viernes, 28 de julio de 2017

La marea (Beijing)

Pisábamos la capital China tras 12 horas de vuelo y de buena mañana. El cansancio se lastraba en nuestras mochilas y se aliaba con las dificultades de comunicación chinas para que llegáramos al Hostel tres horas después. Los primeros olores nos empalagaron nada más dejar el metro con una mezcla de tabaco y polución que se adhirieron a nuestras narices. Desde el inicio la marea de gente nos dejó sin aliento como una ola que rompe encima de ti de manera inesperada. Y es que aquí todos los días son día de mascletà.
Pretendimos descansar un rato y el Jet lag (hasta ahora un desconocido para mi) se rió en nuestra cara y nos arrastró a la deriva hasta que despertamos cinco horas más tarde en el océano de nuestra cama. De perdidos al río, decidimos dedicar el día a preparar las siguientes etapas del viaje.
El día siguiente no amanecía mucho mejor; el cielo gris pekinés hacía pucheros y rompió a llorar cuando entrábamos en la Plaza Tiananmen, la mayor plaza pública del mundo con 440.000 m², imaginaros todas las opciones que ofrece el lugar para cubrirse de la lluvia… exacto, ninguna en todos sus metros cuadrados.
La idea inicial era ir a la ciudad prohibida, pero verla con los ojos llorosos no nos pareció buena idea y volvimos al Hostel esperando que amainara. Allí nos volvió a picar el Jet lag y la cama nos engulló una vez más.
Decididos a luchar por nuestra cordura y salud, nadamos a contracorriente y salimos por la tarde a visitar el Templo del cielo, también llamado Tian Tan. Emocionado porque visitábamos su templo, el cielo se puso el traje de gala local de gris plomizo. Habían pasado apenas 24 horas y ya distinguíamos nuevos aromas en las calles, como el de la salsa de soja y el de los noodles de microondas.
En el templo disfrutamos viendo a los locales jugando a las cartas y estampándolas con fuerza contra la piedra con sus fonemas característicos, mientras otro grupo prefería jugar con un volante más grande que el de badminton a que no tocara el suelo mientras lo pateaban de maneras imposibles.

De Tian Tan destaca el “Templo de las rogativas por las buenas cosechas”; un templo que se posa sobre una plataforma de mármol y se compone por tres techados en forma de paraguas a modo de matrioska abierta. Como su nombre indica, aquí el emperador pedía por las buenas cosechas. Para proseguir nuestra adaptación, nos fuimos a cenar pato pekinés a un restaurante al lado del Hostel que por sus colas invitaba a sentarse y disfrutar de un buen manjar.

El tercer día ya ganada la batalla al cansancio y dejándonos llevar por la marea, visitamos al fin la ciudad prohibida. Antaño quien entrase sin invitación era ejecutado. Hoy en día esa invitación se compra con unos cuantos yuanes (la moneda nacional).


Este complejo de edificaciones antiguas es todo un laberinto que deja sin aliento a cualquiera y asusta por su enormidad. Los amplios patios, las balaustradas de mármol y los tejados acampanados, te transportarían a la época de los emperadores si no fuera por los cientos de visitantes que te rodean como un día de rebajas.

Al mediodía subimos las empinadas escaleras de la torre del tambor para ver los hutongs (casas con patio tradicionales) desde arriba, con la suerte de asistir al toque de tambores (cuatro veces al día salen 5 personas y tocan los antiguos y enormes tambores de la dinastía Ming) y a un show que parecía salido de Humor amarillo, en el que un hombre hinchaba con su nariz un flotador con una voluntaria encima; el presentador cómo no, estaba emocionado y lo animaba de manera estridente.

Para acabar nuestra primera estancia en Beijing nos paseamos atónitos sin saber dónde mirar por Nanlougu Xiang y alrededores (dicen que ha perdido su alma y solo es un destello de lo que fue, pero para nosotros que estamos en periodo de adaptación a esta cultura era formar parte de una película en directo), casas tradicionales, tiendas de animales con toboganes, churros con nata con un torero publicitándolos…No sabíamos si estábamos en China o rodeados por frikismo japonés, pero al ser tan diferente nos alucinaba.
Como buenos chinos nos empezamos a dejar llevar por la marea y empezamos a acostumbrarnos a los escupitajos arrancados desde el alma; a los niños con el pantalón agujereado en el culo para poder hacer sus necesidades de manera efectiva si es necesario; a que la gente nos pare por la calle para hacerse una foto con nosotros; a los baños turcos que nos hacen sudar la gota gorda por el esfuerzo de la posición y el apuro de tener buena puntería mientras se aguanta la respiración…

Cerrando el día, un tren nocturno nos mecía hasta el sueño camino a Pingyao.

4 comentarios:

  1. Muy bonito Pablo..ya tenía ganas de leerte. Besos

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  2. Me encanta lo cutres que son. Mucho calor?

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    1. Mar! La palabra valenciana coent se origina en una visita de Ovidi Montllor a China. Cuando llegamos no hacía mucho calor, pero ahora es insoportable!

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