lunes, 23 de diciembre de 2024

El mal de aventura (Uvita-Austin)

Es consabido que no hay Yin sin Yan, que la luz implica sombras y oscuridad, que el Delta muere en el inicio del océano, que no hay principio sin final. Nuestro viaje languidecía y tocaba su fin. Y como siempre, una sensación agridulce se introducía en la mochila como un polizón. La maldición del viajero empezaba a palpitar; el sabor agrio de acabar las aventuras y volver a la inmutabilidad del día a día, se mezclaba con el dulzor de volver a casa y reposar lo vivido. La eterna dicotomía del viajero. La maldición del trotamundos. 

Pero pausemos estos pensamientos por un momento porque hemos decidido acabar el viaje buscando el sol entre las nubes; resueltos a secar en la playa, las experiencias pasadas por agua de Corcovado. 

Amanecimos en Uvita y antes de desayunar, nos acercamos al Parque Nacional Marino Ballena. Esta playa protegida, tiene la forma de la cola de una ballena cuando la marea está baja. 
La fina capa de agua marina, sobre la arena forma un espejo que da extensión al cielo y da permiso para caminar sobre él. Para acabar de decorar el paisaje, la selva está instalada en primera línea de playa ofreciendo prestigiosas vistas a sus inquilinos que pueden ver como la cola de la ballena se sumerge y resurge siguiendo los caprichos de la marea.
Desayunamos antes de lanzarnos a la carretera y nos llevamos puesto un paraguas de nubes que parecían obsesionarse en protegernos del sol. Por suerte, alguno de los rayos consiguió agujerearlas y decidimos hacer parada en la playa Biesanz, muy cerquita del famoso Parque Nacional Manuel Antonio que decidimos esquivar por falta de tiempo y por evitar masificaciones.
Este pedacito de costa que es más bien una cala, resguardada por rocas y vegetación selvática, nos sirvió de refugio de las sombras durante un rato y nos ofreció la oportunidad de disfrutar del sol y reposar lo vivido. 

El mar tiene esa virtud; quizás sea la sal que potencia las vivencias al igual que con la comida, o quizás sean las olas que mecen y adormecen. Quizás está en nuestra piel, que siente la proximidad al mar. Puede ser que la conexión que se forjó desde nuestro nacimiento en la costa levantina, siga calmando nuestros cuerpos cuando sienten la cercanía marina.
La vuelta de las nubes nos sacó del ensimismamiento y nos puso de nuevo en el coche para recorrer los últimos kilómetros hasta San José. 
Pasaban las horas e impaciente, el sol se fue a dormir, entre montañas cubiertas de nubes que ocultaban su belleza. La noche se instaló en Costa Rica antes de que llegáramos a la capital y aparcáramos tras más de 1500 kilómetros de aprendizaje durante esta semana larga.
Celebramos el final del viaje en Café Rojo, un restaurante que mezcla los sabores nacionales, con la gastronomía vietnamita. Saboreando la fusión de nuestro último "Casado" con sabores asiáticos, acompañado con un vino de Chile, sentimos los efectos de la enfermedad del viajero o mal de aventura. Esta maldición se agrava cuando el viaje se convierte en monotonía y uno vive en el extranjero.
Con cada experiencia internacional, el viajero añade una pieza del puzzle que va completando su persona; pero al mismo tiempo pierde el eje de rotación, se desorienta y va desapareciendo su sentimiento de pertenencia a un único lugar. 
En la cotidianidad lo embelesa el olor a aventuras y en el viaje ansía el calor del hogar. Sin embargo, su concepto de hogar se ha multiplicado, y el calor se va dividiendo en cada uno de esos destinos en los que ha vivido. Cuando se está quieto, el espíritu siente ganas de partir y cuando se está en movimiento, las raíces tiran de uno mismo para permanecer en un lugar. Se crea una dicotomía imposible de resolver. Sólo hay una manera de reducir los efectos: no parar de caminar, descubrir, desaprender, vivir; En definitiva, viajar.
Veía volar los pensamientos mientras el avión aterrizaba en uno de nuestros hogares, Austin. Consciente que pronto volvería a sentir los efectos y no quedaría más remedio que lanzarse a la aventura.

"Es más fácil enamorarse de los espíritus aventureros que convivir con ellos. No necesitan a nadie ni entienden que nadie los necesite. Tampoco pertenecen a ningún sitio. Y, cuanto más te esfuerzas por retenerlos, más se alejan. Necesitan volar cuando están en casa y regresar a casa cuando han volado. Se aburren de los demás con facilidad, pero más aún de sí mismos. Atrapados en su libertad, terminan encadenados a ella." David Jiménez.

(1 a 2 de diciembre)

Desde la distancia pero sintiendo el calor de La Terreta cerca, ¡Feliz Navidad familia!

domingo, 8 de diciembre de 2024

Animales fantásticos y dónde encontrarlos (Puerto Jiménez-Parque Nacional de Corcovado)

La lluvia parecía haberse instalado toda la noche sobre nosotros y nos costó pegar ojo con el repicar de las gotas percutiendo el tejado. Nos despertamos antes que el sol y preparamos todo para nuestra aventura en Corcovado ya que a las 5:00 habíamos quedado con nuestro guía Mauricio. 

Apareció cuando desayunábamos en la panadería y nos fuimos juntos hacia el muelle para tomar una barca que nos llevaría navegando a la entrada del Parque Nacional. 

Las olas no daban tregua y la barca iba avanzando entre saltando sobre ellas o esquivándolas. Después de 1 hora y media de viaje, llegamos a la costa. Sabíamos que íbamos a mojarnos, pero un par de olas que reventaron contra la barca, paralela a la marea, se aseguraron de darnos la bienvenida empapándome de arriba a abajo. De perdidos al mar, saltamos al agua y como si del desembarco de Normandía se tratara, nos fuimos acercando a la costa, avanzando junto a las olas hasta llegar a tierra firme. 

El grupo de turistas nos fuimos separando cada uno con su guía y Bea y yo, nos quedamos con Mauricio. De camino a la estación Sirena, que nos daría cobijo en la noche, pudimos tener una pequeña introducción a la fauna. Avistamos un pájaro carpintero que se asemejaba al Pájaro loco y un trogón, que es un pájaro de la familia de los Quetzales y comparte colores resplandecientes en su plumaje. Además, nos topamos con los restos de un avión accidentado que se había ido camuflando con el tiempo rodeándose de musgo y vegetación.

Una vez en la estación, dejamos las mochilas y nos equipamos de botas de lluvia para poder recorrer los caminos sin preocupaciones. Nos adentramos en un territorio de animales peculiares y algunos, totalmente desconocidos. Vimos monos aulladores, monos araña y monos ardilla. En el caso de los primeros, nos topamos con una manada que parecía estar de paseo entre los árboles y vimos embobados cómo pasaban de rama en rama sin la menor preocupación de caer al vacío. Una de ellas llevaba a su cría agarrada y no parecía ver peligro absoluto. Al contrario, pasaba de un árbol a otro saltando y columpiándose.


En la lista de animales avistados también se encontraban murciélagos, halcones cangrejeros, tucanes, un búho, cocodrilos y otras bestias fascinantes. Pero los que más nos emocionaron en la mañana, fueron el encuentro con un oso hormiguero que lanzaba su lengua en forma de látigo fustigando a termitas que acababan en su interior mientras con sus garras se aseguraba en crear el caos para que salieran despavoridas en dirección a su estómago. 

Otro descubrimiento especial nos tuvo haciendo cola en medio de la jungla, para acercarnos a ver al Tapir. Estas criaturas de la familia del cabello y el rinoceronte, realmente parecen de ficción, con sus mini trompas de elefante y cuerpos de hipopótamo. La que pudimos ver estaba durmiendo apaciblemente mientras su cría de unos seis meses se amamantaba en silencio. 

Con tanta emoción, habíamos olvidado que era la hora de comer, pero Mauricio, ducho en el arte de guiar, nos llevó a la estación para comer y descansar un rato. Negándonos a hacer la siesta, nos acercamos al porche con vistas a un antiguo aeródromo que ahora parece más una llanura. El cielo había vuelto a romperse y esta vez como por la noche, no parecía estar dispuesto a dar tregua. Un coatí, una especie de tejón de cola larga, cruzó delante de nosotros dando saltos para resguardarse de la lluvia. 


También aparecieron en busca de refugio unos pecarís, que son como unos cerdos de monte. Y con todo el mundo buscando resguardarse de la lluvia, llegó la hora de salir en expedición. 

Mauricio, Bea y yo, nos zambullimos en la lluvia y nos pusimos a caminar. Los caminos estaban inundados y las botas de lluvia dejaron de tener sentido cuando el agua las inundó por dentro. Vimos pocos animales esta vez: un cangrejo anaranjado que azul parecía ir en busca de una nueva casa tras ser afectado por la inundación; y un cabrito de monte, que se asemeja bastante a un ciervo, se alimentaba ajeno a nosotros, sacando su kilométrica lengua relamiéndose a cada bocado. 

A pesar de los pocos avistamientos estuvimos caminando en busca de suerte hasta que se hizo de noche y volvimos a la estación para cenar. Mauricio nos informó que al día siguiente podría estar con nosotros hasta el desayuno pero que el guía que tendríamos iba a hacer una ruta larga y que si nos apetecía, separaríamos nuestros caminos desde el inicio del día. Algo entristecidos porque ya teníamos confianza con Mauricio, le dijimos que preferíamos poder hacer la caminata larga. Nos dimos las buenas noches, y fuimos a nuestras literas con toda nuestra ropa y mochilas empapadas de cielo.

Volvimos a adelantarnos al sol cuando empezamos a caminar al día siguiente. Nuestro guía se llamaba Dani y también venían dos franceses que habían caminado con él durante los dos días anteriores. Eran unos friquis de los pájaros hasta el punto en que el francés identificaba las especies por el canto. Tenían una lista de aves que querían avistar y cada dos por tres se paraban para sacar los prismáticos en busca de movimiento entre las copas de los árboles. 

Estaba algo secuestrado por los pensamientos previendo un día poco productivo para divisar nuevos animales que no volaran, cuando de repente di el alto al equipo. Había visto un tapir a escasos metros, tumbado tranquilamente. 

Nos fuimos acercando poco a poco y el tapir en lugar de sentirse intimidado, se levantó y empezó a alimentarse. Observábamos y hacíamos fotos admirando al tranquilo animal cuando empezó a aproximarse más y más. Se sentía tan cómodo, que empezó a olerme con su pequeña trompa mientras alucinaba con la suerte de vivir algo tan único.

Dejamos al tapir atrás y seguimos caminando. La experiencia me había librado de mis pensamientos negativos y vi la ruta con otros colores. Atravesamos pantanales, plantas a la altura del pecho y caminos de película agujereados por rayos de sol. En un punto del camino, estaba todo tan inundado e íbamos tan lentos, que el guía vio innecesario seguir más allá y tener que nadar. Así que desayunamos y dimos media vuelta. Además de incontables aves, nos encontramos con mariposas morfo del tamaño de una cabeza, una piara de pecarís que cruzaron el camino y hasta un cabro de monte que hizo el amago de repetir la experiencia del tapir hasta que su corazón hiperactivo y su miedo, le hicieron dar media vuelta.

Volvimos a la estación 6 horas más tarde, agarramos todo, nos despedimos de Mauricio y volvimos sobre nuestros pasos para embarcarnos hacia Puerto Jiménez donde nos esperaba el coche. Todavía nos quedaban unas dos horas largas de carretera. Por el camino, unos loros rojos que confundimos con aves Fénix se encargaron de finalizar el avistamiento de Animales Fantásticos. Si queréis saber dónde encontrarlos, sólo tenéis que empezar a buscar en el Parque de Corcovado, regido por el maravilloso Tapir.   

(29 a 30 de noviembre)

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Acción de gracias (Cahuita-San Gerardo de Dota-Puerto Jiménez)

A las 7 de la mañana, estábamos puntuales en el puente que da acceso al Parque Nacional Cahuita. Cuando entramos, nos dimos cuenta que éramos los primeros en llegar. A los pocos metros de caminar por un sendero de playa colonizado por la jungla, un aguti, cruzó como si lo persiguiera el demonio. 


Al aguti lo habíamos visto por primera vez el día anterior, cuando al ir al baño me encontré con un animal que tenía cara de rata y el cuerpo de ciervo en miniatura. 

Caminando por el Parque, también nos cruzamos con unas cuantas mariposas Morfo que con sus colores azul esmeralda y su tamaño descomunal, nos hacían pensar que estábamos en un cuento de hadas. El camino abovedado por las platas y con las goteras de los rayos del sol, ayudaba a sentirse en territorio de ninfas.

El hechizo se empezó a torcer cuando vimos que había que cruzar un río justo al lado de una señal de cocodrilos. Para evitar sustos, nos acercamos lo máximo posible al mar y fuimos cruzando lentamente pensando que el agua sólo llegaría hasta las rodillas. Al llegar al otro lado del río, estábamos a salvo de cocodrilos, pero el agua nos había llegado hasta los muslos. 

Continuamos caminando, tras calzarnos, para ver que a los pocos metros el camino salía al mar para volver a entrar. A duras penas evité mojarme los pies, saltando de tronco en tronco cuando el agua de la ola retrocedía. Bea no tuvo tanta suerte y acabó caminando resignada, con los zapatos haciendo snorkel. Para colmo, unos metros más allá, se repetía la situación y esta vez eran mis zapatillas las que decidieron bucear. Empapados hasta más allá de las rodillas con nuestros pies dando un festival de sonidos acuosos, decidimos dar media vuelta para evitar llegar al siguiente destino de noche. 

La soda Kawe nos había dado de cenar el día anterior y queríamos que nos siguiera alimentando.


Pero antes de volver, nos pasamos por una palmera que el día anterior hacía la función de hamaca para un perezoso. Fiel a su nombre, ahí seguía un día después; profundamente dormido y con su particular sonrisa bobalicona que parece más propia de una persona bajo los efectos de estupefacientes. 


Tras el desayuno, nos lanzamos a la carretera para recorrer las 5 horas que nos separaban de San Gerardo de Dota. Al llegar al hotel, en un enclave montañoso, el clima estaba nublado y frío. Sin darnos cuenta nos habíamos plantado a 2200 metros de altura. Teníamos un objetivo claro: ver Quetzales. Nuestro plan era ir el jueves temprano al Parque Nacional que lleva el nombre de estas aves. En el Miriam’s Quetzals, en frente de nuestras cabañas, Miriam, con su sonrisa perenne, nos aconsejó ir a Casa Monge. Decía que los Quetzales buscaban el aguacatillo para comerlo y que en el Parque Nacional había poco. “Si quieren caminar, vayan al parque. Si quieren ver Quetzales vayan a las 6:00 a Casa Monge”.

Así que nos tomamos la tarde con calma, cenamos en el restaurante de Miriam y nos dimos un festín gastronómico maridado con salsa Lizano, una salsa nacional que nos encantó y que se volvería con nosotros a Texas en la mochila. Estaba todo bueno pero el postre hecho con papaya en mermelada, parecía ser un pedacito recolectado del cielo.

A pesar de que el despertador sonara a las 5, ya era jueves, día de acción de gracias. Era el día perfecto para dar las gracias por poder ver al ave sagrada de los mayas y aztecas y Thanksgiving, no defraudó. Sin embargo querido lector, a partir de aquí tendrá que hacer un esfuerzo de imaginación porque las fotos las hicimos con la cámara, que desgraciadamente, agotada de trabajar, se quedó dormida en el avión de vuelta, se despistó y no bajó cuando tocaba. Queremos pensar que está feliz viajando de un destino a otro de manera gratuita. Quién sabe.

El caso es que al aparcar en Casa Monge, una persona nos indicó el lugar anunciándonos que había dos Quetzales machos. Nos costó avistarlos hasta que los ojos se hicieron al verde esmeralda intenso. Uno de los machos descansaba escondido en un árbol, pero iba cambiando de lugar cada dos por tres. Por momentos se acercaba, con movimientos poco fluidos, recordando al vuelo de una mariposa, mostrando los rojos del pecho y la cola larga. 

Durante las dos horas que nos mantuvimos estoicos al frío, disfrutamos viendo al Quetzal revoloteando, y descubrimos otros dos machos y una hembra. Llegamos a estar bastante cerca de uno de ellos. Cuando el sol reflejó sus plumas entendimos porqué se trataba del ave sagrada. Los colores reflectantes parecían colores de piedras preciosas y su cola bífida y larga junto a sus movimientos lo alejaban del mundo real y lo acercaba al mitológico. 

Algo agarrotados y dándonos por vencidos al esperar que el último Quetzal alzara el vuelo para poner la guinda al pastel, nos fuimos a desayunar al restaurante de Miriam. 

Mientras llegaba el desayuno fuimos al balcón, en el que un sol calentaba nuestros huesos y una cantidad sinfín de colibríes y otras aves, se daban cita para disfrutar de los comederos que tenían. 

La estampa colmaba a cualquier de paz interior y este instante de pura vida, junto a la oportunidad de ver Quetzales, nos llenó el pecho de agrademiento por lo afortunados qué éramos. Toda esta gratitud, nos la llevamos en el maletero de camino a Puerto Jiménez, donde al día siguiente nos esperaba la siguiente aventura: la visita al Parque Nacional de Corcovado.  Quién nos hubiera dicho que el coche pesaría todavía más, a la vuelta de Corcovado…

(27 a 28 de noviembre)