sábado, 18 de mayo de 2019

Entre las nubes (Miyajima-Hakone-Tokyo-Naha-Zazami-Barcelona)

De buena mañana, un ferry nos acercaba a la isla de Miyajima. De camino habíamos notado una corriente más potente que la de anteriores días de personas trajeadas yendo a trabajar y de estudiantes uniformados como en los animes: con su falda y calcetines hasta las rodillas ellas; corbata y mirada baja ellos. 

Se había terminado la Golden week y la rutina volvía a reinar en Japón con nuevo emperador en el trono.

Ya en Miyajima, el camino hacia el santuario del Itsukushima-jinja estaba plagado de ciervos y cervatillos que, indiferentes, descansaban al sol o paseaban por la orilla. 

El torii anaranjado, que se ve rodeado de agua según la marea suba o baje, es básicamente el imán que atrae hasta esta isla o hasta Hiroshima, pues los dos destinos suelen combinarse. 

Su posición solitaria en el mar, con los colores azafranados que responden a los cambios de luz, funcionan de entrada al santuario sintoísta y de invitación a la introspección y a la tranquilidad. 


Otro de los lugares que merece la pena visitar es el templo budista Daishō-in, con sus abundantes estatuas de felices Budas de diferentes tamaños y materiales, vestidos con gorros de lana o mantillas que contrastan con el húmedo verde que los recoge. 

El retiro de este templo, más alejado de la costa, permite que se convierta en un verdadero remanso de paz donde rendirse al silencio. 

Decididos a alargar la calma y el reposo, nos dirigimos a Hakone, donde el Japan Rail Pass nos perdía la pista y nos la encontraba el Hakone Free Pass para poder visitar la zona a base de bus, ferry y teleférico.

En esta zona volcánica abundan los onsen de aguas termales. El primer día, tras una rápida exploración, nos dejamos seducir por el reposo de sus baños y nos uniformamos con yukatas, la vestimenta tradicional.

El siguiente día, antes de dejar Hakone y tras reponer energías con el desayuno japonés, subimos por la mañana hasta una zona con fumarolas desde la que el Monte Fuji se alzaba armonioso y simétrico, a pesar de las nubes que amenazaban con ocultarlo y del obstinado viento que insistía en ayudarlas.

Rehicimos nuestras mochilas, y por la tarde, el barrio otaku por excelencia de Tokyo, nos readmitía en Akihabara para hacer una parada en un maid cafe y vivir el frikismo de un show en directo con camareras bailando sonrientes, disfrazadas de sirvientas y juntando sus manos en forma de corazón.

Tres horas después de una carrera a contrarreloj para dejar las mochilas grandes en los lockers de la terminal 2 y llegar a la terminal 3 donde estaba nuestra puerta de embarque, un avión nos dejaba esa misma noche en el aeropuerto de Naha, capital de Okinawa. El contraste con el resto del Japón que habíamos vivido era evidente: las actitudes humildes cedían a toscas e imperturbables maneras, las personas trajeadas pasaban a vestir camisas de estampados tropicales y lucían pieles más tostadas. El paisaje también había cambiado: dejábamos atrás el orden y el impecable aspecto de las calles y aterrizábamos en calles más propias del sudeste asiático, más confusas, descuidadas y donde impera la humedad.

Nuestros penúltimo y último día los pasamos en la isla de Zamami. El primero, el tiempo sólo nos permitió obtener unas vistas panorámicas breves antes de descargar una llovizna persistente sobre la isla.

Revólver sonaba mientras escribíamos la anterior entrada con su versión acústica de "Entre las nubes".

El último día, la lluvia cedió momentáneamente y el mar traslucía la suficiente claridad como para poder bucear y descubrir el fondo marino que cobijaba damiselas, arrecifes de coral, contoneantes anémonas, atractivos peces loro, calamares, peces payaso, parejas de elegantes ídolos moro, peces unicornio... un aperitivo de lo que el interior marino custodia.

Sin embargo, el sol reservaba su aparición estelar al momento en que nuestro ferry nos dejaba de nuevo en Naha para tomar otro avión con destino a Tokyo, donde nos quedaba una noche, cerca del aeropuerto de Narita.

El viaje llegaba a su fin y Carlos Goñi sonaba de fondo, preparándonos para la agridulce rutina del regreso:

"Y vuelta a empezar a derribar paredes, a no pisar más charcos, a construir más puentes, a respirar más fuerte, a buscar el sol entre las nubes".

viernes, 10 de mayo de 2019

Bombas cromáticas (Kyoto-Himeji-Hiroshima)

La segunda parte de nuestra estancia en Kyoto la habíamos reservado para utilizar la ciudad de base y hacer mini excursiones a los alrededores. Concretamente dos: el bosque de bambú de Arashiyama y el castillo de Himeji. Dos lugares emblemáticos.

La primera era una de las excursiones en que más expectativas habíamos puesto. Las fotografías que habíamos encontrado emanaban una espiritualidad, una magia y sobre todo una soledad que no se correspondieron con la realidad. Y no es que el sitio no merezca una visita, pero uno ha de saber que a lo que llaman bosque de bambú es a un único pasillo alargado que cruza por el medio del bambusal, por lo que a pesar de que se madrugue, aquí parece difícil ser el único visitante. Los esbeltos troncos de bambú que despliegan sus hojas a una altura considerable, ofrecen una humedad verde que invita al retiro. Lástima que todos queramos disfrutar al mismo tiempo de la misma y el lugar se convierta en un flujo de turistas magnético.

A media mañana dimos dos saltos en la escala de colores: Uno, pasando del verde bambú al rosa chicle en el shinkansen de Hello Kitty, decorado completamente con dibujos de la gatita japonesa que tanto furor causa; y un segundo salto, del rosa al blanco del castillo Himeji-jō, conocido también como "el castillo de la garza blanca", que sobresalía sacando pecho de su pasado samurai, imponente, estético.


Por dentro no hay mucho que ver más que las vistas desde lo alto de su torreón. Merece más la pena pasear por sus alrededores y jardines para encontrar pequeños miradores desde los que descubrir a la garza posando estática. 

Por la noche aprovechamos nuestro último día paseando por las calles de Ninen-zaka y Sannen-zaka, a estas horas inundadas por un silencio poético.


En estas dos callejuelas o cuestas del barrio de Higashiyama, todavía se respira el perfume del Kyoto tradicional, especialmente por la noche, cuando las tiendas están cerradas, las luces ténues de las farolas son la única iluminación, el tiempo ralentizado desprende el aroma del pasado, y las calles están desérticas.


La mañana siguiente, un shinkansen nos dejaba en Hiroshima. Dejamos las mochilas y empezamos nuestra visita en la "Cúpula de la Bomba Atómica".


Este edificio ha sido restaurado para que permanezca tal cual quedó tras la bomba, como testimonio de aquel incidente tan lamentable y prehistórico.

Pero como ya comprobamos en Camboya, a veces el ser humano es capaz, no solo de superar las tragedias, sino de convertirlas en origen de algo constructivo y positivo. Este es un ejemplo de una de esas veces: la cúpula se encuentra en el Parque Conmemorativo de la Paz, transformando así el lugar donde se halla un vestigio bélico, en símbolo pacífico.

En ese mismo parque, un grupo de estudiantes de Primaria nos paró para entrevistarnos porque estaban haciendo un proyecto con el colegio para practicar su inglés; iban acompañados de los catalizadores del arma más poderosa: sus padres y profesores. Acabamos inmortalizando el momento, y cómo no, la mayoría posó con el símbolo de la paz, también conocido como el "patata" a lo asiático.

Por último visitamos el revelador Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima donde se ofrecen, entre otras explicaciones, el origen de la historia de las guirnaldas de grullas multicolores de origami que invaden la ciudad: Sadako tenía dos años cuando cayó la bomba atómica sobre Hiroshima en 1945 y años después enfermó de leucemia por los efectos de la radiación. Empezó a crear grullas de papel con la esperanza de recuperarse si conseguía llegar a mil, como aseguraba una leyenda japonesa. A los doce, Sadako falleció y sus compañeras decidieron hacer mil grullas de papel para que fuesen enterradas con ella. Desde entonces, se convirtieron en símbolo de esperanza y de paz, resignificando este suceso dramático.

En momentos conflictivos, violentos o de desgracia, nadie piensa que haya posibilidad de reconstrucción. Sin embargo, la experiencia demuestra que el perdón, la búsqueda de reconciliación y asentar los cimientos en una nueva convivencia sanadora, son la clave para la reinvención de una nueva sociedad en la que paradójicamente, y contra todo pronóstico, solo se usarán las armas retóricas y las bombas cromáticas.


martes, 7 de mayo de 2019

La elegancia del instante (Kyoto)

Un shinkansen (o tren bala) nos disparaba hacia Kyoto a 300 km/h dejando atrás la gran ciudad asiática "a la americana" para dejarnos caer en un Japón más cercano a la cultura tradicional. Tratando de simplificar, mientras que Tokyo es el Nueva York japonés, Kyoto tiene un aire más recogido, menos urbanita, de tradición modernizada, en el que parece más posible toparte con el señor Miyagi haciéndote una reverencia, sonriente.

Llegábamos a primera hora de la tarde. El plan era dejar las mochilas en el hotel y aprovechar hasta las 17h, que es cuando cierran prácticamente todos los templos. 

Empezamos el reconocimiento de la nueva ciudad por el Higashi Hongan-ji. Un trozo grueso de cuerda, con el que transportaron los troncos para reconstruir el templo, se exhibe aquí con orgullo por haber sido hecho con cabellos femeninos donados para la causa.

En el templo, la armonía, la pulcritud y la calma se desprendían del olor a tatami y se tentaban en el suave caminar por los suelos de madera mientras la gente paseaba discreta, en silencio. 

Después, mientras el sol caía, aprovechamos las vistas que ofrecen los ventanales acristalados del decimoprimer piso de la estación de trenes, para otear la ciudad y reconocer sus calles.

Tomando la torre de Kyoto como referencia para orientarnos, volvimos sobre nuestros pasos para dejarnos recomendar por los dependientes del hotel una izakaya en la que experimentar la gastronomía japonesa. Esa noche, degustamos bocados de erizo de mar, aletas de raya y almejas al vapor con sake, para pasear, de vuelta, en nuestra primera expedición por el barrio de Gion.

El segundo día empezamos por el mercado de Nishiki, donde los más variados ingredientes culinarios eran expuestos a los objetivos fotográficos y a las pupilas hambrientas de nuevos retos (esta vez, no las nuestras): pulpos rellenos de huevo, anguilas, verduras encurtidas, carpas o incluso gorriones asados. 

A mediodía, el Kinkaku-ji duplicaba su imagen dorada en el estanque, vibrante, rodeado por los diversos tonos verdáceos que revestían el entorno pigmentados con alguna pincelada de rojos, amarillos, marrones y violetas.

Al color, le siguió la calma en el Ryōan-ji, contemplando sus jardines budistas zen de piedras rastrilladas en líneas paralelas que parecían convivir con las ondas, nacidas pero inertes, de las rocas varadas en el jardín, como si estas fueran gotas caídas en la grava, o al contrario acabasen de surgir, flotantes, a la blanca superficie. La reproducción de un instante.

Nuestro recorrido desembocó en el Yasaka-jinja, para acabar la tarde observando la transformación de colores que la caída del sol imponía sobre el rojo, pero ahora anaranjado, templo. Esta degradación era contraatacada por la invasión de kimonos multicolores que posaban insumisos ante sus Smartphones, combatiendo la atenuación del día mientras capturaban alegres los instantes de luz que quedaban.

El tercer día, el jet lag por fin cedió y nos permitió madrugar, adaptando nuestro horario al japonés y pudiendo disfrutar de la relativa soledad que ofrecen las primeras horas del día al visitar uno de los lugares más fotografiados de Kyoto.

Llegamos sobre las 7:30h a Fushimi Inari-Taisha, un complejo de santuarios conocido por sus fotogénicos pasillos de toriis anaranjados. Al estar estos dispuestos creando un pasillo curvado sin respetar la armonía del orden, los rayos de sol que se colaban por los huecos restantes creaban la sensación de encontrarnos ante un boceto coloreado de la realidad. 

Paseamos bajo los serpenteantes caminos que subían hacia el monte Inari dejándonos calar por la luz anaranjada que nos cubría, la vegetación que los rodeaba y el aire místico sintoísta que emanaba de cada grafía grabada en sus pilares.


Volvimos a Kyoto para visitar el Ginkaku-ji, que inicialmente iba a ser un templo de plata, pero se quedó en el intento y paseamos por sus jardines, donde hay unas formaciones de grava rastrillada en forma de cono partido limpiamente que nos recordaban al santuario Ryōan-ji. 

Bajamos paseando para acabar la tarde por el Sendero de la filosofía, que transcurre paralelo a un canal bajo las sombras de los cerezos. De camino nos encontramos con varios templos, a destacar el último, el Nanzen-ji en el que nos volvimos a encontrar con japonesas retratándose con sus mejores trajes tradicionales. 

De nuevo el anhelo por captar el momento (lo mismo sucede con la escritura o el arte en general); el intento de atrapar la eternidad en la imagen o en la palabra: la búsqueda por retener la elegancia del instante.


sábado, 4 de mayo de 2019

Una nueva era (Barcelona-Tokyo)

El viaje hasta Tokyo no pudo ser más fugaz, a pesar de los pronósticos. El cansancio acumulado de los días previos a la boda, junto con la carrera en el aeropuerto de París para embarcar a tiempo a las 23:30, hicieron mella y funcionaron como narcótico durante el tiempo suficiente para llevarnos en volandas hasta la última hora y media de vuelo.

Ya en tierra firme y habiendo cruzado la frontera, el primer choque fue el silencio que reinaba, teniendo en cuenta el trajín que suele contener un aeropuerto. Tras cambiar monedas de euros a yenes, y en la cola para retirar nuestro Japan Rail Pass, vimos a un robot interactuando con un niño que no cabía en sí de asombro. Habíamos aterrizado sin saberlo en un escenario de Blade Runner, lo cual constatamos al día siguiente.

Desde el tren que cruzaba la ciudad, nuestros ojos trataban de pescar las primeras imágenes, viajando incontrolados de lado a lado y de arriba a abajo. Y es que estábamos comprobando que Tokyo, a diferencia de la mayoría de ciudades, se descubre desde arriba y a diferentes niveles. En algunas zonas la calle casi se puede afirmar que tiene pisos y desde el suelo los negocios anuncian en qué planta se ubican para que no haya pérdida llegando a ellos. 

Unos farolillos, ligados al imaginario occidental de Asia, iluminados con letras japonesas,  marcaban la ruta hacia el hostal Origami, que cruzaba el templo Sensō-ji, dragón rojo que dormía sin hacer caso a los focos que destacaban su belleza legendaria. La lluvia comenzaba a salir discretamente a escena.

Al día siguiente, en el barrio de Shinjuku, tuvimos una mezcla de flashforward y déjà vu al sentirnos en un futuro ya reconocido en la ciencia ficción de las películas de los '80: carteles con caracteres coloridos anunciando restaurantes robotizados o espectáculos de autómatas; todo ello tras una cortina de lluvia, una luz gris apagada y alguna que otra luz de neón.

Así que para escapar de los tonos grisáceos, como la ciudad también esconde remansos donde la naturaleza despliega sus colores más vivos, nos dirigimos al Shinjuku Gyoen. La fiesta del hanami ya pasó, pero algún cerezo todavía conservaba sus flores y el viento aún no había barrido su muda rosa.

Este Central Park nipón es una muestra de cómo la ciudad comparte su ritmo urbanita con el compás zen y clorofílico. Todo en esta cultura parece limpio, ordenado y en su sitio. Suponemos que por pura supervivencia, pues en la ciudad habita casi el mismo número de personas que el de toda la población española junta. Quizás por ello han tenido que encontrar la manera de poner lógica y eficiencia en todo: desde señalizar por dónde subir o bajar las escaleras para conseguir movimientos más fluidos y evitar congestiones, hasta crear puestos de trabajo cuya responsabilidad es controlar las filas y colas de los metros, buses o trenes. 

La marabunta a la que ahora pertenecíamos, como en un día de mascletà, tenía una inteligencia superior y ordenaba el caos de paraguas que se cruzaban, subiéndolos, bajándolos o ladeándolos instintivamete como en un baile de Mary Poppins consiguiendo así que el movimiento no cesase. El gentío nos acompañó en el mercado de Tsukiji (donde nos iniciamos en el sushi y el sashimi) y en Akihabara. 

Este último barrio es una especie de Las Vegas para frikis. Aquí se pueden comprar mangas (tanto libros como cualquier tipo de merchandising), jugar a antiguos videojuegos en salas de recreativos que venden incluso Game Boys o cumplir fantasías fetichistas en un Maid Café siendo servido por una camarera que se refiere a ti como su dueño.

Y aunque fue fugaz no solo el viaje sino también nuestra visita a Tokyo, resulta que coincidió con que históricamente terminaba una era, la del emperador Akihito que abdicaba ese mismo día en Naruhito. Empezaba la era Reiwa, que significa "bella armonía", no solo para los japoneses, sino también (ojalá) para nosotros. Bienvenidos a un nuevo viaje: ¡Irasshaimase!