lunes, 31 de julio de 2017

Entre quechuas y aimaras (Puno-Isla de los Uros-Taquile)


El 23 cambiamos el paisaje costero por la montaña peruana. Como ya adelantamos, el bus duró más de lo esperado, pues la carretera a Arequipa estaba destrozada y en obras; así que el trayecto daba más vueltas que de normal para evitarla. ¡Y vaya vueltas! Como teníamos que ascender casi 4000 metros, no parábamos de dar giros. Algunas personas venían desde Lima por lo que estaban ya desesperadas, así que el panorama era el siguiente: niñas vomitando, mujeres rezando en voz alta para que se acabase el calvario (pues estando en el segundo piso, el movimiento era mayor y realmente incómodo) ¡y aún quedaban doce horas por delante! Un infierno, sobre todo la subida hasta Cuzco, porque después era más o menos línea recta; nuestros salvavidas fueron el e-reader y los paisajes andinos. Eso sí, fue un buen medio para ir aclimatándonos a la altura y evitar sufrir soroche (como llaman aquí al mal de altura) teniendo en cuenta que Puno está a 3800 metros sobre el nivel del mar. Llegamos de noche y la diferencia de temperatura era notable, pero estábamos derrotados y fue fácil conciliar el sueño.

Por la mañana repusimos fuerzas con un desayuno que incluía, cómo no, mate de coca. El día fue tranquilo. En Puno, los trajes de las mujeres recuerdan que estás en un pueblo de cordillera: mujeres con bombín, coloridos awayus (la tela que se atan a la espalda para cargar objetos o niños), anchas faldas, zapatos hechos con neumáticos, largas trenzas y unas arrugas que llevan escritas la experiencia de los años en el frío clima. 

El centro de Puno es pequeño y se condensa junto al lago Titicaca, por lo que las vistas desde el mirador Huajsapata daban de pleno con el legendario lago, donde cuenta la mitología inca que nacieron el Sol, Manco Cápac y Mama Ocllo (los hijos del Sol). El lago es además frontera para el idioma quechua y aimara. En la parte norte de Puno y en las islas flotantes predomina el aimara, mientras que en la sur y Taquile se habla quechua. Una reunión de culturas que solo podía conseguir el Sol.

Puno es entrañable y la zona de piedras del arco Deustua recuerda a algunos pueblos españoles. Comimos en un restaurante por 5 soles, los platos estrella de Perú: ceviche y chicharrón de pollo, raciones generosas y sabrosas. Una vez más, tuvimos la suerte de encontrar un local frecuentado únicamente por peruanos.

Que conste, no es que huyamos de ser calificados turistas, pues lo somos; pero para encontrar la mejor gastronomía local, un indicio bastante fiable es fijarse dónde comen los lugareños; además de ser una ayuda para meterse de lleno en la cultura del país y evitar las burbujas turísticas que nos creamos como protección a tanto cambio. Acabamos el día paseando por el lago dispuestos a visitarlo al día siguiente.

El 25 embarcamos temprano rumbo a las islas de los Uros. Estas son islas flotantes hechas de totora, una especie de juncos que crecen en las partes más superficiales del lago.

Creo que en el extranjero nunca había sentido de manera tan palpable que estaba en un parque de atracciones hasta que nos recibieron las mujeres de los Uros, ondeando los brazos y chillando en aimara: "Kamisaraki" para que todos los turistas contestásemos al unísono la palabra que nos habían enseñado previamente y tenían escrita detrás: "¡¡¡Waliky!!!" Perdón la comparación, pero entre los coloridos trajes y el momento "¿Cómo están ustedes?" uno no sabía si estaba ante el grupo Parchís peruano o ante una cámara oculta.

En la isla que visitamos vivían cinco familias; todas (al menos en ese momento) orquestadas para que los que estábamos nos dejásemos los soles: el jefe dedicado a pasear en barca a unos cuantos; las mujeres vendiendo artesanías; los niños, pulseras y la abuela posando a cámara.

Desde luego es recomendable visitarlos por su singularidad, pero (y quizás sea solo por cómo estaba organizado) uno se va más con la sensación de haber estado en Port Aventura que acercándose a una cultura indígena.

Taquile, sin embargo, parecía más natural. Antes de llegar al pueblo hay que subir una cuesta por un camino empedrado que no parece acabar. Claro, las vistas lo merecen: por orden de cercanía, las terrazas incas de la isla, Titicaca dominando y la cordillera detrás.

Al llegar a la plaza de Armas nos encontramos con el pueblo al completo de celebración y las bebidas (presumiblemente alcohólicas al percibir movimientos sospechosos en los bailes), no paraban de intercambiar de manos (incluyendo las más viejas).

Los colores casi fosforescentes de los trajes de los que bailaban inundaban la plaza en un caos multicolor celebrando las fiestas de San Santiago. Rodeados de trajes regionales, el guía nos buscó un lugar apartado para almorzar (comer) una sopa de quinoa riquísima y media trucha a la parrilla.

Afortunadamente no hizo falta hacer el mismo camino de ida, pues un camino cercano bajaba hasta el puerto donde los arcos que reciben al visitante nos despedían engalanados. Volvimos a Puno donde acabamos el día como de costumbre en la terminal de buses preparados para el nuevo destino: Arequipa.

viernes, 28 de julio de 2017

La marea (Beijing)

Pisábamos la capital China tras 12 horas de vuelo y de buena mañana. El cansancio se lastraba en nuestras mochilas y se aliaba con las dificultades de comunicación chinas para que llegáramos al Hostel tres horas después. Los primeros olores nos empalagaron nada más dejar el metro con una mezcla de tabaco y polución que se adhirieron a nuestras narices. Desde el inicio la marea de gente nos dejó sin aliento como una ola que rompe encima de ti de manera inesperada. Y es que aquí todos los días son día de mascletà.
Pretendimos descansar un rato y el Jet lag (hasta ahora un desconocido para mi) se rió en nuestra cara y nos arrastró a la deriva hasta que despertamos cinco horas más tarde en el océano de nuestra cama. De perdidos al río, decidimos dedicar el día a preparar las siguientes etapas del viaje.
El día siguiente no amanecía mucho mejor; el cielo gris pekinés hacía pucheros y rompió a llorar cuando entrábamos en la Plaza Tiananmen, la mayor plaza pública del mundo con 440.000 m², imaginaros todas las opciones que ofrece el lugar para cubrirse de la lluvia… exacto, ninguna en todos sus metros cuadrados.
La idea inicial era ir a la ciudad prohibida, pero verla con los ojos llorosos no nos pareció buena idea y volvimos al Hostel esperando que amainara. Allí nos volvió a picar el Jet lag y la cama nos engulló una vez más.
Decididos a luchar por nuestra cordura y salud, nadamos a contracorriente y salimos por la tarde a visitar el Templo del cielo, también llamado Tian Tan. Emocionado porque visitábamos su templo, el cielo se puso el traje de gala local de gris plomizo. Habían pasado apenas 24 horas y ya distinguíamos nuevos aromas en las calles, como el de la salsa de soja y el de los noodles de microondas.
En el templo disfrutamos viendo a los locales jugando a las cartas y estampándolas con fuerza contra la piedra con sus fonemas característicos, mientras otro grupo prefería jugar con un volante más grande que el de badminton a que no tocara el suelo mientras lo pateaban de maneras imposibles.

De Tian Tan destaca el “Templo de las rogativas por las buenas cosechas”; un templo que se posa sobre una plataforma de mármol y se compone por tres techados en forma de paraguas a modo de matrioska abierta. Como su nombre indica, aquí el emperador pedía por las buenas cosechas. Para proseguir nuestra adaptación, nos fuimos a cenar pato pekinés a un restaurante al lado del Hostel que por sus colas invitaba a sentarse y disfrutar de un buen manjar.

El tercer día ya ganada la batalla al cansancio y dejándonos llevar por la marea, visitamos al fin la ciudad prohibida. Antaño quien entrase sin invitación era ejecutado. Hoy en día esa invitación se compra con unos cuantos yuanes (la moneda nacional).


Este complejo de edificaciones antiguas es todo un laberinto que deja sin aliento a cualquiera y asusta por su enormidad. Los amplios patios, las balaustradas de mármol y los tejados acampanados, te transportarían a la época de los emperadores si no fuera por los cientos de visitantes que te rodean como un día de rebajas.

Al mediodía subimos las empinadas escaleras de la torre del tambor para ver los hutongs (casas con patio tradicionales) desde arriba, con la suerte de asistir al toque de tambores (cuatro veces al día salen 5 personas y tocan los antiguos y enormes tambores de la dinastía Ming) y a un show que parecía salido de Humor amarillo, en el que un hombre hinchaba con su nariz un flotador con una voluntaria encima; el presentador cómo no, estaba emocionado y lo animaba de manera estridente.

Para acabar nuestra primera estancia en Beijing nos paseamos atónitos sin saber dónde mirar por Nanlougu Xiang y alrededores (dicen que ha perdido su alma y solo es un destello de lo que fue, pero para nosotros que estamos en periodo de adaptación a esta cultura era formar parte de una película en directo), casas tradicionales, tiendas de animales con toboganes, churros con nata con un torero publicitándolos…No sabíamos si estábamos en China o rodeados por frikismo japonés, pero al ser tan diferente nos alucinaba.
Como buenos chinos nos empezamos a dejar llevar por la marea y empezamos a acostumbrarnos a los escupitajos arrancados desde el alma; a los niños con el pantalón agujereado en el culo para poder hacer sus necesidades de manera efectiva si es necesario; a que la gente nos pare por la calle para hacerse una foto con nosotros; a los baños turcos que nos hacen sudar la gota gorda por el esfuerzo de la posición y el apuro de tener buena puntería mientras se aguanta la respiración…

Cerrando el día, un tren nocturno nos mecía hasta el sueño camino a Pingyao.

Los matices de la tierra (Ica-Huacachina-Paracas)

Por la ventana del autobús con rumbo a Ica se avistaba un paisaje desértico de pueblos apartados de la civilización, de casitas apretadas unas con otras y de polvo. La propaganda política se sucedía, pintada en los muros orientados a la carretera. Lo que nos llamó la atención fue la cantidad de pintadas exigiendo la libertad de Fujimori.

Contextualicemos: en las elecciones de 1990 vence a un Vargas Llosa que se postulaba a presidente; dos años después, da un autogolpe de estado; en 2000 se presenta a un tercer mandato (lo cual era inconstitucional) y sigue en el poder sin mayoría; ese mismo año se destapa una trama de corrupción en la que está implicado y huye de Perú, regresando arrestado en 2005 y siendo declarado culpable de violación de derechos humanos en 2009, año en que ingresa en prisión. 

Con todo este edulcorado resumen, sorprende que una parte de la población pida su libertad y que su hija Keiko haya estado a punto de ganar las elecciones de 2016; aunque hablando con nuestro guía en Paracas entendimos todo un poco mejor; pero dejemos la historia por el momento pues el bus ha llegado a Ica.

En el hostal nos enteramos que la carretera por la costa a Arequipa está cerrada, por lo que a la mañana siguiente hemos de replanificar. El GPS recalcula destino y nos envía a Puno, donde llegaríamos dos días después.

El mediodía nos sorprendió en la plaza de Armas regateando precios para la excursión a la Reserva Nacional de Paracas de la siguiente jornada. Por horarios del bus a Puno estábamos limitados a contratar una excursión privada, pues queríamos evitar las islas Ballestas que retrasarían nuestros planes. No pudimos haber tenido más suerte, pues esta decisión permitió que visitásemos Paracas casi en exclusiva mientras los tours grupales se entretenían en las islas.

Pero sigamos en el 21 de julio, donde un taxi nos lleva a Huacachina, un oasis en medio de las dunas. El oasis en sí se presenta con una estética más artificial que natural, pero las dunas que lo rodean son dignas de contemplar.

Comenzamos subiendo por una de ellas con el sol de frente y los pies hundiéndose a cada paso como si estuviésemos haciendo step. Nos llevó media hora llegar a lo alto de la montaña de arena desde donde el desierto nos deleitó con sus sinuosas jorobas de camello. Un mar de dunas se extendía ante nuestros ojos como estáticas olas de arena. Parece mentira pensar que esas curvas doradas tan perfectas sean formadas únicamente por el viento.

Las líneas de su espalda eran acariciadas por la brisa, que a su vez nos cubría silenciosa pero constantemente de fina arena, tomándonos por una parte más de la duna.

Bajamos dando saltos, recogiendo en nuestras botas parte de la arena que nos había sostenido en lo alto, para coger un buggy. Estos automóviles que recuerdan a los de la última película de Mad Max son la principal atracción de las dunas. Los areneros, 4x4 descapotables, desafían a las leyes de la gravedad subiendo casi hasta la cima de las dunas para girar en el último momento 180 grados redirigiéndose hacia la falda de las mismas en una suerte de barco pirata de las ferias. Así que en Huacachina el silencio del desierto es sustituido por los gritos de euforia de los turistas cuando el buggy hace una de sus piruetas.

Acabamos el día viendo atardecer desde lo alto de una de las dunas, después de una sesión light de sandboard, que es como el snowboard pero sobre arena como se puede  deducir.

A las 7:15 del 22 de julio, nos recogió en el hostal Carlos Hernández Hernández, nuestro chófer a Paracas. Como hemos adelantado, fue un acierto ir en tour privado. Entre otras razones, por la oportunidad de poder preguntar por la historia, la política, las costumbres... Así que en el camino hicimos un repaso a la historia política de Perú y comprendimos cúal es el denominador común de los dictadores que encuentran la conformidad del pueblo: el populismo. Acércate a los necesitados, dales seguridad y alimento y conseguirás que te defiendan; será más poderosa la imagen que construyas que lo que chirríen tus actos. Es un matiz importante.

Llegando a Paracas visitamos el Obelisco de la Independencia donde la leyenda cuenta que mientras José de San Martín descansaba en su empresa por liberar al Perú, pasaron unos flamencos volando y allí se fraguaron los colores de la bandera: en el blanco y rojo de los flamencos andinos que venían de Chile. Cerca del centro de interpretación, se reunía una colonia y pudimos observar sus extraños bailes y sus tortuosos cuellos de cisne. La siguiente parada fue visitar las playas rodeadas de escarpados acantilados de la reserva.

Primera parada: junto a la playa Supay, la Catedral; un saliente de roca que tras el terremoto de 2007 perdió la forma que le había dado nombre al verse amputado de la tierra a la que permanecía conectado. Frente a este peñasco, observando las manchas blancas que cubren la roca, Carlos nos habló de la Guerra del Guano, un abono natural que resultó ser 30 veces más potente que el de vaca y el motivo de guerra contra Chile a finales del siglo XIX. Menuda cagada...

Segunda parada: playa Yumaque, que en comparación con las siguientes no consiguió destacar.

Tercera parada: playa Roja. Con un lobo marino varado y rodeado de carroñeros nos recibía una de las playas más espectaculares; no tanto por su ubicación sino por la variedad de colores que visten sus tierras. El color granate oxidado de su orilla contrasta con las olas turquesas que lo bañan y con el ocre sulfuroso que cubre el acantilado que termina en ella. La naturaleza, pese a lo que algunos pensarán, no necesita filtros de Instagram para conseguir presumir de colores saturados. Disfrutar de esta maravilla sin estar rodeado de turistas es un privilegio.

Las tres playas que nos quedaban por ver (Lagunillas, la Mina y el Raspón) son un reclamo, más porque en ellas esté permitido el baño que porque puedan rivalizar con las anteriores.

Sin embargo, la primera ofrece la posibilidad de estar prácticamente cara a cara con el pelícano peruano que posó para nosotros durante un buen rato, orgulloso de su plumaje y ladeándose como buen modelo.

Volvimos sintiéndonos afortunados de haber podido disfrutar de la clase magistral de historia ante tales paisajes, prácticamente solos y con el tiempo que nos hizo (a pesar de que aquí es invierno). Pero como en el viaje siempre hay una de cal y otra de arena, y de arena ya íbamos sobrados, terminamos la jornada en la estación de bus, saliendo una hora y media más tarde de lo previsto y con un trayecto por delante que creíamos que era de 18 horas y acabó siendo de 28... pero eso es otra historia que merece ser contada frente a otros paisajes...

lunes, 24 de julio de 2017

Agujetas en las alas (Valencia-Ámsterdam-Lima)

Sucede que tras trece años del viaje iniciático en que se nos inyectó la sed de viajar y recorrer mundo, un virus programado para que quemen agujetas en las alas (como diría Ismael Serrano) cada cierto tiempo y despierte la morriña de explorar paisajes desconocidos, vuelvo con Violeta tras "los pasos perdidos" al continente del realismo mágico, donde Macondo se hace carne, y en especial al país causante de que este blog crezca cada año y de que unos servidores busquen saciar su necesidad intermitente de emigrar.

Pero antes de llegar al país de los incas, nuestro avión (versión modernizada de las carabelas) hacía una larga escala en Ámsterdam. Dieciocho horas dan para mucho, así que aprovechamos para pasear por el Barrio Rojo mientras las cortinas escondían en horario infantil su mayor reclamo.

Conforme el sol se fue poniendo y empezábamos a ubicarnos entre tanto canal, la marea de turistas comenzó a subir y se hicieron más habituales los golpes en los escaparates de las exhibicionistas, indignadas por quienes hacían caso omiso de los carteles que pedían no tomar fotos.

Las luces de neón inundaban la ciudad bipolar, dando paso a la personalidad nocturna que duerme durante el día, cual Jekyll & Hyde.

Y por no alargar, daremos un salto en el tiempo de 24 horas desde que nos recibió el aeropuerto para acostarnos en los pocos sofás que encontramos sin posamanos (o antiviajeros haciendo escalas nocturnas) hasta el momento en que el avión aterrizó en Lima, pues todo lo demás es carne de olvido (tiempo de espera, de lectura, de paseos, de embarque...). Aunque he de decir, que esos tiempos muertos, inicios descargados de responsabilidades, son los que más se recuerdan durante el curso; sobre todo la voz de la máquina que más despierta el sentimiento de libertad y de tantos principios: "Please proceed to gate number..."

El caso es que todo estaba planificado para que al aterrizar nos llevase un taxi contratado hasta el hostal; sin embargo, nunca salen las cosas como se esperan, y tras pasar el control de inmigración, cuando solo quedaba la recogida de maletas (en el último paso de la burocracia migratoria), la cosa empezó a truncarse: no apareció la mochila, ni había taxi para recibirnos con nuestro nombre a la salida. Llamamos al hostal y nos reconocieron que habían olvidado avisar al conductor... Genial. Salimos del aeropuerto... Los taxistas son al turista lo que los periodistas a los famosos: se avalanchan con una única pregunta: "¿Taxi?" ¡Que empiece el regateo! En el hostal pagábamos 70 soles por la recogida y la negociación in situ empezaba en 135; se cerró en 60. ¡Viva el Perú!

A la mañana siguiente, por fin, visitamos Lima. La primera experiencia no fue un chapuzón en la nueva cultura, sino un "embutirse" para poder entrar en el bus metropolitano que nos llevaba a Lima Centro.

Empezamos paseando por la plaza San Martín, siguiendo por la calle Jirón de la Unión, una peatonal que desemboca en la Plaza de Armas: amplia y con una fuente protegida por policías, que aquí se hacen llamar "serenazgo". La plaza alberga palmeras, unos edificios coloniales de color mostaza, la catedral y el palacio de Gobierno.

Tirando hacia el noreste, a la neblina gris-cenizo que cubre toda la ciudad y esconde la luz del sol, las vistas del Cerro de San Cristóbal le sacaban los colores desde el Parque de las Murallas. Las casitas que se esparcen por las faldas, prácticamente unas encima de otras, maquillan y alegran el paisaje desértico y marrón grisáceo que domina Lima. El efecto difuminado recuerda a los dibujos hechos con tizas de colores sobre el suelo gris de un colegio.

Abrimos el apetito en el Mercado, donde el pescado tenía una pinta buenísima, todos ordenados y frescos; y es que ellos son el ingrediente principal del plato estrella peruano: el ceviche. Y rodeados de tanta comida, nos entraron las ganas de comprobar si la fama de la cocina peruana era la merecida, así que buscamos un restaurante donde comer en la Av. Tacna y nos topamos con uno en el que siendo los únicos extranjeros pudimos dejarnos aconsejar para empezar a deleitarnos con la cocina de aquí.

Por la tarde y ya aprovechando las últimas horas, pues al ser invierno anochece a las 18h, dimos un paseo por Barranco, el barrio bohemio de Lima. Cruzamos el Puente de los Suspiros, lugar predilecto de las jóvenes parejas peruanas para sus encuentros románticos, rodeados de nuevo por el color mostaza-colonial y acabamos el día en el mirador que se abre al océano.

El plan del día siguiente era todo una incógnita, pues queríamos salir hacia Paracas, pero dependíamos de la hora en que llegase el equipaje extraviado. Afortunadamente la mochila llegó a las 8h, cuando ya teníamos todo preparado. Durante estos días, en Perú se celebran las Fiestas Patrias, que aunque realmente son el 28 de julio comienzan la semana previa, así que antes de planificar la mañana, teníamos que comprar los billetes de bus para el siguiente destino. Ya no quedaban buses a Paracas, así que readaptamos la ruta para ir primero a Ica.

Nos despedimos de Lima visitando Miraflores, el barrio rico, buscando al Pichulita de Vargas Llosa por sus calles. La diferencia es tan grande que parece casi una ciudad diferente, más desarrollada pero menos auténtica. Eso sí, las vistas al océano desde el mirador de Larcomar, encima de los acantilados, son solo mejoradas cuando uno se acerca al Parque del Amor, subiendo por la costa.

Una escultura de una pareja de barro en pleno escarceo preside el parque, rodeados de bancos decorados con azulejos de colores a lo Gaudí. Los colores, los versos románticos escritos sobre ellos y la brisa oceánica animaban a quedarse allí más tiempo, pero este apremiaba y tuvimos que buscar el bus que nos llevase a la estación de Soyuz, desde donde saldríamos a Ica, una hora más tarde de lo previsto, pues nos lo habían reservado telefónicamente desde el hostal olvidando informarnos de que además de pagarlo, había que confirmar por Internet.

Pero no hay por qué molestarse. Al fin y al cabo, el tiempo no es tan objetivo como pensamos desde Europa, es una medida más que se adapta según culturas y países. Tomen asiento y sean bienvenidos al Perú.