Despertamos todavia de madrugada en el mismo lugar en el que lo dejamos: en medio de la nada en el hostel random. Estamos cubiertos por un manto de estrellas que nos sabe mal quitarnos de encima pero nos subimos al coche y conducimos hasta el amanecer para llegar al Visitor center del Mauna Kea. Tras los preparativos necesarios: desayuno para tener energía y hacer el check-in con los rangers; empezamos nuestra ascensión desde 2800 metros sobre el nivel del mar para conquistar la cima más alta de la isla.
Por fin, tras 5 horas de ascensión, llegamos al final del camino accesible a 4205 metros de altura, y es que la cima real del Mauna Kea es sagrada para los hawaianos y está prohibido llegar hasta ella. Descansamos agotados, resguardados del viento atronador, nos hacemos la foto de rigor y comenzamos a descender caminando derechos hacia el océano de nubes, con signos de mal de altura que se nos presenta con un dolor de cabeza que bombea nuestras sienes.
Si la última milla se había hecho larga, la bajada con 1400 metros de desnivel negativo, se hace eterna. A pesar de ello, hemos coronado la cumbre de la isla. Hemos llegado más alto que las nubes que ahora atravesamos y mojan nuestro rostro orgulloso y cansado. Por el camino, nos cruzamos con un ranger que nos pregunta si nos encontramos bien, antes de continuar camino hacia la cima. Hemos decidido bajar por la carretera para cambiar el paisaje y para evitar perdernos engañados por la niebla. Nos dejamos llevar paso a paso hasta llegar de nuevo al Visitor Center 8 horas más tarde. Satisfechos por el esfuerzo, avisamos a los rangers para hacer el check-out y les damos las gracias por asegurarse de que todos los que se aventuran, vuelven sin contratiempos serios. Con el mal de altura taladrando nuestras cabezas, nos ponemos en camino hacia nuestra nueva cama, en Volcano Village.
La lluvia decidió ser nuestra compañera durante todo el día y nos encerró en el coche. Nos dejamos llevar por la carretera, alucinando con algunos caminos como la asalvajada Goverment Beach Road, de un solo carril, conquistada por una vegetación que no parecía contentarse con la primera fila y poco a poco, se iba apoderando del lugar. Comimos con vistas privilegiadas a una bahía en la que las olas reventaban con fuerza para lanzarse al aire y volar lo más lejos posible, regalándonos la frescura marina y la mejor banda sonora para serenar el alma.Tras la visita de varias playas con muy poca tregua de la lluvia, volvimos al Volcano Village para dejarnos llevar por los sueños y descansar nuestros cuerpos llenos de agujetas por la ascensión.
El penúltimo día lo dedicamos a explorar el sur de la isla. Empezamos disfrutando de un aromático café en el cafetal “Ka’u Coffee Mill”, nos compramos unos “malasadas” en la panadería más al sur de los Estados Unidos y nos dirigimos a la playa “Punalu’u”, pensando que sería una playa más de arena negra. Para nuestra sorpresa, después de desayunar, vimos embobados cómo tres tortugas marinas tomaban el sol casi en estado comatoso, extasiadas de vitamina D. Lo mejor sin embargo, estaba por llegar. Nos pusimos las gafas de bucear con la esperanza de tener la oportunidad de ver a estos seres un poco más vivos y en su estado natural.
Nada más entrar en el agua, casi nos da un paro cardíaco al ver una tortuga enorme, llevada por la corriente a nuestros pies. Una vez dentro del agua, el avistamiento de las tortugas se normalizó, si algo tan fascinante se puede normalizar. Estos animales, se dejaban llevar por la corriente hasta tal punto que golpeaban sus cabezas y casi se remolcaban. Estos movimientos, sin embargo, los llevaban a cabo con un efectividad casi mágica en la que entregarse a la corriente no era una forma de abandono, sino de fluir efectiva, que aceptaba con humildad la inevitabilidad de la corriente, guardando su energía para seguir viviendo.
Después de este momento tan único, fuimos al punto más meridional de la isla y caminamos durante una hora siguiendo la costa hacia el noreste, en busca de otro lugar extraordinario: La playa de arena verde llamada Papakolea beach.
Esta parte del litoral no sólo sorprende por el color de su arena, sino por encontrarse rodeada de un precipicio que parecía irse desconchando con una gracia natural que la embellecía todavía más.
El último día lo dedicamos a volver a Kailua, recorrer sus calles y digerir todo lo vivido. Se acababa la aventura y volvíamos a la corriente de la monotonía, deseando haber aprendido de las tortugas, que muy sabiamente disciernen cuándo toca dejarse llevar por la marea y cuándo nadar en su contra para llenar la vida de VIDA.
Aloha!
(14 a 17 de marzo)