

Muy cerca se encuentra el lugar conocido como Organ Pipes; una zona donde se suceden en simétrico paralelismo columnas de rocas como tubos; de ahí que sean comparadas con el mecanismo de un órgano: la música mineral.

A pocos metros se alza la Burnt Mountain, bautizada así por los colores que le confiere el manto amoratado de sus rocas volcánicas, que contrasta con los amarillos del monte contiguo.

Ya pensando que la etapa había terminado, nos dirigimos camino a Etosha para dormir en las proximidades. De pronto, yendo de copiloto, sólo pude dar un respingo ante la imagen que vi junto a la ventanilla de Violeta, y vocalizar un “uooo” de admiración, incapaz de decir algo más coherente y avisarla de que parase. ¡Teníamos al lado una jirafa! 

El camino nos proporcionaba un aperitivo de lo que encontraríamos en Etosha. Pero es hora de dejar aquí el relato, buscar alojamiento y descansar para mañana. Tres largos días llenos de respingos nos esperaban por delante.

jueves, 25 de julio de 2019

Las luces del ocaso (Cañón del río Fish-Solitaire-Walvis Bay-Spitzkoppe)

Finalmente y debido a la larga distancia que nos separaba de Spitzkoppe, decidimos hacer dos escalas tras un alto para comer en medio del camino, a la sombra de un árbol y de nuestra Bushcamper. 

Cuando ya la próxima población grande nos quedaba a dos horas y pronto empezaría a anochecer, paramos a descansar en Keetmanshoop para retomar el camino al día siguiente.

La escala para el segundo día iba a ser Solitaire. Excepto el tramo final, más atractivo, casi toda la carretera era asfaltada, por lo que llegamos antes de lo previsto.  Solitaire es un asentamiento con una gasolinera, relativamente cerca de Sesriem. Se ha hecho famoso por conservar un aire al Lejano Oeste, con coches y camionetas destartalados dejados, o más bien plantados, como decoración.

Aún teníamos dos horas de luz por delante, así que decidimos seguir camino a Swakopmund y descansar en algún camping que encontrásemos a nuestro paso. Los órices volvieron a aparecer junto a un grupo de zebras que se cobijaba a la sombra de un árbol. 

Cuando empezaba a ser un buen momento para buscar alojamiento, nos encontramos con el Rostock Ritz, publicitado como la última oportunidad para detenerse antes de Walvis Bay (muy cerca de Swakopmund). Sin embargo, el campamento ya estaba lleno y solo podían instalarnos en una habitación a un precio que no se ajustaba a nuestro presupuesto, ofreciéndose, eso sí, a llamar al próximo alojamiento, a más de 30km siguiendo la C14. Confirmaron que había sitio y pusimos rumbo sin dilación para llegar antes de que el sol se escondiese.

La carretera hasta el Namib’s Valley of Thousand Hills, donde finalmente dormimos, fue un regalo; porque nos encontramos con las primeras avestruces; por supuesto, por los paisajes que empezaban a anaranjarse con la puesta de sol mientras conducíamos rodeados de colinas revestidas por la luz del ocaso; porque cruzamos de nuevo el Trópico de Capricornio, dirección norte y porque disfrutamos como niños de una montaña rusa de caminos que subían hasta ocultar la bajada, mostrándola de golpe para gozo de nuestra adrenalina que se disparaba en cada descenso y en cada curva al mismo tiempo que el paisaje se mostraba en su máximo esplendor y el camino se estrechaba.

Al llegar al alojamiento, ya anochecido, nos informaron que el camping estaba completo, pero como se habían comprometido por teléfono, nos dejarían un bungalow al mismo precio. Así que esa noche pudimos dormir en cama.

Las vistas al amanecer nos pillaron por sorpresa, y ante nosotros se encendía un paisaje que hacía honor al nombre del alojamiento: un montón de colinas ondulaban el terreno y jugaban con las luces y las sombras mientras se prendían de colores. 

Desayunamos ante las mismas, y recogimos para emprender ruta hacia Walvis Bay.

Conforme nos acercábamos, el desierto volvió a hacerse presente y las dunas nos envolvieron en un marrón árido hasta que a nuestra izquierda, como un espejismo, apareció una charca entre las dunas moteando de verdes, azules y rosas el monocromático terreno. ¡Era una colonia de flamencos! Última parada antes de llegar a nuestro destino. 

Tres horas después, llegábamos al Spitzkoppe Rest Camp, una zona de acampada bajo las faldas y las rocas ocres del Spitzkoppe (1728m). El mayor atractivo es lo apartados que están los lugares de acampada, ofreciendo una sensación de exclusividad. Las rocas, dejadas caer una sobre otra como en equilibrio, con sus surcos, grietas y originales formas curvilíneas que más parecen amasadas, y el atardecer encima de los peñascos observando cómo las tonalidades se hacen incandescentes y se saturan, eran el punto final para esta etapa.


miércoles, 24 de julio de 2019

La lengua burlona del desierto (Sesriem-Lüderitz-Kolmanskop-Cañón del río Fish)

Justo antes de salir del Naukluft National Park, hicimos una breve parada para pasear por el cañón del río Sesriem antes de dirigirnos hacia nuestro siguiente destino: Lüderitz. No obstante, la distancia era grande y no llegaríamos en esta tercera etapa, al no ser recomendable conducir de noche debido a la nula iluminación y la aparición de animales que conquistan los caminos. Así que decidimos tomárnoslo con calma.

Los paisajes de lejanas y cada vez más próximas mesetas con tonalidades rojizas, marrón, cobre, violeta y hasta verde latón, no paraban de sucederse y extasiar nuestra vista. Caminos de polvo que se levantaba tras nuestro paso y traqueteo interminable, amenizados por señales de tráfico atípicas para nosotros: “Advertencia: órices”, “Peligro, zebras”, “¡Ojo jirafas!”. Y una parada de rigor en cada una; con calma, hasta que poco antes de que anocheciese nos encontramos con la Farm Tiras, una granja en medio del desierto, impoluta y verde, regentada por una agradable mujer que al quedarse viuda decidió seguir a solas con la misma.  Tenía el cámping ocupado, por lo que nos ofreció aparcar delante de una de las habitaciones a precio de acampada y pudiendo utilizar los servicios y la cocina. Al anochecer, la vía láctea presumía brillante y luminosa como nunca antes la habíamos visto.

Llegando a Lüderitz a la mañana siguiente, el paisaje cambió drásticamente, quedándose desnudo y exhibiendo únicamente dunas de las cuales el viento vertía su arena sobre la carretera, creando rutas perpendiculares a la misma. De imprevisto, el escenario había dado paso a la imagen del abandono; las señales de advertencia mostraban ahora el perfil de una hiena. Cruzábamos las huellas del pasado y dejábamos para mañana la ciudad de Kolmanskop.

Entrábamos en Lüderitz, y aquí el presente parecía más esperanzador, con casitas pintadas en colores vivos y llamativos. Nos alojamos en el aparcamiento exterior de una antigua casa colonial que conservaba dos puentes de mando de barco intactos como si hubiesen quedado allí varados. 

Esta ciudad costera, antigua colonia alemana, fue fundada para comerciar con el guano que podían extraer de las islas; y proliferó al descubrirse diamantes en las arenas del desierto. La fiebre por este codiciado mineral propició que brotase la ciudad de Kolmanskop de la nada, así como que quedase olvidada y desolada tras su paso, una vez se descubrieron diamantes de mayor tamaño más al sur y la Primera Guerra Mundial hacía sentir sus consecuencias. En 1956 ya no quedaba nadie.

El atractivo de esta ciudad fantasma es adentrarse en sus casas fagocitadas por las dunas, contemplar la mágica elegancia de lo que sobrevive al olvido y la ausencia; cómo de la amnesia que cubre la ciudad, se ha rescatado y se preserva la escondida belleza. Es como si una boa de arena hubiese tratado de engullir las casas para, en última instancia, vomitarlas y abandonar los restos.

Las puertas entreabiertas, encalladas, o invitando a adentrarse en las sugerentes ruinas, o vencidas por la lengua de arena que se burla de la efímera gloria, del esplendor pasajero. Las paredes desconchadas, pero conservando parte de su color pastel original, aún coquetas. Todo este abandono, aún habla desde el silencio.

Con su eco en nuestros sentidos, condujimos hasta el Naute Dam por carreteras que encuentran el horizonte, rodeadas de mesetas y paisajes acuarela. 

Aparcamos en un camping que hay junto a la presa y nos dejamos empapar por la luz del atardecer acompañados por una colonia de roedores a medio camino entre marmota y rata.

Por la mañana, tras acabar de completar el tramo que nos faltaba, llegamos al mirador del Cañón del Río Fish; el segundo más grande del mundo tras el del Colorado. Un mastodóntico paisaje de cortados, acantilados, planicies, entrantes y salientes rocosos se desplegaba al óleo y en múltiples colores frente a nosotros conforme nos acercábamos. 550 metros de profundidad a nuestros pies. Estábamos contemplando cómo el paso de los años había ido dejando espacio para que el río fluyese por su actual cauce. Todo un recorrido trazado por un gigantesco reptil de piedra, exclusivamente para que el Fish pueda lucirse a lo grande.

Admirados, dejamos el sur de Namibia para poner rumbo al norte, sin saber todavía cuál sería la siguiente parada de escala hasta Spitzkoppe.

sábado, 20 de julio de 2019

Dunas de azafrán (Barcelona-Windhoek-Sesriem)

Bienvenidos a uno de los países con menor densidad de población del mundo, con tan solo 2 millones y medio de habitantes y una media de tres namibios por kilómetro cuadrado. Os invitamos a desempolvar vuestras imágenes de África y a dejar que sean envueltas por el polvo de las carreteras de grava y arena, infinitas y desiertas, que va dejando la estela de nuestra Toyota Bushcamper. Un viaje en el que los trayectos son parte del destino y la música una pasajera más en los caminos por el namib (“llanura grande y seca” en nama). 

Sin más preámbulos, reclinad vuestros asientos, abrochaos los cinturones, permeabilizad vuestros prejuicios y disfrutad con nosotros de un roadtrip en 4x4 por Namibia y Botswana, con parada en Zimbabwe para visitar las Cataratas Victoria. 

Llegamos a Windhoek tras casi 30 horas de trayecto. Ese primer día estaba reservado a planificar lo poco que quedaba, cambiar euros a NAD (dólares namibios) y descansar. Traíamos abrigo porque aquí es invierno, pero mentalmente estábamos tan poco preparados, que el gerente del hostal se quedó sorprendido ante nuestra pregunta de cómo apagar el aire acondicionado de la habitación. “No tenemos aire acondicionado...”.

La mañana del 17, tras las explicaciones técnicas y los consejos pertinentes, avituallamos nuestra Bushcamper en un supermercado cercano, llenamos el depósito y pusimos rumbo a Sesriem, siempre por la izquierda, por donde se conduce aquí. Maps.Me, una aplicación tipo Google Maps que se puede utilizar offline, marcaba que estábamos a 332 km. ¡Tardamos más de 6 horas en recorrer la distancia! Si al límite máximo de velocidad (que suele ser de 80km/h porque la mayoría de carreteras son como pistas forestales) se le suma que cada poco parábamos a fotografiar a los animales que se cruzaban o pasaban por el camino... Babuinos, facóqueros (o Pumbas) y sobre todo elegantes órices con sus rectos y estilizados cuernos, retrasaban la llegada a nuestra meta.

Al día siguiente, tres horas nos separaron de la entrada al Namib Naukluft Park, por donde se accede a Sossusvlei, recorrido esta vez detenido por una manada de zebras que galoparon delante de nosotros hasta encontrar la salida que les permitió alejarse de la amenaza humana.

En el destino es donde se encuentran las fotogénicas dunas ocres, imagen estandarte del país, algunas de las cuales superan los 300 metros de altura. Empezamos subiendo la Duna 45 acompañados únicamente de una pareja de Israel (escenario muy diferente al que viviríamos la mañana siguiente al amanecer). El tiempo apremiaba, pues las puertas del parque cierran a las 19:15h y a las 18:30h anochece, así que una vez coronada la duna y con las vistas de los alrededores en nuestras retinas, nos acercamos hasta el parking de Sossusvlei, envueltos por un paisaje azafranado.

Un shuttle nos acercó hasta la entrada del Deadvlei, pues nos acobardaron las advertencias de un encallamiento casi seguro para conductores inexpertos de 4x4. Este lugar es un tributo natural a la belleza del paso del tiempo y sus estragos. Aquí se han quedado inmortalizados en danza los troncos de los árboles que un día se abastecían de un lago hoy desecado y reducido a suelo blanquecino que contrasta con el azul claro y limpio del cielo y el anaranjado cálido de las dunas que lo rodean, especialmente la Big Daddy, de 325 metros. 

Acabamos el día viendo atardecer desde lo alto de la Duna Elim, encontrando la foto que atestigua la postal del sol africano de El Rey León; sol que atraía el manto rojizo de las dunas y lo reservaba para devolvérselo al día siguiente, pulido en colores dorados. Y en busca de ese momento de cesión de luces nos despertamos a las 5:30h para encontrar un asiento en el palco de la Duna 45.

Éramos los segundos en cola esperando que las puertas del parque abriesen, y al recorrer los 45 kilómetros hasta la duna que toma su nombre de la distancia que la separa de Sesriem, más de 20 coches nos habían adelantado. Parece que las ansias de llegar nublaban sus cuentakilómetros omitiendo e ignorando los límites de velocidad establecidos, por lo que a nuestra llegada, una hilera de personas que ya simulaban la columna vertebral de la duna, disputaban la meta tratando de suplir con jadeos el hundimiento de sus pies en la arena. Otros, entre los que nos encontrábamos, adelantábamos sin remordimientos a los que se nos habían colado anteriormente. Y en la cresta, llegó el momento. El sol aparecía en el horizonte mientras en nuestras cabezas una voz cantaba los primeros versos de El ciclo de la vida: una despedida redonda para la primera etapa de nuestro viaje.