miércoles, 29 de noviembre de 2023

Ave Fénix (Antigua Guatemala)

El Fénix es un ave que forma parte de la mitología griega. Es un animal de larga vida que, tras morir, se regenera y nace de nuevo de sus cenizas.

Empecemos viajando al pasado, a finales de 1700, cuando la ciudad “Santiago de los Caballeros de Guatemala” era la capital del país durante más de 200 años. La historia da un vuelco cuando en 1773, una serie de terremotos la destruye. Al poco tiempo, se traslada el gobierno y la capital a unos 20km y nace Ciudad de Guatemala. De esta manera, “Santiago de los Caballeros de Guatemala”, destruida y ruinosa, se transforma en “Antigua Guatemala”.

Regresemos ahora al presente o mejor dicho el pasado perfecto, el que se purifica a través de la memoria. Venimos desde Panajachel en coche y ya estamos llegando a Antigua. Conforme entramos en sus calles adoquinadas llenas de coloridos edificios coloniales, sentimos la necesidad de pasear y descubrir sus entrañas. Aparcamos el coche, agarramos la habitación del hostel y nos echamos a sus brazos.

Nuestra primera visita nos lleva a las ruinas de la Ermita de San Jerónimo. Algunas piedras, testigos del pasado, descansan en el suelo mientras otras se mantienen de pie, orgullosas y altivas. Fuera de contexto, las ruinas no tienen mucho interés, aunque ofrecen buenas vistas al volcán del agua.


Continuamos explorando la ciudad, descubriendo sus cenizas en forma de iglesias, conventos y ermitas en ruinas. También observamos el resurgir, con edificios como la iglesia de la Merced, con su decoración sobrecargada, que contrasta el blanco sobre el amarillo.



Conjuntado con la fachada, se encuentra el arco de Santa Catalina que une los dos lados de la 5ª avenida. Es una de las fotos más típicas de la ciudad, pero el propósito del arco, además de decorativo, era hacer de pasadizo secreto. De esta manera, las monjas que habitaban el convento, ahora reconvertido en hotel, podían cumplir con su clausura.  


Seguimos descubriendo pequeños tesoros de la ciudad, como el mercado de Nim Po’t, el Parque Central o la Catedral de San José hasta que llega la noche. Nos recogemos pronto, ya que al día siguiente nos espera una buena caminata para subir a uno de los volcanes que abrazan Antigua. Y es que, la antigua capital, es vigilada por tres volcanes: el volcán del agua, el de fuego y el Acatenango.

Ya por la mañana desayunados, esperábamos que nos recogieran. Siempre tiene que haber un poco de emoción en el viaje, y al rato nos dimos cuenta que se habían olvidado de pasar por nuestro hotel. Por suerte, con ayuda de la propietaria, se solucionó rápido y entramos en la furgoneta camino a las faldas del Acatenango. El repartimento de ropa abrigada, que formaba parte del tour, fue un tanto surrealista y consistió en dejar un montón de guantes, gorros y chaquetas en el suelo para que de manera civilizada o no, fuéramos haciendo acopio del material. 

Comenzamos a ascender al medio día y pronto descubrimos que el volcán no regalaría nada sin esfuerzo. El desnivel se ganaba abruptamente ofreciendo a las dos horas, vistas del volcán de agua, que domina Antigua. Comimos rodeados de gente que subía con la misma esperanza que nosotros: poder ver al volcán de fuego escupir lava en directo. Y es que, el Acatenango con sus 3970 metros de altura, es un volcán dormido que colinda con el volcán de fuego. Como su nombre da a entender, sigue activo y ofrece espectáculos improvisados de humo y fuego a los que tienen la suerte de encontrarse mirando, en el momento indicado.



Llegamos al campamento base tras 4 horas de ascensión, con la respiración acelerada y sudor en la frente. El campamento, formado por unas cabañas de latón y madera estilo chabola, ofrecía vistas espectaculares al volcán de fuego. 

Poco tardó en expulsar su primer aliento de cenizas y humo a la atmósfera, llenando el lugar de paparazis. Nos ofrecieron el “tour de fuego” por un extra de dinero, para acercarse al volcán, pero la guía dejaba claro la peligrosidad de la excursión y decidimos ser prudentes. Conforme atardecía, el frío se iba introduciendo en nuestros huesos. Mis guantes agujereados parecían los de un mendigo y permitían que el frío me invadiera; al caer el sol, nuestros temblores eran tan evidentes y espasmódicos, que decidimos entrar en la “tienda de campaña” para calentarnos un poco. Un emocionado “Wow” nos hizo saltar a abrir la puerta y nos encontramos con una explosión de lava iluminando el cielo oscuro. La ilusión no nos quitó el frío, pero nos animó a seguir con la puerta abierta para avistar más rápidamente las erupciones, atentos a los gritos de nuestros compañeros que parecían estar más preparados que nosotros para las bajas temperaturas.

Antes de cenar, pudimos disfrutar de dos erupciones más. La cena, la devoramos por hambre y ganas de entrar en el saco de dormir para hibernar. Justo antes de entrar por última vez, una estruendosa erupción, nos regaló por última vez una expulsión de rocas y lava que llenaron de rojo las laderas del volcán de fuego.

No podemos decir que descansáramos mucho y culparemos a varios factores: el viento aullador, algunas erupciones que rugieron especialmente fuertes, la vuelta de la expedición del tour de fuego y los ladridos de los perros. Sí, perros. Toda la ascensión, habíamos sido acompañados por estos mamíferos que normalmente tienen dueño, pero que aquí eran dueños de sí mismos. Seguían al turista de manera fiel con la esperanza de cariño y comida. En el campamento base, habitaban varios y defendían celosamente el territorio a base de ladridos. A las 3:30 nos levantamos para ascender los 300 metros que quedaban para la cima y así ver el amanecer desde lo alto.

Las nubes se habían adueñado del campamento por la noche, pero aún así, la mitad de la expedición que subimos, estábamos preparados para coronar el Acatenango aunque fuera invadidos por la niebla.

La ascensión fue dura y los 300 de desnivel, nos costaron una hora y media de caminata. Cada paso era un reto; el terreno resbaloso parecía requerir tres pasos para avanzar solo uno y notábamos la falta del oxígeno al que está acostumbrado nuestro cuerpo. Para más inri, la oscuridad, solo derrotada por la luz de tres frontales en todo el grupo, golpeaba las mentes cansadas. Uno de nuestro grupo abandonó antes de llegar a la cima, derrotado por el cansancio o por la lucha psicológica. El resto del grupo, conseguimos conquistar la cumbre, y disfrutar de los colores del amanecer. 



El sol y las vistas al volcán de fuego, nos fueron negados con celo por las nubes, pero no pudieron evitar que el viento gélido que golpeaba nuestros cuerpos y gritaba en nuestros oídos, nos regalara momentos intermitentes de clímax visual. El sol aunque casi invisible, volvía a salir un día más. Esta vez, casi a 4000 metros, y al lado de un dragón geológico que rugía y escupía cuando menos se esperaba.



La bajada nos fue calentando el cuerpo y cargando las rodillas, pero no pudo quitarnos la sonrisa. Ahora podíamos cantar la canción de Vetusta Morla con la imagen en nuestras retinas “he viajado a lomos de la lava de un volcán”.


Volvimos a Antigua sobre el medio día y pasamos en ella 24 horas más. Caminando y revisitando sus calles, conociendo nuevos lugares y visitando viejas ruinas. Cenizas de un pasado de las que había sabido renacer y convertirse en Antigua Guatemala, la antigua ciudad Santiago de los Caballeros de Guatemala. El volcán de fuego con sus erupciones, se encarga incansable de recordarnos con lava y cenizas, que el Ave Fénix sólo muere, para volver a renacer. 

(20 a 23 de noviembre)



 

sábado, 25 de noviembre de 2023

Pequeños milagros (Quetzaltenango-Almolonga-San Andrés Xecul-Lago Atitlán)

Un día más, el sol encendió el cielo antes incluso de sacar la cabeza. Vistió de amarillo la fachada de la iglesia de San Andrés Xecul, llenó de colores la ropa de las guatemaltecas que trabajaban desde bien temprano en el mercado de Almolonga, y fue bienvenido, como cada mañana, con cañonazos desde el lago Atitlán, a unos 90 kilómetros de Xela. Ajenos a todos estos milagros, despertábamos en nuestra cama del Hotel Kasa Kamelot.

Desayunamos en un patio con mucho encanto, alimentándonos a base de huevos, frijoles volteados y café para acabar de despertarnos y poder disfrutar de los pequeños regalos de la vida que pasan inadvertidos cuando viajamos día a día en modo avión. 

Subimos al coche con destino al mercado de la municipalidad de Almolonga, muy cerquita de Xela y conocido por sus zanahorias tamaño XXL. Llegamos a las 8:30 pero la mayoría de mercaderes que habían madrugado ya estaban recogiendo. Nos tuvimos que conformar con un pequeño aperitivo de lo que es en realidad. Aun así, disfrutamos de los ropajes locales y degustamos la sensación de caminar por lugares auténticos y poco influenciados por el turismo.

Nuestra siguiente parada era la pintoresca iglesia de San Andrés Xecul, con su fachada amarilla, cuyo color representa en la cultura maya, el alimento. Sus figuras, que recordaban a algunas Fallas humildes del Cabanyal o El Carmen, le conferían un aspecto muy curioso y una sensación de cóctel cultural.

Desde San Andrés Xecul, volvimos a la aventura de la carretera y sus sorpresas, con destino al lago Atitlán. Este lago es el más hondo de Centroamérica con una profundidad en algunos puntos de más de 300 metros. Está rodeado por volcanes y cordilleras, cafetales y aldeas mayas.

Nada más llegar, contratamos una lancha para poder descubrir algunos de sus recónditas aldeas. Parece ser que el lago también es visitado por unos vientos conocidos como "Xocomil". Estos, dificultan la navegación y se pueden sentir dolorosamente en el culo de los turistas. Cada vez que la lancha levantaba el morro, volvía a bajarlo fruto de la gravedad con una violenta sacudida que producía el consiguiente rebote de los tripulantes. Prueba empírica de que la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma.

Tras 20 minutos de sacudidas llegamos a nuestra primera aldea: San Juan de la Laguna, que recibe al viajero con su calle principal Instagramer-friendly, decorada con paraguas que la cubren serpenteando ladera arriba. La aldea, a pesar de su humildad y pequeño tamaño, se ha adaptado muy bien al turismo. Las “guías” locales llevan al visitante a curiosear los negocios de interés, que suelen ser cooperativas. Cogiditos de la mano y todo “gratis” visitamos tiendas de textiles, café, chocolate, miel y pintura. En todas ellas explicaban los procesos de creación del producto y ofrecían catas y cómo no, la opción de comprar los artículos. Nos llamó especialemente la atención, la tienda de mieles que trabajaba con un tipo de abejas que no tienen aguijón ni pican y algunos eran del tamaño de una mosca.

Para llegar a San Pedro la Laguna, el trayecto fue mucho más agradable y calmado. La lancha llevaba  una velocidad que cuidaba la integridad de nuestros cuerpos. San Pedro la Laguna, a pesar de ser más grande que su vecina, parecía más humilde o al menos, había sabido aprovechar menos sus encantos. Sin embargo, nos tomamos un café con vistas de primera clase, al lago dejándonos imbuir por la tranquilidad y preparándonos sin saberlo para disfrutar de San Marcos la Laguna; la tercera y última aldea que visitaríamos. Este poblado se ha adaptado perfectamente al espíritu yogi y está llena de lugares de retiro, masajes, y todo lo relacionado con la vida slow. Un paraíso hippy en medio del lago.

Volvimos a sentir la teoría de la conservación de la energía mientras volvíamos a la ciudad de Panajachel, campo base de muchos visitantes para explorar Atitlán. Allí nos alojábamos y teníamos aparcado el coche. 

El resto del día organizamos el viaje y salimos a cenar, acompañados por la oscuridad jaspeada, colonizada intermitentemente por la iluminación de los puestecitos de comida, venta de recuerdos o de artesanías. Esa iluminación moteada tan característica de las ciudades que atraen tanto a los mochileros y regalan la maravilla de descubrir el mundo pedacito a pedacito. Sobre nosotros, el cielo salpicado de estrellas, concedía uno más de esos pequeños milagros que pasamos de largo cuando viajamos sonámbulos en la monotonía.

(19 de noviembre)

jueves, 23 de noviembre de 2023

La oscuridad (Austin-Ciudad de Guatemala-Quetzaltenango)

En la oscuridad nos enfrentamos a nuestros peores miedos. La imaginación vuela libre y creamos demonios, magnificamos peligros y nos hacemos pequeños. La ignorancia y el desconocimiento de las cosas, también son oscuridad.

 Nuestra aventura comienza como muchas otras, en medio de la oscuridad. Visitar un país desconocido te somete a un bombardeo de exceso de información unido a consejos o advertencias, algunas infundadas, otras infundidas por miedos.

Antes de subir al avión, revisaba el estado de las carreteras. Nuestra idea era recorrer en un coche alquilado, algunas partes de Guatemala. Entre tanta información, encontré sucesos de asaltos de enmascarados alrededor del lago. Ya estaba a punto de cancelar la reserva del coche, cuando nos llamaron para embarcar. En el avión, decidimos seguir adelante con el alquiler de coche pero cambiar algo la ruta para evitar carreteras desaconsejables según la embajada.

Llegamos a Dallas con el tiempo justo para recorrer el aeropuerto de un extremo al otro y embarcar en nuestro siguiente vuelo con destino Guatemala. Nervioso ante la oscuridad de lo desconocido, fui dando cabezadas para llegar descansado a Ciudad de Guatemala. Llegamos una hora antes de lo previsto, pero entre las gestiones para pasar la aduana, recoger las mochilas y firmar el contrato del coche, no nos pusimos en marcha hasta las 14:45. La primera etapa era Ciudad de Guatemala-Quetzaltenango. Según Don Google, eran 3 horas y media pero las dos primeras horas pasaron lentas y alargaron la hora prevista de destino. La quietud, el paso del tiempo y la visión de la realidad, van haciendo el efecto de tila y van disipando la oscuridad y los miedos iniciales. En mi cabeza cantaba junto a Robe “Y para volar necesito tiempo, únicamente tiempo”.

Conforme empieza a caer el sol y el tráfico es más fluido, descubrimos la gran aventura de conducir en Guatemala. Para sobrevivirla, sólo necesitas los cinco sentidos para evitar los baches, perros, personas, coches parados en mitad del camino o sin la iluminación apropiada. La velocidad límite ayuda a que no sea un peligro, ya que 80km/h es el límite. Creedme que con tantos obstáculos a evitar la velocidad media se reducía a unos 60km/h.

Cinco horas después de salir del aeropuerto, con el cerebro agotado, y el cuerpo tranquilo al ver que muchos miedos se habían magnificado por desconocimiento, llegábamos a Quetzaltenango, también conocida como Xela. Sus bonitas calles adoquinadas y edificios coloniales, nos dieron la bienvenida y acabaron de disipar las últimas dudas sobre nuestra decisión de venir en coche a la oscuridad de un nuevo país.


Nuestro primer día en Xela, fuimos degustando la ciudad poco a poco, recorriendo sus calles y viajando a un pasado apenas vivido, en el que los empresarios tenían oficios y los negocios se levantaban entrenando la paciencia en la tienda viendo a la gente pasar, con peluquerías abiertas a todas horas, droguerías, papelerías, zapaterías, ferreterías enormes. Negocios con apellidos de personas y no nombres de franquicias.


La ciudad tiene vitalidad, pero alarga el tiempo y disfruta de la vida pausada. Esto se puede apreciar en el Parque Central (la plaza del pueblo para los que necesiten un empujón en la imaginación). Con mujeres y niños vendiendo pelotas, chicles o juguetes de los que se lanzan al aire como helicópteros; mientras muchos otros, miran la vida pasar sentados en un banco. 


Para aprender más del ritmo de la ciudad, nos unimos al segundo grupo y degustamos un café en una terraza con vistas al Parque, viendo pasar las horas sorbito a sorbito. En mi cabeza, seguía cantando junto a Robe: “Del tiempo perdido, en causas perdidas, nunca, nunca me he arrepentido. Ni estando vencido, cansado, prohibido.” 


Por la tarde fuimos jugando a la oca, saltando de bar en bar para tomar algo y sin darnos cuenta, ya nos había invadido la noche y estábamos cenando, ensordecidos por una banda casposa que ensayaba para su bolo en directo. Guatemala seguía siendo un país desconocido pero ya no parecía lleno de peligros a cada paso que dabas. Coexistía con bachatas, mujeres con vestidos tradicionales, edificios embellecidos por la iluminación y la educación Guatemalteca: ¨Con mucho gusto, para servirle¨. 




La imaginación ya no era tan libre para infundir miedos y nos fuimos a dormir en una oscuridad acogedora.

(17 a 18 de noviembre)