viernes, 29 de julio de 2016

Bautizo monzónico (Valencia-Bangkok)


Parece que Asia engancha, pues tres años después de nuestro viaje al sureste asiático, uno de los dos vuelve; cambiamos compañero por compañeras de aventuras (pobres…). Este verano, el blog tendrá que dividirse en dos etiquetas: una para el viaje de Pablo y Mireia a Islandia; y otra para Violeta y para mí al segundo acercamiento al sureste asiático (Tailandia-Laos-Camboya). Y todo predice que este sí que será un “Tú a Londres y yo a California”, pues las entradas asiáticas prometen estar marcadas por el caos y la multitud de su gente, sus regateos, su calor sofocante estival… seguro que nada que ver con lo que pasará en la otra punta, al norte, ¡cerca del Polo!

Dejadme que empiece intentando transmitir las sensaciones o impresiones que pone Bangkok en juego cuando se pisan sus calles: la selva parece invadir la ciudad por momentos; las zonas verdes, casi más que un retal, son un pedazo de jungla vivo incrustado en el cemento de sus callejones; tan vivo que traspasa sus propiedades a las madejas y enredaderas de cables que ocupan una primera capa de techo sobre nuestras cabezas; el tráfico es una constante, decorada por los taxis de color rosa chillón y los tuk-tuk (que en algunos tramos son los únicos que dan movimiento al estancamiento de luces rojas y pitos);  el calor, húmedo de sauna, pegadizo, se abraza cual mochila dejando arrastrar sus pies, como el humo de los coches; el tacto de los pies descalzos pisando el suelo sagrado de un wat (templo); los olores penetrantes a especias y cloaca de las calles a los que pronto se acostumbra el olfato; o el bofetón de aire acondicionado en los buses que obliga a preparar en la mochila de mano un abrigo de supervivencia… Welcome back to Asia!

El primer día llegábamos a las 00h de España, 5 de la madrugada en Bangkok, por lo que el jet lag y el cansancio de cargar con las mochilas en busca del hostal se apoderó de nosotros y dejamos reposar nuestros cuerpos antes de ponernos en marcha para ver el Wat Traimit, que alberga un Buda de oro macizo. Nos impactó más por ser el primero que por el metal, pues para alivio de Buda, todos son prácticamente iguales (salvando los materiales).

Después, nuestros pasos se perdieron buscando las calles de Chinatown. Digo se perdieron porque no encontraban el abarrotado barrio chino que prometía la guía, pues en Tailandia, a partir de las 16h todo empieza a cerrar; así que sólo veíamos una calle de puestos con persianas bajadas o en proceso de hacerlo. Tan tarde parecía ser para sus horarios, que tuvimos dificultad en encontrar abierto algún restaurante asequible donde cenar.

El segundo día, tratando de adaptarnos ya al horario, visitamos la vieja Bangkok, donde se concentran las mayores atracciones, a la que llegamos en barca subiendo el río Chao Phraya. Paseamos por la famosa Khao San Road y nos dejamos atrapar en la medida de lo posible por el Wat Kaew y el Wat Pho; pues no contentos con el calor sofocante, el "decoro en la vestimenta" que exigen estos templos resulta asfixiante a estas temperaturas… 

El premio llegó con el Wat Pho, donde un Buda reclinado de 46 metros de largo parecía disfrutar con su eterna sonrisa del diluvio repentino que comenzó a caer y que nos retiró a todos los turistas que estábamos a punto de entrar, a buscar resguardo en su templo. Juro que no miento; a los dos minutos de empezar a llover (lo cual no parecía predecible en el cielo azul y sin nubes de hacía media hora), aparecían de la nada y sospechosamente oportunas, sonrientes tailandesas vendiendo sus chubasqueros y paraguas a precios muy superiores a su valor (y es que ellos lo tienen claro: el precio viene marcado por la necesidad de la adquisición; eso es lo que le da su valía, pues los tuk-tuk que esperaban a las puertas también multiplicaban sus precios). Es más, su sonrisa crecía conforme el turista entendía que la lluvia no remitía y se resignaba a pagar por un chubasquero/bolsa de plástico.  “Acabaréis cayendo vosotros también” decían sus labios en perfecto thai.


¡Pero no!, decidimos dejarnos empapar por la cortina de lluvia monzónica para buscar el camino de vuelta al hostal antes de que cerrasen todo. ¡Y menos mal! El primer intento de coger barco fue fallido pues nos llevó en dirección opuesta; el segundo, por los pelos; pues era el último barco del día, que casualmente nos llevó a buen puerto: al “Oriental Pier” (casualidades de la vida), Desde allí retomamos las calles que faltaban al hostal y compramos en un puesto de comida callejera la cena para llevar (en una bolsita de plástico). Ahora sí, empapados, Asia nos recibía con un bautizo en toda regla. Dicen que viajar no es cambiar de sitio sino cambiar de piel; quizás por eso era tan necesaria la lluvia incesante, para bautizarnos con nuevos nombres y sobre todo con nuevos ojos con los que aprender de este rincón del mundo.

3 comentarios:

  1. Qué raro comentar el viaje desde el sofá y qué alegría leeros al fin! Disfrutar a tope del viaje! En breves cruzamos entradas desde el frió norte. Un besazo!

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  2. Fabuloso querido sobrino. Ya echaba de menos esos viajes para mi....sin cansancio, sin calor. ...viendo por tus ojos,oliendo lo q describes.
    Este año pasaré del calor sofocante al fresco islandés.
    Besos.

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  3. Enrique, qué extraordinaria pluma llevas en tu mochila. Y qué penita dejar al pequeño partir hacia Islandia.

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