martes, 7 de mayo de 2019

La elegancia del instante (Kyoto)

Un shinkansen (o tren bala) nos disparaba hacia Kyoto a 300 km/h dejando atrás la gran ciudad asiática "a la americana" para dejarnos caer en un Japón más cercano a la cultura tradicional. Tratando de simplificar, mientras que Tokyo es el Nueva York japonés, Kyoto tiene un aire más recogido, menos urbanita, de tradición modernizada, en el que parece más posible toparte con el señor Miyagi haciéndote una reverencia, sonriente.

Llegábamos a primera hora de la tarde. El plan era dejar las mochilas en el hotel y aprovechar hasta las 17h, que es cuando cierran prácticamente todos los templos. 

Empezamos el reconocimiento de la nueva ciudad por el Higashi Hongan-ji. Un trozo grueso de cuerda, con el que transportaron los troncos para reconstruir el templo, se exhibe aquí con orgullo por haber sido hecho con cabellos femeninos donados para la causa.

En el templo, la armonía, la pulcritud y la calma se desprendían del olor a tatami y se tentaban en el suave caminar por los suelos de madera mientras la gente paseaba discreta, en silencio. 

Después, mientras el sol caía, aprovechamos las vistas que ofrecen los ventanales acristalados del decimoprimer piso de la estación de trenes, para otear la ciudad y reconocer sus calles.

Tomando la torre de Kyoto como referencia para orientarnos, volvimos sobre nuestros pasos para dejarnos recomendar por los dependientes del hotel una izakaya en la que experimentar la gastronomía japonesa. Esa noche, degustamos bocados de erizo de mar, aletas de raya y almejas al vapor con sake, para pasear, de vuelta, en nuestra primera expedición por el barrio de Gion.

El segundo día empezamos por el mercado de Nishiki, donde los más variados ingredientes culinarios eran expuestos a los objetivos fotográficos y a las pupilas hambrientas de nuevos retos (esta vez, no las nuestras): pulpos rellenos de huevo, anguilas, verduras encurtidas, carpas o incluso gorriones asados. 

A mediodía, el Kinkaku-ji duplicaba su imagen dorada en el estanque, vibrante, rodeado por los diversos tonos verdáceos que revestían el entorno pigmentados con alguna pincelada de rojos, amarillos, marrones y violetas.

Al color, le siguió la calma en el Ryōan-ji, contemplando sus jardines budistas zen de piedras rastrilladas en líneas paralelas que parecían convivir con las ondas, nacidas pero inertes, de las rocas varadas en el jardín, como si estas fueran gotas caídas en la grava, o al contrario acabasen de surgir, flotantes, a la blanca superficie. La reproducción de un instante.

Nuestro recorrido desembocó en el Yasaka-jinja, para acabar la tarde observando la transformación de colores que la caída del sol imponía sobre el rojo, pero ahora anaranjado, templo. Esta degradación era contraatacada por la invasión de kimonos multicolores que posaban insumisos ante sus Smartphones, combatiendo la atenuación del día mientras capturaban alegres los instantes de luz que quedaban.

El tercer día, el jet lag por fin cedió y nos permitió madrugar, adaptando nuestro horario al japonés y pudiendo disfrutar de la relativa soledad que ofrecen las primeras horas del día al visitar uno de los lugares más fotografiados de Kyoto.

Llegamos sobre las 7:30h a Fushimi Inari-Taisha, un complejo de santuarios conocido por sus fotogénicos pasillos de toriis anaranjados. Al estar estos dispuestos creando un pasillo curvado sin respetar la armonía del orden, los rayos de sol que se colaban por los huecos restantes creaban la sensación de encontrarnos ante un boceto coloreado de la realidad. 

Paseamos bajo los serpenteantes caminos que subían hacia el monte Inari dejándonos calar por la luz anaranjada que nos cubría, la vegetación que los rodeaba y el aire místico sintoísta que emanaba de cada grafía grabada en sus pilares.


Volvimos a Kyoto para visitar el Ginkaku-ji, que inicialmente iba a ser un templo de plata, pero se quedó en el intento y paseamos por sus jardines, donde hay unas formaciones de grava rastrillada en forma de cono partido limpiamente que nos recordaban al santuario Ryōan-ji. 

Bajamos paseando para acabar la tarde por el Sendero de la filosofía, que transcurre paralelo a un canal bajo las sombras de los cerezos. De camino nos encontramos con varios templos, a destacar el último, el Nanzen-ji en el que nos volvimos a encontrar con japonesas retratándose con sus mejores trajes tradicionales. 

De nuevo el anhelo por captar el momento (lo mismo sucede con la escritura o el arte en general); el intento de atrapar la eternidad en la imagen o en la palabra: la búsqueda por retener la elegancia del instante.


4 comentarios:

  1. He despertado leyendo os y maravillada con los colores. Gracias.

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  2. un viaje a la sabiduria, a
    la zen-sibilidad, a la constancia, al respeto a las tradiciones.
    divertíos y aprended, pequeños saltamontes. muchos besos

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  3. Esta descripción me ha gustado más. Pausado, como el país y ciudades que visitan. Es meterse en un cuento...ánimo y adelante..

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  4. ¡Chulísima la entrada! Gracias por compartir vuestros instantes con nosotros. Vaya envidia de viaje ¡Disfrutad pareja!

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