sábado, 4 de mayo de 2019

Una nueva era (Barcelona-Tokyo)

El viaje hasta Tokyo no pudo ser más fugaz, a pesar de los pronósticos. El cansancio acumulado de los días previos a la boda, junto con la carrera en el aeropuerto de París para embarcar a tiempo a las 23:30, hicieron mella y funcionaron como narcótico durante el tiempo suficiente para llevarnos en volandas hasta la última hora y media de vuelo.

Ya en tierra firme y habiendo cruzado la frontera, el primer choque fue el silencio que reinaba, teniendo en cuenta el trajín que suele contener un aeropuerto. Tras cambiar monedas de euros a yenes, y en la cola para retirar nuestro Japan Rail Pass, vimos a un robot interactuando con un niño que no cabía en sí de asombro. Habíamos aterrizado sin saberlo en un escenario de Blade Runner, lo cual constatamos al día siguiente.

Desde el tren que cruzaba la ciudad, nuestros ojos trataban de pescar las primeras imágenes, viajando incontrolados de lado a lado y de arriba a abajo. Y es que estábamos comprobando que Tokyo, a diferencia de la mayoría de ciudades, se descubre desde arriba y a diferentes niveles. En algunas zonas la calle casi se puede afirmar que tiene pisos y desde el suelo los negocios anuncian en qué planta se ubican para que no haya pérdida llegando a ellos. 

Unos farolillos, ligados al imaginario occidental de Asia, iluminados con letras japonesas,  marcaban la ruta hacia el hostal Origami, que cruzaba el templo Sensō-ji, dragón rojo que dormía sin hacer caso a los focos que destacaban su belleza legendaria. La lluvia comenzaba a salir discretamente a escena.

Al día siguiente, en el barrio de Shinjuku, tuvimos una mezcla de flashforward y déjà vu al sentirnos en un futuro ya reconocido en la ciencia ficción de las películas de los '80: carteles con caracteres coloridos anunciando restaurantes robotizados o espectáculos de autómatas; todo ello tras una cortina de lluvia, una luz gris apagada y alguna que otra luz de neón.

Así que para escapar de los tonos grisáceos, como la ciudad también esconde remansos donde la naturaleza despliega sus colores más vivos, nos dirigimos al Shinjuku Gyoen. La fiesta del hanami ya pasó, pero algún cerezo todavía conservaba sus flores y el viento aún no había barrido su muda rosa.

Este Central Park nipón es una muestra de cómo la ciudad comparte su ritmo urbanita con el compás zen y clorofílico. Todo en esta cultura parece limpio, ordenado y en su sitio. Suponemos que por pura supervivencia, pues en la ciudad habita casi el mismo número de personas que el de toda la población española junta. Quizás por ello han tenido que encontrar la manera de poner lógica y eficiencia en todo: desde señalizar por dónde subir o bajar las escaleras para conseguir movimientos más fluidos y evitar congestiones, hasta crear puestos de trabajo cuya responsabilidad es controlar las filas y colas de los metros, buses o trenes. 

La marabunta a la que ahora pertenecíamos, como en un día de mascletà, tenía una inteligencia superior y ordenaba el caos de paraguas que se cruzaban, subiéndolos, bajándolos o ladeándolos instintivamete como en un baile de Mary Poppins consiguiendo así que el movimiento no cesase. El gentío nos acompañó en el mercado de Tsukiji (donde nos iniciamos en el sushi y el sashimi) y en Akihabara. 

Este último barrio es una especie de Las Vegas para frikis. Aquí se pueden comprar mangas (tanto libros como cualquier tipo de merchandising), jugar a antiguos videojuegos en salas de recreativos que venden incluso Game Boys o cumplir fantasías fetichistas en un Maid Café siendo servido por una camarera que se refiere a ti como su dueño.

Y aunque fue fugaz no solo el viaje sino también nuestra visita a Tokyo, resulta que coincidió con que históricamente terminaba una era, la del emperador Akihito que abdicaba ese mismo día en Naruhito. Empezaba la era Reiwa, que significa "bella armonía", no solo para los japoneses, sino también (ojalá) para nosotros. Bienvenidos a un nuevo viaje: ¡Irasshaimase!


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